domingo, 7 de diciembre de 2014

La dama de porcelana

Me imagino que ser despachador en un local de comida rápida no ha de ser nada sencillo; atender a cientos de personas cada día, a quienes no les importa quién eres o cómo te ha ido, sino exclusivamente que les des los alimentos que se te piden, rápida y adecuadamente, ha de ser algo que pone un enorme reto al temple de cualquiera. Sin embargo, la mala cara del despachador del negocio cantonés al que mi esposa y yo solíamos acudir cada vez que se nos hacía tarde para llegar a casa a comer, era realmente una suela plantada en el trasero; no sólo parecía estar molesto con su trabajo, sino que no dudaba en hacerlo notar a sus comensales y demás compañeros. Si no le gustaba lo que hacía, bien podría haberlo intentado en algún otra parte, ¿no?
Sé que nuestra cultura es diferente a la de ellos, y que en oriente se les enseña a manifestar sus estados de ánimo de otra manera que a nosotros, pero él exageraba. No le pedíamos que nos sonriera, pero sí al menos que nos hiciera sentir bienvenidos. El caso es que cada vez que llegábamos al local, parecía que le debíamos algo, y tan pronto nos parábamos frente a la vitrina de los alimentos, nos preguntaba despóticamente: “¡¿Qué quieren?!”, como si le estuviéramos quitando el tiempo.
No era mala la comida y tampoco cara, por eso es que seguíamos acudiendo al lugar, pero la verdad es que cada vez que pedíamos algo o pagábamos la cuenta, no nos quedaban muchas ganas de volver ahí. Hasta que un buen día dejamos de ir. Sin embargo, hace unas semanas volvimos; estaba lloviendo muy fuerte, no cargábamos con sombrilla, por lo que después de hacer las compras del súper mercado, se nos hizo fácil volver y comer ahí, mientras el cielo se despejaba un poco.
Para nuestro asombro, en el mostrador había una dama asiática, de mirada amable y una cálida sonrisa, que tan pronto nos vio llegar nos preguntó con una dulce voz: “¿En qué puedo servirles?”. Lo cual nos dejó gratamente sorprendidos.
Ordenamos, nos atendió de buen grado, nos llevamos la comida a la mesa y no pudimos evitar comentar entre nosotros la enorme diferencia, entre el “cara de suela” y la “dama de porcelana”.

            Comimos, hablamos de mil cosas y todo nos pareció muy cambiado, empezando por el servicio. Pagamos, le dí una propina al muchacho que recoge los platos, y estábamos a punto de abandonar el lugar, cuando no pude evitar acercarme a aquella dama, para hacerle notar la diferencia entre su trato y el del otro despachador, a lo cual, ella me miró complacida, entre cerrando los ojos, con una tímida sonrisa, y me dijo: “Le pido que no lo divulgue, por favor, pero yo era aquel despachador, pero ahora, gracias a los adelantos en las cirugías estéticas, por fin soy feliz”.

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