Todo
era tan maravilloso que hasta parecía un sueño; ella era la mujer perfecta, al
menos para mí. No sólo era la más hermosa, sino también la más cariñosa, tierna
e inteligente que jamás hubiese conocido. Con ninguna otra había experimentado
un sentimiento parecido, por lo que, quizás ingenuamente, llegué a pensar que
lo “nuestro” sería para siempre.
Ella se llamaba Diana y la conocí
una tarde lluviosa en la parada del autobús. Ella estaba titiritando de frío y
yo empapado, en espera de un vehículo que parecía no tener ganas de aparecer.
Al ver tal escenario y, para distraerme un rato, le hice un poco de plática con
el cliché más ordinario que se me pudo ocurrir: “el clima”. Entonces ella me
miró y desde ese momento ya no pude dejar de contemplarla. Sus ojos eran los
más hermosos que hubiese visto en mi vida, y parecían iluminarse como
estrellas, con el reflejo de los faros de los automóviles que circulaban sin
parar. Su voz era una caricia a mis oídos, y su aroma un manjar para mi olfato.
En ese instante conversamos de todo
un poco y de nada en particular. Parecíamos dos niños que se negaban a regresar
a casa, con tal de seguir “jugando”. Nos reímos del mundo, de la política y del
tiempo, e intercambiamos miradas de complicidad, incluso cuando llegó nuestro
transporte y seguimos nuestra charla, pero ahora en movimiento. Ésa fue la
primera vez de muchas más que coincidimos, hasta que un buen día la invité a
tomarse un café conmigo. El resto fue la experiencia más hermosa y angustiante
que hubiese vivido; un romance de película; tan cursi como divino. Dos años
después nos casamos, pero jamás perdimos esa divina cursilería de novios.
Diana trabajaba como recepcionista
en una editorial del centro, a sólo dos calles del metro “Flores de
Valladolid”, y como yo solía salir del trabajo mucho antes que ella, se había
vuelto “nuestra costumbre” que todos los días pasara a buscarla, para regresar
juntos a casa. Eso implicaba que tuviese que hacer más de un trasbordo, pero
eso nunca me significó un problema, después de todo, yo era capaz de atravesar
un infierno con tal de volver a verla. Lo cuál sigo haciendo.
Un mal día, de hecho el peor de mi
vida, discutimos, ya ni recuerdo cuál fue el motivo, pero por primera vez en
más de cinco años de estar juntos, lamenté habérmela encontrado en mi camino,
una estupidez que desde entonces no ha hecho más que martirizarme. Salí enojado
de la casa, incluso azoté la puerta, faltando a la costumbre, no le llamé para
avisarle que había llegado con bien al trabajo, ni respondí el último mensaje
que ella me envió: “Amor, ten un grandioso día, te amo”. Sin embargo, a lo
largo de la jornada, el recuerdo de sus ojos, su risa y voz, fue ablandando mi
testarudo carácter. Entonces intenté responderle el mensaje, pero no lo
encontré. Pensé que lo habría borrado, cegado por el enojo, y la llamé, pero no
respondió. Lo intenté repetidamente, hasta le marqué a su trabajo, pero una
grabadora me dijo que ese teléfono no existía. Frustrado, incrédulo y temeroso,
esperé a la tarde, para ir por ella, aclarar las cosas y entregarle sus flores
favoritas.
Al salir del trabajo me desvié a
comprarle su ramo e hice lo de siempre; entré al metro, realicé varios
trasbordos, y una vez en la línea que me llevaría hasta ella, visualicé en mi
mente las estaciones que me faltaban: “Romero”, “Río Minerva” y “Flores de
Valladolid”. Pero una vez que pasamos “Río Minerva”, en vez de llegar a mi
destino, llegamos a “San Juan”. –Me pasé –pensé, por lo que me bajé del convoy
y cambié de dirección. Pero una vez que dejé “San Juan”, llegué a “Río Minerva”
nuevamente.
No entendía lo que estaba pasando.
Busqué “Flores de Valladolid” en el mapa de estaciones, pero no estaba. Por lo
que le pregunté al primer policía que encontré en los andenes, pero él no supo
darme razones, incluso afirmó no haber escuchado nunca el nombre de dicha
estación.
Aún más confundido, molesto e
impotente, salí del metro y caminé hasta donde recordaba que estaba la
editorial. Recorrí casi un kilómetro bajo la lluvia, pero no encontré ni
vestigio de la estación, ni del trabajo de mi mujer, hasta que dí nuevamente
con “San Juan”. Parecía un loco, preguntándole a cuánta persona se cruzaba por
mi camino, tanto por la estación como por la editorial, pero nadie supo darme
respuesta.
No sé cuántas horas seguí ahí, todo
me daba vueltas y me sentía incapaz de reconocer algo que me resultase
familiar, por lo que volví a casa. Pero allá tampoco había rastro de ella, como
si no la hubiera conocido nunca; el librero sólo contenía mis libros, el ropero
mi ropa, sus retratos estaban ausentes de mis muros, e incluso la foto que
guardaba en mi cartera había desaparecido. Como si ella sólo hubiese existido
en mi imaginación.
Hasta el día de hoy, cinco años
después de eso, sólo conservo un poco de su aroma entre mis sábanas, esencia
que abofetea mi alma con su ausencia, al abrir los ojos y no verla. Y aquí
estoy, como cada tarde, esperando en la parada del autobús, viendo como llegan
y se van un sinfín de personas, mientras yo sigo inmóvil, aguardando por
ella.
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