domingo, 15 de noviembre de 2015

Esperanza

Esperanza remoja sus recuerdos en el café que se enfría entre las hojas de otoño, perfumado de nostalgia y canela, endulzado con miel espesa y uno que otro poema de primavera e invierno. Su sonrisa se dibuja en el pensamiento, mientras su pelo y el viento juegan, acariciando su cuello desnudo, como las gotas de lluvia que bañan a las piedras, como suspiros del tiempo.
            Más allá de todo, el enjambre que hacía nido en su cabeza se disipa, se evapora y se mezcla con las nubes negras que la ven desde lejos, estratos de muerte, cúmulos de descontento, que eclipsan los cirrus de buenaventura, cada vez más difusos, como nimbostratos de desolación y peste.
            Del otro lado del mundo, la muerte se ha vestido de odio, fuego y pólvora, mientras en nuestros campos sigue en harapos de pobreza, miedo, sed y hambre.

            Esperanza remoja sus recuerdos en la sangre que se escapa, de los cuerpos sin vida, sin nombre, sin Dios ni dioses, sin banderas ni credos, sin templos ni mezquitas, sin hoy y sin mañana. Sólo el ayer, arrancándole a la historia un fragmento de su vida, empapando de dolor la tierra y el agua, que hiede a odio y venganza. 

En el fondo

 En el fondo espero que todo haya sido un mal entendido, un error, un accidente, una pesadilla. Pero en la superficie aún tiemblo, como un estanque al que han arrojado una piedrecilla, con el único propósito de generar ondas.
Todo se confunde y difumina; no alcanzo a comprender qué fue lo qué pasó, ni cómo es que todo terminó de esta manera entre nosotros. Hace sólo unos días parecía que habíamos nacido para estar juntos, pero ahora, busco tu imagen y sólo veo el cielo, las nubes y mi reflejo distorsionado, mientras tú sigues ahí, en el fondo, y con la mirada en blanco.

Hasta siento que me observas, casi como si aquel último acto fuese tu venganza suprema. Aquel día dijiste que jamás podría borrarte de mi cabeza, que no serías una más, como la otra, y pensé que alardeabas. Ahora te veo ahí, perdida entre las aguas, y pese a saber que no tuve la culpa, sé muy bien que en el fondo fui yo, quien te dejó ahí. 

Carne

-I-
Mi trabajo es rutinario, en algunas ocasiones un poco dramático, pero en lo general aburrido. Así me gusta, digamos que nunca he sido partidaria de las emociones fuertes o excitantes, por eso dejé la ciudad y busqué mi camino en otro sitio; uno mucho más apacible, tranquilo y natural. Un lugar donde pudiera ser lo que quiero y no lo que los impulsos me obligaran a ser.
            Soy trabajadora social y la mayoría de mi tiempo laboral lo invierto en llenar formularios, almacenar expedientes y organizar papeles, pero de vez en cuando hay que corroborar que lo señalado en dichos documentos correspondan con la realidad descrita, por lo que a veces he tenido que abandonar la oficina para constatar que las direcciones existan, que las personas realmente habiten ahí, en verdad necesiten el apoyo que solicitan o si hacen un uso adecuado de la ayuda prestada. En fin, rondas que en la mayoría de las ocasiones no me toman más que un par de horas.
            Hoy es uno de esos días. Al parecer un padre de familia reportó a uno de sus vecinos, lo acusa de mantener cautivo a un niño, que presumiblemente es su propio hijo. En la escuela no saben nada del muchacho desde hace casi seis meses y ni el padre o la madre han acudido a los citatorios de los directivos del colegio. Si bien no se le puede obligar a nadie a darle educación elemental a su propio hijo, y mantener en “cautiverio” a quién sea, debería ser un asunto que les correspondería a la policía y no a mí, las autoridades prefiere ser “sutiles” al respecto, y por eso tengo que ser yo la que vea la validez o falsedad de las acusaciones. Lo cual, de entrada no pinta nada bien, pero bueno, es mi trabajo. Sólo espero que no se me salga de las manos.

