Estoy
en el último tren que saldrá de la estación del metro. Ya casi es media noche y
en el vagón sólo viajamos un puñado de personas y una Diosa. Tal vez exagere,
pero no encuentro una mejor manera para referirme a ella; simplemente tiene
algo que la baña de una belleza que no cualquiera posee. No sólo es su
brillante y larga cabellera, que le llega hasta la cintura, ni sus labios
húmedos y carmesí, o sus ojos grandes y llenos de vida, encubiertos tras unas
gafas que no opacan ni por un instante sus encantos.
La veo y no pierdo detalle de sus
movimientos; la manera como pasa las hojas del libro que está leyendo desde que
tomó asiento, la gracia con la que se acomoda su inquieta melena, que cada vez
que el vagón se detiene se le viene a la cara, hasta la forma como limpia sus
lentes, en cada ocasión que voltea a ver el reloj y la estación del metro en la
que nos encontramos.
Yo la veo como hipnotizado; con
ganas de ir hacia ella e iniciar una conversación, pero no quiero interrumpir
su lectura. De repente, saca de su bolsa una pluma de ave, que emplea como
separador de libros, y cierra su texto.
Pero justo cuando estoy armándome de valor para levantarme
de mi asiento, ella saca un par de audífonos, un reproductor de música y vuelvo
a perder mi oportunidad.
En ese momento experimento mil
emociones en un solo instante; me siento frustrado, impotente, pero a la vez
halagado por compartir ese espacio con ella, y me deleito de verla mover su
cabeza, posiblemente siguiendo el ritmo de su música favorita.
Me pregunto qué canción es la que hace bailar a esa Diosa,
qué melodía es la que mueve sus sueños, y qué ritmo será el afortunado de hacer
que suspire su corazón.
Nunca pensé que un viaje en metro me
resultaría tan gratificante. Entonces, el cansancio y la hora se confabulan
para hacerla bostezar. Ella apenas tiene tiempo de cubrirse la boca, privándome
de la oportunidad de conocerla un poco más afondo, pero demostrándome que es
toda una dama, que no dejará que cualquiera hurgue, ni siquiera con los ojos su
intimidad.
Yo estoy extasiado, al grado que
apenas me doy cuenta de que por un instante se han cruzado nuestras miradas.
Tan pronto me percato, volteo la cara y finjo ver mi reloj, mientras de reojo
observo su reacción.
No sé si me lo estoy imaginando, pero me parece que me ha
sonreído. Quiero comprobar esta posibilidad, pero no me atrevo a verla a la
cara. Entonces llegamos a una nueva estación y ella se enfila a la puerta para
descender.
Yo podría aprovechar y salir a su
lado, aún no sé con qué objetivo, pero no muevo ni un solo músculo. No puedo
dejar que se me escape de las manos, pero aún así la dejo ir, sin fijarme
siquiera en la estación. No quiero que me tome por un acosador, además, me
imagino que muy pronto llegaré a mi destino.
Entonces, ella se baja, se cierran
las puertas, avanza y voltea, como buscando alguien, pero al ver que desciende
sola, baja la cabeza y se sigue de frente.
Ahora sé que no me imaginé la
sonrisa que me regalara hace unos minutos, pero lo peor no es eso, sino que
justo ahora me doy cuenta de que ella había descendido en la misma estación en
la que debí haberme bajado yo.
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