domingo, 7 de diciembre de 2014

El duelo

Aquella noche regresaba a casa después de una larga jornada de trabajo. Como es poco usual, no tuve que esperar mucho tiempo el arribo del trolebús, y como es costumbre a esa hora, venía casi vacío; el conductor, tres pasajeros que descendieron unas cuadras más adelante, y yo.
            Mientras aguardaba el momento de bajar de la unidad, regresar a casa, darme un buen baño, cenar, conversar con mi mujer, y ver qué nos deparaba la noche, me relajé un poco y estiré las piernas, sin pararme del asiento. Había sido una semana muy difícil, pero por fin era viernes, y para mejorar mi suerte, habría de llegar temprano a mi hogar. Por lo que incluso le hablé a mi esposa, para avisarle que estaría con ella en muy pocos minutos.
            A la mitad del camino subió una mujer y un hombre, que no pasaban de los treinta años; entonces no sabía si eran hermanos, pareja, o sólo amigos. La verdad no me interesaba, y si me percaté de ellos fue sólo porque se sentaron justo en frente de mí.
            Tan pronto se acomodaron, ella sacó de su bolso una manzana y se la empezó a comer, mientras él desenvolvía una goma de mascar que después se metió a la boca. Nada digno de contar, y que seguramente se hubiera borrado de mi memoria, de no ser por lo que siguió después.
            No estoy seguro de cómo empezó todo, en parte porque mi mirada encontraba más estimulante ver los vehículos que circulaban a nuestra par, que contemplar cómo se movían las mandíbulas de estos dos. Pero sus voces opacaron la melodía de mi reproductor de música, dejando que parte de su diálogo se colara por los audífonos.
            Ella le recriminaba algo, que no alcancé a escuchar, y él se defendía al tiempo que arremetía en su contra. En ningún momento se gritaron o faltaron al respeto, su diálogo era como el de dos analistas, sobrios y calculadores, pero para nada “fríos”. Sus manos transmitían emociones, sus miradas intenciones y sus palabras memoria.
Ella enumeraba algo, ya que contaba con los dedos mientras le hablaba. Él reía, incrédulo y a la vez seguro de sí mismo. Como un par de esgrimistas, en el momento en que parecía que alguno de los dos iba a dar su estocada final, el otro la esquivaba, y hacía que su adversario mudara su mirada al suelo.
Yo tenía ganas de apagar mi reproductor de música, para poder escucharles mejor, pero temí que ellos lo notaran y detuvieran su batalla, privándome de semejante espectáculo.
Nunca me he considerado un voyerista, aunque sé que todos tenemos un poco de ello, pero le experiencia que ese par me provocaba, era algo que me sorprendió por completo.
No parecía que a ellos les estorbara que los viera, quizás al calor de la discusión hasta prescindieron de mi presencia, o simplemente no les importaba. Por lo que la opción de apagar mi música para escucharlos mejor, volvió con más fuerza que nunca, pero por más ganas que tenía de hacerlo, jamás presioné el botón y me conformé con sus gesticulaciones y movimiento de manos.
Parecía que ella le daba argumentos que hacían que él buscara refugio en algún rincón de su mirada, pero enseguida él respondía con algo que hacía que ella cerrara los ojos o mirara hacia el techo. Al grado que en más de una ocasión di por victorioso a uno o a la otra, pero el duelo seguía.
El trolebús estaba por llegar a mi destino, pero yo no quería bajarme, al menos aún no. Tenía que saber cómo habría de terminar todo, y eso era más grande que mi cansancio o mis ganas de llegar a casa.
Pasamos en frente de la farmacia en la que siempre me bajo, pero esta vez no descendí, y seguí varias paradas más adelante, hasta que llegamos a la terminal.
El trolebús abrió sus puertas y todos bajamos. Ellos se encaminaron hacia la estación del metro, pero pese a mi deseo enfermizo de seguirles, me contuve y me resigné a formarme en una larguísima fila, en espera del trolebús que me devolviera a mi destino.

En mi pecho se plantaron dos inquietudes; la primera era no haber satisfecho mi curiosidad, y conformarme con ver cómo ese par se alejaba discutiendo y haciendo ademanes con las manos. Y la segunda era buscar una excusa convincente, que me permitiera explicarle a mi mujer el motivo de mi tardanza. Sin duda sabía que en casa ya me estaba esperando mi propio duelo.      

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