-II-
El padre se hace llamar Isaac y la madre María, el niño se llama Andrés y según la escuela tiene diez años, por lo que quizás el motivo de su deserción académica no sea necesariamente de los padres, sino de él y las circunstancias del país, que exigen que cada vez más jóvenes abandonen los estudios en pos de obtener un trabajo, mal pagado y en ocasiones denigrante, pero “trabajo” al fin de cuentas, en búsqueda de un ingreso que ayude a sobrevivir a la familia.
            El barrio donde habitan es de clase baja, el tipo de zona en la que hay un sinfín de vagabundos, pero ni un solo limosnero, ya que nadie porta ni un quinto para regalárselo al otro, por lo que en vez de pedir, intimidan o roban. Lo bueno es que nunca salgo con más dinero del que necesito y mi auto lo dejé en el trabajo, por lo que sólo cargo con lo suficiente para pagar el autobús que me lleve de regreso a la oficina.
            La vivienda es lo que esperaba; láminas, cartones y unos cuantos blocks. Lo que me hace suponer que las circunstancias son lo que me esperaba y que la deserción del niño más que un acto de negligencia familiar, es uno más de los crímenes que el Estado comete contra la población más desprotegida. La buena noticia es que no estaré mucho tiempo por acá.
            Toco la lámina que hace las funciones de puerta y una mujer en el interior me grita, solicitando que me identifique. Yo lo hago y me responde el silencio. Vuelvo a tocar y después de un minuto, me abre la puerta un hombre enorme, casi de dos metros, que ha de pesar más de ciento cincuenta kilos.
            –¿Qué es lo que quiere? –me pregunta con brusquedad e intimidantemente.
            Yo contengo mis emociones y le respondo; pausada y cordialmente. Pero él no parece satisfecho. De reojo observo el muladar que él ha de llamar hogar y vuelvo mi vista a ese hombre, sobre todo a su mano, que porta un cuchillo manchado, tal vez con sangre.
            –Creo que ya ha visto suficiente –agrega y me sujeta de la mano.
            –No cometa una tontería, se lo suplico, todos en mi oficina saben que vine a este lugar, y si no me reporto en media hora, de seguro vendrá la policía a buscarme –le digo, tratando de sonar convincente.
            Pero sólo obtengo risas, tanto de él como de la señora, quien me observa desde una mecedora, donde aparentemente está desollando lo que parece un animal, pero que poco a poco me percato que son extremidades humanas.
            –Aquí nadie te va a buscar. Mujer estúpida. A este lugar ni siquiera entra la policía o el ejército. Y nadie sale, al menos que yo lo diga. Y tú no saldrás viva, mucho menos entera. –Señala y me da un golpe que hace que todo se ponga negro.

-III-
Despierto en un  cuarto salido de una película de horror; huesos rotos por todas partes, sangre en el techo, restos de carne hasta en las paredes y un niño, que corresponde a la descripción de Andrés, encadenado en un rincón, en cuclillas y mordisqueando lo que parece ser una rata. Siento que todo me da vueltas y si no fuera por un repentino ardor en mis muñecas, no me hubiese percatado de que yo también estoy encadenada.
            Entonces quiero gritar, pero sé que no debo perder la calma. Debo dejar de pensar sólo en mí y centrar mi atención en Andrés, quien me ve y suelta el pequeño cadáver de su presa. Al parecer no está tan sometido como yo pensaba, ya que poco a poco, y aún en cuclillas, se hace camino entre los restos humanos, hasta llegar a mí. Me mira curioso, como si nunca hubiese visto a una mujer antes. Lo cual me invita a pensar que quizás este niño no es quien yo pensaba. Se comporta como un salvaje, no habla ni intenta comunicarse, sólo arrastra sus cadenas, mira mis piernas, toca mis manos y observa las suyas.
            –Veo que ya conociste a Aarón –dice una voz infantil, desde el otro lado de la habitación.
            –¿Qué? ¿Quién eres tú? –le pregunto titubeante.
            –¿No lo sabes? Yo soy Andrés. –Responde y se acerca, con un enorme cuchillo entre sus manos, semejante al que portaba el que seguramente es su padre, y un pequeño costal.
            –¿Por qué hacen esto? ¿Qué le han hecho a este pobre niño? –inquiero, a punto de perder la calma.
            –Al principio por necesidad; las cosas cada vez se ponen más difíciles en todas partes y hay que aprender a “devorar” a los otros, antes de que ellos nos devoren primero. Después fue por “poder” y, como ya habrás aprendido, no hay poder más grande que el miedo. Y ahora hasta somos un mal necesario; eliminamos los excedentes incómodos y las autoridades no se meten con nosotros, tal vez por el mismo “miedo”. De hecho, aquel padre de familia que motivó su presencia en este sitio, ya aprendió su lección. No creo que vuelva a meterse en lo que no le importa, al menos que quiera perder a alguien más, además de a su esposa –me cuenta, como si fuera una proeza, al tiempo que saca la mano cercenada de una mujer del costal.
–Debo admitir que en lo personal encuentro muy insípida la carne blanca, pero ésta no estuvo tan mal. Sin duda mamá sabe cómo preparar la comida. –Agregó, antes de arrojarme la mano, como si fuera un perro al que le arrojan un trozo de carne.
            –Tal vez tengan intimidadas a las autoridades y al pueblo entero, pero a mí no me asustan, ni tu padre, ni tu madre, ni tú, ni tu mascota –le digo, señalando con la mirada al otro niño. –Y ya me cansé de sus juegos.
            –Jajajaja, la verdad, no creo que estés en posición de exigir nada, y no acostumbro negociar con la comida. –Responde y se me acerca intimidantemente.
            Entonces me rindo. Dejo de luchar contra mi naturaleza y me limito a sentir cómo la sangre se agita en mis entrañas, hasta que es liberada de un tajo en el pecho. Ya es demasiado tarde, para ellos.
            Al principio sólo escucho sus risas, ahora acompañadas por Isaac y María. Tengo a la familia completa de testigo y yo ardo en presentar mi mejor acto de supervivencia. La herida en mi pecho duele y arde, tanto que hasta me resulta incómodamente placentera. Les regalo un quejido y me contengo, hasta el punto en que no puedo más que soltar un aullido.
            Mis cadenas no duran mucho tiempo, mientras la metamorfosis termina por apoderarse de mi consciencia. Ya no puedo controlar mis actos, sólo me limito a sentir y observar a la bestia que había estado dormida en mi cuerpo, desde el mismo día en que nací. Siento cómo se rompen las cadenas, se desgarra mi piel humana, se reacomodan los huesos y mi uniforme termina hecho jirones. Saboreo el olor a sangre, sudor y miedo. Lo admito, me excita el terror que reflejan en sus ojos. Ponen resistencia, pero es inútil.
Primero decapito a Isaac, de un simple golpe. Sigo con María, quién me ve inmóvil y aterrada; le reviento las entrañas con mis garras y la dejo viva, para que vea cómo termino con el resto. Andrés es el siguiente; pequeño arrogante que se defeca en los pantalones con sólo sentir mi aliento en su cara. No demoro mucho y le arranco la garganta de un mordisco. Entonces temo por Aarón, él no tiene la culpa de nada, es sólo una víctima más de estos locos, pero yo ya no tengo el control sobre mi cuerpo, sino la bestia.
            Aúllo con tal fuerza que los huesos alrededor se sacuden. Por un segundo recupero las riendas y me dispongo a marcharme, pero el inconsciente niño me ve como una rata gigante y se abalanza contra mis piernas. De nuevo pierdo el control y cierro los ojos, pero no puedo evitar sentir cómo mis garras destrozan el cráneo de aquel pequeño.
            Entonces despierto. Bañada en sudor y con el corazón que me quiere salir por las orejas.

