Coqueta,
inteligente, simpática, de mirada encantadora y una boca que hechizaba hasta al
más cauto, invitándole a probar lo inalcanzable. Soledad parecía ser la
encarnación de la más hermosa de las Diosas; de piel delicada, formas
perfectas, e igual de inaccesible que ellas; como una
flama que atrae y quema, como el viento que se escapa sin avisar, o la noche
que se marcha entre destellos de madrugada.
Día a día un hermoso arreglo de
flores rojas, blancas y amarillas, llegaba a la puerta de su hogar, el cual era
recibido por ella como el más preciado de los tesoros, provocando el celo de
los hombres, que sólo se limitaban a sospechar la identidad del afortunado
remitente, y la envidia de las damas, que soñaban con recibir un presente
semejante, al menos una vez en sus vidas.
No faltó el soñador, incauto, poeta y atrevido
que se aventuró a tocar a su puerta, pero ella jamás le abrió a nadie que no
trajese sus preciadas flores. Nadie sabía cómo, pero si alguien más trataba de
entregarle un arreglo que no fuese el que ella esperara, Soledad lo distinguía
de inmediato y no atendía al llamado de la puerta.
Le dedicaron centenares de versos,
melodías, esculturas, retratos, pero ningún arte parecía ser suficiente para
ella. Diariamente le ofrecían joyas, propiedades, autos, vidas, pero la
respuesta era la misma; el silencio y una puerta que no se abría.
Era una Diosa que, como tal, sólo
podía ser venerada, pero jamás poseída; como la más bella de las lunas; eterna
y brillante, hasta que un mal día se le encontró muerta, y al igual que nuestra
Luna, completamente sola.
Sólo entonces supieron la identidad de su amante, aquél que
cada día le iluminara la vista con sus detalles, opacara y enardeciera al resto
de los hombres, al tiempo que alimentara la curiosidad sinfín de las mujeres:
“Nadie”. Porque nadie, más que ella misma, era quien se enviaba diariamente
esas flores rojas, blancas y amarillas.
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