domingo, 7 de diciembre de 2014

Flores de Valladolid

Todo era tan maravilloso que hasta parecía un sueño; ella era la mujer perfecta, al menos para mí. No sólo era la más hermosa, sino también la más cariñosa, tierna e inteligente que jamás hubiese conocido. Con ninguna otra había experimentado un sentimiento parecido, por lo que, quizás ingenuamente, llegué a pensar que lo “nuestro” sería para siempre.
            Ella se llamaba Diana y la conocí una tarde lluviosa en la parada del autobús. Ella estaba titiritando de frío y yo empapado, en espera de un vehículo que parecía no tener ganas de aparecer. Al ver tal escenario y, para distraerme un rato, le hice un poco de plática con el cliché más ordinario que se me pudo ocurrir: “el clima”. Entonces ella me miró y desde ese momento ya no pude dejar de contemplarla. Sus ojos eran los más hermosos que hubiese visto en mi vida, y parecían iluminarse como estrellas, con el reflejo de los faros de los automóviles que circulaban sin parar. Su voz era una caricia a mis oídos, y su aroma un manjar para mi olfato.
            En ese instante conversamos de todo un poco y de nada en particular. Parecíamos dos niños que se negaban a regresar a casa, con tal de seguir “jugando”. Nos reímos del mundo, de la política y del tiempo, e intercambiamos miradas de complicidad, incluso cuando llegó nuestro transporte y seguimos nuestra charla, pero ahora en movimiento. Ésa fue la primera vez de muchas más que coincidimos, hasta que un buen día la invité a tomarse un café conmigo. El resto fue la experiencia más hermosa y angustiante que hubiese vivido; un romance de película; tan cursi como divino. Dos años después nos casamos, pero jamás perdimos esa divina cursilería de novios.
            Diana trabajaba como recepcionista en una editorial del centro, a sólo dos calles del metro “Flores de Valladolid”, y como yo solía salir del trabajo mucho antes que ella, se había vuelto “nuestra costumbre” que todos los días pasara a buscarla, para regresar juntos a casa. Eso implicaba que tuviese que hacer más de un trasbordo, pero eso nunca me significó un problema, después de todo, yo era capaz de atravesar un infierno con tal de volver a verla. Lo cuál sigo haciendo.
            Un mal día, de hecho el peor de mi vida, discutimos, ya ni recuerdo cuál fue el motivo, pero por primera vez en más de cinco años de estar juntos, lamenté habérmela encontrado en mi camino, una estupidez que desde entonces no ha hecho más que martirizarme. Salí enojado de la casa, incluso azoté la puerta, faltando a la costumbre, no le llamé para avisarle que había llegado con bien al trabajo, ni respondí el último mensaje que ella me envió: “Amor, ten un grandioso día, te amo”. Sin embargo, a lo largo de la jornada, el recuerdo de sus ojos, su risa y voz, fue ablandando mi testarudo carácter. Entonces intenté responderle el mensaje, pero no lo encontré. Pensé que lo habría borrado, cegado por el enojo, y la llamé, pero no respondió. Lo intenté repetidamente, hasta le marqué a su trabajo, pero una grabadora me dijo que ese teléfono no existía. Frustrado, incrédulo y temeroso, esperé a la tarde, para ir por ella, aclarar las cosas y entregarle sus flores favoritas.
            Al salir del trabajo me desvié a comprarle su ramo e hice lo de siempre; entré al metro, realicé varios trasbordos, y una vez en la línea que me llevaría hasta ella, visualicé en mi mente las estaciones que me faltaban: “Romero”, “Río Minerva” y “Flores de Valladolid”. Pero una vez que pasamos “Río Minerva”, en vez de llegar a mi destino, llegamos a “San Juan”. –Me pasé –pensé, por lo que me bajé del convoy y cambié de dirección. Pero una vez que dejé “San Juan”, llegué a “Río Minerva” nuevamente.
            No entendía lo que estaba pasando. Busqué “Flores de Valladolid” en el mapa de estaciones, pero no estaba. Por lo que le pregunté al primer policía que encontré en los andenes, pero él no supo darme razones, incluso afirmó no haber escuchado nunca el nombre de dicha estación.
            Aún más confundido, molesto e impotente, salí del metro y caminé hasta donde recordaba que estaba la editorial. Recorrí casi un kilómetro bajo la lluvia, pero no encontré ni vestigio de la estación, ni del trabajo de mi mujer, hasta que dí nuevamente con “San Juan”. Parecía un loco, preguntándole a cuánta persona se cruzaba por mi camino, tanto por la estación como por la editorial, pero nadie supo darme respuesta.
            No sé cuántas horas seguí ahí, todo me daba vueltas y me sentía incapaz de reconocer algo que me resultase familiar, por lo que volví a casa. Pero allá tampoco había rastro de ella, como si no la hubiera conocido nunca; el librero sólo contenía mis libros, el ropero mi ropa, sus retratos estaban ausentes de mis muros, e incluso la foto que guardaba en mi cartera había desaparecido. Como si ella sólo hubiese existido en mi imaginación.

            Hasta el día de hoy, cinco años después de eso, sólo conservo un poco de su aroma entre mis sábanas, esencia que abofetea mi alma con su ausencia, al abrir los ojos y no verla. Y aquí estoy, como cada tarde, esperando en la parada del autobús, viendo como llegan y se van un sinfín de personas, mientras yo sigo inmóvil, aguardando por ella.     

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