            Sé que lo he dicho muchas veces antes, pero ahora sí va en serio; no vuelvo a cenar tan tarde y mucho menos carne. 

La enfermera

Hace unos meses, la enfermera que me había estado auxiliando por años, se lastimó una pierna y desde entonces ha estado en convalecencia, en espera de que suelde completamente su tibia. Por ello me vi en la penosa necesidad de colocar un anuncio en el  periódico local, en el que solicitaba a una persona calificada para ayudarme en el consultorio.
            Sorpresivamente respondieron varias a la convocatoria, entre ellas, una joven que además de desbordar entusiasmo y capacidad, sobresalía por su belleza física. Yo sabía que contratarla se vería con suspicacia, pese a su currículum, pero me arriesgué y le di el trabajo.
            Se llamaba Irene y era justamente lo que había estado buscando; ya que no sólo era eficiente, sino además trataba con amabilidad a los pacientes, lo que hacía mucho más amena la consulta, tanto a ellos como a mí. Recuerdo que incluso llegué a agradecer el desafortunado incidente de mi anterior enfermera, y la verdad ya no tenía tanta prisa para que se recuperara.
            Todo cambió el día que llegó mi esposa de visita al consultorio, para dejarme unos expedientes que había dejado por distracción sobre el escritorio de la casa. Entonces Irene me pareció otra persona; se movía con torpeza, tartamudeaba, en fin, hasta derramó el café sobre mis zapatos.
            –Esta chica está muy rara, ¿seguro que era la persona adecuada para el trabajo, o sólo te fijaste en su físico? –me preguntó mi mujer, con cierto tono intimidante.
            –La verdad no sé qué pasa. Ella no suele ser así, de hecho ha sido mucho más eficiente que la otra –le aclaré.
            –Pues yo creo que le incomodó que te viniera a visitar. Para mí que esta muchacha tiene otras intenciones contigo –sugirió, con cierta molestia en el rostro.
            –Pero ¿qué dices? Claro que no. Ya estás imaginando cosas –le respondí, tratando de sonar convincente.
            –No seas necio, mira como nos ve, desde lejos, y parece no soportar ni mi mirada. Sin duda mi presencia le molesta y eso tal vez te halague, pero a mí me incomoda. Despídela –me susurró, con una sonrisa retadora, y se marchó.
            Yo no sabía qué hacer. Las sospechas de mi mujer me parecían ridículas, pero no podía sacarme sus palabras de la cabeza y, como suele suceder, después de un rato, también empecé a notar sospechoso el comportamiento de Irene, quien, como había sugerido mi esposa, parecía esconder su mirada de la mía.
            –Irene –la mandé a llamar, y ella llegó tropezándose con todo lo que tuvo enfrente. –Aprovechando que no tenemos pacientes, quiero preguntarte algo.
            –Lo que guste doctor –respondió tímidamente y refugiando su vista en las paredes y el techo.
            –Noté que te perturbó un poco la presencia de mi esposa en este lugar.
            –No doctor, ¿cómo cree? –Dijo con una sonrisa nerviosa –sólo estoy un poco distraída, nada más.
            –No te preocupes, yo sé que eres una excelente enfermera. Pero quiero que seas honesta conmigo. No temas decir lo que piensas –le dije, pero ella se quedó callada.
            –Niña, lo que sientes es normal, a veces las circunstancias nos hacen percibir cosas que nos pueden incomodar,  pero entiende que es cuestión de química. No es porque le quiera quitar el romanticismo a la vida, pero las hormonas suelen hacernos experimentar cosas que realmente no aceptaríamos en otras circunstancias. Sólo quiero que sepas, que sea cual sea la razón de tu torpeza espontánea, quédate tranquila, que se quedará entre nosotros –le dije y ella pareció confortada.
            –No sabe lo que le agradezco sus palabras. Sin duda cada vez lo admiro más, no sólo como médico, sino como ser humano. No creo que otro hombre reaccionaría así, después de que notara que su enfermera se ha sentido atraída por su mujer –dijo y yo me quedé helado. Después la despedí.                                      

