Me
imagino que ser despachador en un local de comida rápida no ha de ser nada
sencillo; atender a cientos de personas cada día, a quienes no les importa
quién eres o cómo te ha ido, sino exclusivamente que les des los alimentos que
se te piden, rápida y adecuadamente, ha de ser algo que pone un enorme reto al
temple de cualquiera. Sin embargo, la mala cara del despachador del negocio
cantonés al que mi esposa y yo solíamos acudir cada vez que se nos hacía tarde
para llegar a casa a comer, era realmente una suela plantada en el trasero; no
sólo parecía estar molesto con su trabajo, sino que no dudaba en hacerlo notar
a sus comensales y demás compañeros. Si no le gustaba lo que hacía, bien podría
haberlo intentado en algún otra parte, ¿no?
Sé que nuestra cultura es diferente a la de ellos, y que en
oriente se les enseña a manifestar sus estados de ánimo de otra manera que a
nosotros, pero él exageraba. No le pedíamos que nos sonriera, pero sí al menos
que nos hiciera sentir bienvenidos. El caso es que cada vez que llegábamos al
local, parecía que le debíamos algo, y tan pronto nos parábamos frente a la
vitrina de los alimentos, nos preguntaba despóticamente: “¡¿Qué quieren?!”,
como si le estuviéramos quitando el tiempo.
No era mala la comida y tampoco cara, por eso es que
seguíamos acudiendo al lugar, pero la verdad es que cada vez que pedíamos algo
o pagábamos la cuenta, no nos quedaban muchas ganas de volver ahí. Hasta que un
buen día dejamos de ir. Sin embargo, hace unas semanas volvimos; estaba
lloviendo muy fuerte, no cargábamos con sombrilla, por lo que después de hacer
las compras del súper mercado, se nos hizo fácil volver y comer ahí, mientras
el cielo se despejaba un poco.
Para nuestro asombro, en el mostrador había una dama
asiática, de mirada amable y una cálida sonrisa, que tan pronto nos vio llegar
nos preguntó con una dulce voz: “¿En qué puedo servirles?”. Lo cual nos dejó
gratamente sorprendidos.
Ordenamos, nos atendió de buen grado, nos llevamos la comida
a la mesa y no pudimos evitar comentar entre nosotros la enorme diferencia,
entre el “cara de suela” y la “dama de porcelana”.
Comimos, hablamos de mil cosas y
todo nos pareció muy cambiado, empezando por el servicio. Pagamos, le dí una
propina al muchacho que recoge los platos, y estábamos a punto de abandonar el
lugar, cuando no pude evitar acercarme a aquella dama, para hacerle notar la
diferencia entre su trato y el del otro despachador, a lo cual, ella me miró
complacida, entre cerrando los ojos, con una tímida sonrisa, y me dijo: “Le pido
que no lo divulgue, por favor, pero yo era aquel despachador, pero ahora,
gracias a los adelantos en las cirugías estéticas, por fin soy feliz”.
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