Desde
el mismo día en que nacen, ellos ya saben de la bestia que vive en el
acantilado. Les informan sus madres, les advierten sus padres, y ellos mismos
han escuchado sus aullidos. Sobre todo cuando la luna llena hace de día a la
noche.
Nadie duda de lo que dicen de ella, e incluso aquellos que
no están tan seguros de su existencia, ponen doble llave a sus puertas tan
pronto ven que la luna se apodera del trono celeste.
Durante el día solían buscarla en las cuevas, pero nunca
encontraron su madriguera. Por lo que después de un tiempo desistieron de su
intento de darle caza. Incluso hay quienes suponen que ella no es una bestia
cualquiera, y sugieren que es un ser sobrenatural, o el espíritu del acantilado
mismo, quien nace del rugido de las olas, el canto del viento, y la muerte
empedrada del abismo.
Sólo el brillo de la luna testifica sus matanzas, porque a
los rayos del sol sólo le corresponden iluminar los restos de sus danzas
nocturnas. La sangre tiñe de rojo el páramo, y la podredumbre deja un camino de
carne con olor a muerte y olvido.
Así como a la lluvia le sigue la sequía, los pobladores
habían aprendido a vivir con la amenaza de la luna. Pero eso cambió hace unas
semanas, cuando la hija del patriarca desapareció de la casa de su padre, y en
su alcoba sólo encontraron jirones de su ropa, empapadas en sangre. Lo cual lo
llenó de rabia, al grado de organizar una misión suicida, con la única idea de
darle caza a la bestia, para hacerla pagar con su sangre la afrenta.
Por más de siete días han caminado como nunca, y se han
internado en laderas que jamás habían sido pisadas por un pie humano. Ahí sólo
crecen raíces y no hay más alimento que la tierra, pero al patriarca no parece
importarle, ni que él o sus hombres puedan sucumbir ante el hambre. La venganza
lo tiene segado y sólo busca a la muerte; ya sea de la bestia o la de él mismo.
Mientras tanto, ella
los ve desde lo más alto. Sabe que su encuentro es inevitable y que la sangre
bañará sus laderas vírgenes. Pese a no temerle al conflicto, la guerra no está
entre sus planes. Al menos que ya no tenga otra opción y se vea obligada a
liberar el poder indomable que surca por sus venas y arterias.
Hasta entonces sólo los verá a lo lejos, con la esperanza de
que el buen juicio vuelva a los cazadores, y recapacite el patriarca: “su
padre”.
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