Aquel
día había iniciado como cualquier otro; nada más ordinario que un jueves por la
mañana; el reloj despertador, el café hirviendo, las noticias, el tráfico, las
prisas, los gritos, en fin, un típico día.
Como era habitual, ya se me estaba
haciendo tarde para ir al trabajo. No es nada sano dormir tan noche y pretender
despertarse temprano, y mucho menos con la tensión de tener que entregar el
reporte de actividades antes de las siete de la mañana, para que sea lo primero
que mi jefe vea al llegar, claro está, a las ocho o nueve. A veces me parecía
que él no era tan severo como su “diabólica secretaria”, a la que uno no podía
ni siquiera observar de reojo, porque ella nos detectaba de inmediato, no sé
cómo, y castigaba a cualquiera con trabajo extra. En definitiva, ella era el
látigo de la empresa.
Una vez más saldría desvelado y sin
desayunar, a enfrentarme a ese mar de personas con mirada perdida, que
navegaban como ciegos, incluso con más prisa que yo. No importaba quién pudiese
estar en el camino, si no aprendes a moverte con rapidez, no dudaría ni un
segundo en suponer que sería el tapete de más de un zapato.
Pese a la hora, la panadería ya
estaba abierta y exhibía en su mostrador una hermosa y redonda dona de
chocolate, que por un instante me pareció el objeto más tentador del universo,
hasta que mi reloj de pulsera, cual capataz de bolsillo, me indicó que no tenía
tiempo qué perder, y ya habría oportunidad después para satisfacer las
exigencias de mi estómago.
Por fin, en la oficina, logré
entregar mi reporte, apenas un segundo antes de que la “secretaria diabólica”
llegara a recoger la carpeta de expedientes que aguardaban encima de su
escritorio. Sólo entonces pude respirar tranquilo e ir por un café y algunas
galletas, para aguantar el hambre hasta la hora de comer.
El trabajo fue tan rutinario como
siempre; presiones, intrigas, chismes de pasillo. Las mismas amenazas de
siempre y las mismas noticias pesimistas que día a día nos recordaban los
medios de comunicación; cada vez más muertes, asaltos, crisis, desempleo,
guerras, protestas, incremento en el precio de los combustibles, escasez de
alimentos, en fin, la misma canción de cuna que cada noche nos espantaba el
sueño, y nos acompañaba hasta la muerte de un nuevo “amanecer”.
Comí sin ganas y me quedé con
hambre. Mi estómago reclamaba un banquete, pero tenía un nudo en las entrañas
que no me dejaba ni un segundo, además de que sólo tenía tiempo de darle un
aperitivo, porque el jefe quería que termináramos el proyecto del siguiente
año. Ya cenaría con calma al llegar la noche, o al menos eso era lo que todos
los días me repetía en silencio, pese a saber que llegaría tan cansado que
podría darme por bien servido si no tenía que cenar “más trabajo”.
Poco a poco el reloj se fue comiendo
las horas, mientras la jornada devoraba mi espíritu. Hasta que por fin
terminamos lo encargado y, más muerto que vivo, entregué el nuevo reporte,
aflojé mi corbata, tomé mi abrigo y salí de la oficina, con dirección al tren
elevado.
Una vez más me estaba esperando ese
océano de personas, con rostros fatigados que marchaban como en “cámara lenta”.
Aún no terminaba de oscurecer, y pese a que el cielo nos estaba regalando un
espectáculo de luces, colores y sombras dibujadas en las nubes, dudo que
alguien más lo apreciara. Hasta que un destello, tan potente como el sol,
atrapó la mirada de todos: “una explosión”. Pero no cualquiera, sino una
detonación que jamás pensé que vería en persona, tan trágicamente célebre por
fotografías de la segunda guerra mundial, y más de un film.
Ese jueves jamás me pasó por la
cabeza que fuese a ser mi último día. De haberlo sabido, tal vez sí me hubiese
comido esa dona de chocolate en la mañana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario