El
otro día, en aquel pequeño infierno que algunos llaman “transporte público”, me
llamó la atención una joven, de no más de veinticinco años, que con la
determinación de un cirujano sacó un maletín y, pese al vaivén del camino,
comenzó a maquillarse.
Su único referente era un diminuto
espejo que colocara encima de su bolso, incapaz de reflejar a un ratón de
cuerpo entero. Comenzó colocándose una plasta en la frente, pómulos, barbilla y
nariz, la cual fue dispersando cual crepa en una sartén. Después desapareció
sus líneas de expresión con una plasta mayor, y prosiguió con el rellenado de
unas cuantas cicatrices, seguramente provocadas por el acné. Eso no podía terminar
bien; su tono de piel era mucho menos claro que el maquillaje empleado, pero yo
no podía dejar de mirarla. Yo estaba hipnotizado.
Sacó una especie de brocha y con un
colorete rojo le devolvió la vida a sus pálidas mejillas. Luego, con una brocha
menor, le dio luz a sus párpados y, con otra distinta, difuminó la oscuridad de
sus ojeras. Más tarde sacó un delicadísimo pincel y lo acercó con un temple
envidiable a sus globos oculares. Yo esperaba lo peor, estuve a punto de
detenerla. Eso que hacía era un acto demasiado temerario aún en total quietud,
cuánto más en un vehículo que se movía como trasero de abeja ante una flor.
Pero no pasó nada, pese a que ella apoyaba con frialdad absoluta aquel
instrumento sobre esa delicada cordillera de pestañas.
Yo estaba hechizado, mientras mis
demás compañeros de viaje dormitaban o veían sus teléfonos celulares. Me sentía
un testigo silente de un ritual sagrado, como un cómplice involuntario. Poco a
poco esa nube de pintura se fue despejando, dejando en su lugar un horizonte de
texturas y líneas que, trazo a trazo, dibujaban un rostro.
Al final, la joven no parecía tan
“maquillada”, como si en vez de un velo, se hubiese colocado una luz que
exaltara su propia belleza, sin exageración y naturalidad. Una obra maestra. Entonces
me di cuenta de que el maquillaje femenino era un arte, que tiene como lienzo
el rostro de la mujer. Sin embargo, así como en el mundo de la pintura hay un Rembrandt,
este arte femenino no se podría librar de más de un Picasso.
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