Aquella
noche regresaba a casa después de una larga jornada de trabajo. Como es poco
usual, no tuve que esperar mucho tiempo el arribo del trolebús, y como es
costumbre a esa hora, venía casi vacío; el conductor, tres pasajeros que
descendieron unas cuadras más adelante, y yo.
Mientras aguardaba el momento de
bajar de la unidad, regresar a casa, darme un buen baño, cenar, conversar con
mi mujer, y ver qué nos deparaba la noche, me relajé un poco y estiré las
piernas, sin pararme del asiento. Había sido una semana muy difícil, pero por
fin era viernes, y para mejorar mi suerte, habría de llegar temprano a mi
hogar. Por lo que incluso le hablé a mi esposa, para avisarle que estaría con
ella en muy pocos minutos.
A la mitad del camino subió una
mujer y un hombre, que no pasaban de los treinta años; entonces no sabía si
eran hermanos, pareja, o sólo amigos. La verdad no me interesaba, y si me
percaté de ellos fue sólo porque se sentaron justo en frente de mí.
Tan pronto se acomodaron, ella sacó
de su bolso una manzana y se la empezó a comer, mientras él desenvolvía una
goma de mascar que después se metió a la boca. Nada digno de contar, y que
seguramente se hubiera borrado de mi memoria, de no ser por lo que siguió
después.
No estoy seguro de cómo empezó todo,
en parte porque mi mirada encontraba más estimulante ver los vehículos que
circulaban a nuestra par, que contemplar cómo se movían las mandíbulas de estos
dos. Pero sus voces opacaron la melodía de mi reproductor de música, dejando
que parte de su diálogo se colara por los audífonos.
Ella le recriminaba algo, que no
alcancé a escuchar, y él se defendía al tiempo que arremetía en su contra. En
ningún momento se gritaron o faltaron al respeto, su diálogo era como el de dos
analistas, sobrios y calculadores, pero para nada “fríos”. Sus manos
transmitían emociones, sus miradas intenciones y sus palabras memoria.
Ella enumeraba algo, ya que contaba con los dedos mientras
le hablaba. Él reía, incrédulo y a la vez seguro de sí mismo. Como un par de
esgrimistas, en el momento en que parecía que alguno de los dos iba a dar su
estocada final, el otro la esquivaba, y hacía que su adversario mudara su
mirada al suelo.
Yo tenía ganas de apagar mi reproductor de música, para
poder escucharles mejor, pero temí que ellos lo notaran y detuvieran su
batalla, privándome de semejante espectáculo.
Nunca me he considerado un voyerista, aunque sé que todos
tenemos un poco de ello, pero le experiencia que ese par me provocaba, era algo
que me sorprendió por completo.
No parecía que a ellos les estorbara que los viera, quizás
al calor de la discusión hasta prescindieron de mi presencia, o simplemente no
les importaba. Por lo que la opción de apagar mi música para escucharlos mejor,
volvió con más fuerza que nunca, pero por más ganas que tenía de hacerlo, jamás
presioné el botón y me conformé con sus gesticulaciones y movimiento de manos.
Parecía que ella le daba argumentos que hacían que él
buscara refugio en algún rincón de su mirada, pero enseguida él respondía con
algo que hacía que ella cerrara los ojos o mirara hacia el techo. Al grado que
en más de una ocasión di por victorioso a uno o a la otra, pero el duelo
seguía.
El trolebús estaba por llegar a mi destino, pero yo no
quería bajarme, al menos aún no. Tenía que saber cómo habría de terminar todo,
y eso era más grande que mi cansancio o mis ganas de llegar a casa.
Pasamos en frente de la farmacia en la que siempre me bajo,
pero esta vez no descendí, y seguí varias paradas más adelante, hasta que
llegamos a la terminal.
El trolebús abrió sus puertas y todos bajamos. Ellos se
encaminaron hacia la estación del metro, pero pese a mi deseo enfermizo de
seguirles, me contuve y me resigné a formarme en una larguísima fila, en espera
del trolebús que me devolviera a mi destino.
En mi pecho se plantaron dos inquietudes; la primera era no
haber satisfecho mi curiosidad, y conformarme con ver cómo ese par se alejaba
discutiendo y haciendo ademanes con las manos. Y la segunda era buscar una
excusa convincente, que me permitiera explicarle a mi mujer el motivo de mi
tardanza. Sin duda sabía que en casa ya me estaba esperando mi propio
duelo.
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