domingo, 7 de diciembre de 2014

Un día ordinario

Aquel día había iniciado como cualquier otro; nada más ordinario que un jueves por la mañana; el reloj despertador, el café hirviendo, las noticias, el tráfico, las prisas, los gritos, en fin, un típico día.
            Como era habitual, ya se me estaba haciendo tarde para ir al trabajo. No es nada sano dormir tan noche y pretender despertarse temprano, y mucho menos con la tensión de tener que entregar el reporte de actividades antes de las siete de la mañana, para que sea lo primero que mi jefe vea al llegar, claro está, a las ocho o nueve. A veces me parecía que él no era tan severo como su “diabólica secretaria”, a la que uno no podía ni siquiera observar de reojo, porque ella nos detectaba de inmediato, no sé cómo, y castigaba a cualquiera con trabajo extra. En definitiva, ella era el látigo de la empresa. 
            Una vez más saldría desvelado y sin desayunar, a enfrentarme a ese mar de personas con mirada perdida, que navegaban como ciegos, incluso con más prisa que yo. No importaba quién pudiese estar en el camino, si no aprendes a moverte con rapidez, no dudaría ni un segundo en suponer que sería el tapete de más de un zapato.
            Pese a la hora, la panadería ya estaba abierta y exhibía en su mostrador una hermosa y redonda dona de chocolate, que por un instante me pareció el objeto más tentador del universo, hasta que mi reloj de pulsera, cual capataz de bolsillo, me indicó que no tenía tiempo qué perder, y ya habría oportunidad después para satisfacer las exigencias de mi estómago.
            Por fin, en la oficina, logré entregar mi reporte, apenas un segundo antes de que la “secretaria diabólica” llegara a recoger la carpeta de expedientes que aguardaban encima de su escritorio. Sólo entonces pude respirar tranquilo e ir por un café y algunas galletas, para aguantar el hambre hasta la hora de comer.
            El trabajo fue tan rutinario como siempre; presiones, intrigas, chismes de pasillo. Las mismas amenazas de siempre y las mismas noticias pesimistas que día a día nos recordaban los medios de comunicación; cada vez más muertes, asaltos, crisis, desempleo, guerras, protestas, incremento en el precio de los combustibles, escasez de alimentos, en fin, la misma canción de cuna que cada noche nos espantaba el sueño, y nos acompañaba hasta la muerte de un nuevo “amanecer”.
            Comí sin ganas y me quedé con hambre. Mi estómago reclamaba un banquete, pero tenía un nudo en las entrañas que no me dejaba ni un segundo, además de que sólo tenía tiempo de darle un aperitivo, porque el jefe quería que termináramos el proyecto del siguiente año. Ya cenaría con calma al llegar la noche, o al menos eso era lo que todos los días me repetía en silencio, pese a saber que llegaría tan cansado que podría darme por bien servido si no tenía que cenar “más trabajo”.
            Poco a poco el reloj se fue comiendo las horas, mientras la jornada devoraba mi espíritu. Hasta que por fin terminamos lo encargado y, más muerto que vivo, entregué el nuevo reporte, aflojé mi corbata, tomé mi abrigo y salí de la oficina, con dirección al tren elevado.
            Una vez más me estaba esperando ese océano de personas, con rostros fatigados que marchaban como en “cámara lenta”. Aún no terminaba de oscurecer, y pese a que el cielo nos estaba regalando un espectáculo de luces, colores y sombras dibujadas en las nubes, dudo que alguien más lo apreciara. Hasta que un destello, tan potente como el sol, atrapó la mirada de todos: “una explosión”. Pero no cualquiera, sino una detonación que jamás pensé que vería en persona, tan trágicamente célebre por fotografías de la segunda guerra mundial, y más de un film.

            Ese jueves jamás me pasó por la cabeza que fuese a ser mi último día. De haberlo sabido, tal vez sí me hubiese comido esa dona de chocolate en la mañana. 

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