No leas esto

Mi nombre es intrascendente. He tenido tantos a lo largo de mi existencia, que la verdad ya no me acuerdo cómo fue que me llamaron por primera vez. Desde entonces he estado de aquí por allá, en tantos sitios distintos, que incluso algunos consideran que soy omnipresente. Pero lo cierto es que ni la mitad de las cosas que me atribuyen son de mi autoría, sino del “libre albedrío” de los humanos. En fin… “haz fama y échate a dormir”, como dicen por ahí.
            La vida nunca ha sido sencilla, pero ahora son tantas las personas y tantos los intereses, que ya no es suficiente sobrevivir, y se ha vuelto fundamental aplastar al otro, sin importar quién sea él o ella. La envidia, los celos, la ira, herramientas que cargan armas que no sólo lastiman, sino que también matan.
            La muerte, por otro lado, es justa. Arrasa con todo. A ella no le importa cuánto dinero traigas en la cartera o qué has hecho con tu vida; bien podrías haber sido un vago, un ladrón, o un deportista cuyo único vicio fue vivir intensamente. Tal vez ella es lo único en esta vida que es verdaderamente “parejo”. Por eso la he hecho mi aliada, mi compañera de trabajo, hasta que ya no haya más por hacer, o ella quiera llevarme consigo para siempre.
            No sé cuánto tiempo he estado rondando por estos oscuros rincones, estos confusos párrafos y estos viejos libros deshojados. Aunque últimamente he sido más un espectador de esta ridícula existencia; el ir y venir de esas olas de gente, que ignoran que yo sigo aquí, en espera del momento preciso para regresar a escena y robarme los aplausos, su sangre, su carne y su alma. Pero como señalé hace un momento, “ni la mitad de las cosas que me atribuyen son de mi autoría”.
            De hecho, últimamente he estado explorando nuevos horizontes. Si bien la rutina es más o menos la misma, la cosecha de almas ya no es tan gratificante como solía serlo. Antes buscaban mis servicios a cambio del verdadero amor, inconmensurables riquezas, poder, inmortalidad, juventud eterna, etcétera. Pero ahora no, con eso de que muchos ya no creen en la existencia del alma, ya la venden por cualquier cosa; el otro día incluso me llevé una a cambio de una paleta de limón. Claro está, al solicitante le supo mucho más la paleta que le dí, que a mí su insípida alma. Por eso ya no sólo las compro, de hecho prefiero robármelas. Soy sutil. Tampoco ando por ahí como un político en funciones, apañándome todo lo que se me ocurra. Yo sé respetar las reglas, por eso sólo le robo a aquellos que de todos modos terminarán en mis garras; mentirosos, descorteses, hipócritas, e incluso aquellos que no saben respetar una simple cláusula; como no subir los pies en los muebles, no escupir en las ventanas, no tirar basura en la vía pública, en fin.

Por ejemplo ahora mismo le he estado echando el ojo a una persona en especial. Sí…, a ti. Que no has dejado de leer este texto, a pesar de la advertencia. Por desgracia, para ti, ya es demasiado tarde, pero no te preocupes, sólo anotaré tu nombre en una lista, y cuando menos te lo esperes te realizaré una visita. Hasta entonces, sigue leyendo. Total, ya qué más da.