Nueve
y media de la noche, pero el vagón luce como si fuesen las siete de la mañana;
poblado por docenas de personas que regresan a casa, cansadas de una larga
jornada laboral y hartas de una ciudad que asfixia y seduce al mismo tiempo.
Cientos de pupilas que parecen no mirar nada, salvo el reloj, y de reojo el
nombre de cada estación.
Yo suelo ser como ellos, pero hoy una silueta ha cautivado
mi atención; en medio de un sinfín de desconocidos, las delicadas formas de una
mujer me impiden caer en el trance en que parecen estar los demás. Ella porta
un pantalón de mezclilla, un saco oscuro, botas bajas, y una delicada blusa
rosa. No es muy alta y su melena apenas le rosa sus hombros. Carga una pequeña
maleta y parece que no se ha percatado de mi existencia.
Su presencia me emboba, pero aún así
soy consciente de que tendré que trasbordar en la siguiente estación, pese a
que eso signifique privarme de su encantadora belleza y privarla a ella de un
par de ojos que la contemplan como si fuese una diosa.
Pero tan pronto llegamos a la parada, ella también se baja,
de hecho se ha adelantado a mis pasos, lo cual hace que por un segundo me
sienta como un acosador, o un cazador en asecho de su presa.
Una vez más, coincidimos en el andén
y abordamos el convoy, casi simultáneamente. No sé cuánto durará mi buena
fortuna, pero no pierdo el tiempo calculando la ley de probabilidades, y me
vuelvo a perder entre sus pliegues, que cómplices de mi asecho, me invitan a
imaginar la magnitud de sus laderas.
Mis ojos se rehúsan a dejar de
observarla, pero mi destino está próximo y dudo correr con la misma suerte que
antes. Mas contrariando a mi pesimismo, ella se vuelve a adelantar a mis pasos
y desciende un segundo antes que yo.
Entre un mar de gente, la veo subir
las escaleras eléctricas, cruzar los torniquetes y abandonar la estación, con
dirección al mismo paradero en el que suelo esperar el microbús. Incrédulo, no
pierdo detalle de su persona, ignorando por completo al reloj, y por poco
también al vehículo que llega con la radio a todo volumen. Ella lo aborda, y yo
la sigo, hipnotizado por su andar pausado y cadencioso, hasta que varias
cuadras después aprieta el timbre que anuncia su parada, justo en la calle
donde también lo oprimiría yo.
Descendemos y me parece increíble
que de toda esa multitud que hasta hace un rato nos hiciera compañía, sólo
estemos caminando ella y yo; por la misma calle, los mismos callejones, bajo
las mismas farolas, hasta la puerta de mi casa.
Entonces ella se detiene, me mira curiosa, se sonríe, sin
timidez se acerca hasta que las puntas de nuestros calzados se rozan, me besa
en la boca y pregunta: “¿Qué esperas para abrir la puerta, Corazón?”
Yo le sonrío, echo abajo la charada, saco las llaves y
entramos de la mano, como cada noche, a nuestra casa.
No hay nada como regresar a mi
hogar, después de un día interminable, y reencontrarme nuevamente con ella: “mi
esposa”.
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