domingo, 7 de diciembre de 2014

Elena

Aún no sé qué es lo que pasó. No hay noche que no despierte con esa horrible pesadilla, cada vez más grotesca y confusa. Lo único que sé es que todo esto empezó a finales del año pasado. Elena, mi esposa y nuestros dos hijos, Diego y Santiago, nos hospedamos en un hotel de la Bahía de las Azucenas. Si bien no era el más lujoso de la zona, era un lugar muy especial para nosotros, ya que ahí fue donde ella y yo pasamos nuestra luna de miel.
Llevábamos meses preparando el viaje, y la verdad no sabría decir si era ella, los chicos, o yo quién estaba más entusiasmado. Todo era tal cual lo recordaba; como aquella primera vez en que éramos sólo dos los que dejábamos nuestras huellas grabadas en la arena.
Aquel día era el sexto de nuestras vacaciones y todo había iniciado normalmente; los cuatro fuimos a la playa a ver el amanecer, y mientras Elena y yo refrescábamos recuerdos, y nuestros pies hacían lo propio con la caricia de las olas, Diego y Santiago aprovechaban para hacer agujeros en la arena. Como le digo, todo era normal, y ni por un instante se me ocurrió que ese día habría de ser el último que pasaríamos juntos.
Después de desayunar y de dar un paseo por la bahía, volvimos al hotel para bañarnos en la piscina. No era un sitio especialmente turístico, y no habíamos más de diez familias en todo el lugar, por lo que la alberca era lo suficientemente amplia para todos. Santiago fue el primero en darse un chapuzón, seguido inmediatamente por Diego, mientras yo trataba de convencer a mi esposa de entrar con nosotros.
–Yo los veo desde acá, bien sabes que no me llevo muy bien con el cloro de las piscinas –me dijo y se acomodó en una silla, con una sonrisa que hacía imposible discutir con ella.
Cuando mezclas agua y niños, el tiempo pasa volando, y antes de que nos diéramos cuenta ya era hora de la comida, y Elena, como buena madre nos lo hizo saber, y aún con regañadientes, sacamos a los chicos de la alberca para que se dieran un duchazo y nos fuéramos al comedor. Ella se adelantó con ellos al cuarto, mientras yo recogí sus gorras, y aproveché para ir a recepción para confirmar un lugar para la cena de año nuevo.
Recuerdo que subía las escaleras, cuando Elena ya bajaba, pero sola. Eso llamó mi atención y le pregunté por los niños.
–Ellos siguen en el cuarto, se están cambiando y me dijeron que querían esperarte, ya ves cómo son –me dijo, regalándome un beso en los labios.
–Posiblemente me demore un poco duchándome, por lo que, si quieres, tan pronto suba te mando a los niños para que vayan escogiendo una mesa –le sugerí, y ella me respondió con una sonrisa y un guiño.
Ya enfrente de la habitación toqué en repetidas ocasiones la puerta, sin obtener respuesta del interior, lo cual tomé como una broma de mis pequeños.
–No sean así, que su mamá ya los está esperando allá abajo –les dije, fingiendo enojo, pero no hubo respuesta.
En eso, llegó la vigilancia del hotel, y me hizo a un lado, argumentando que varios huéspedes habían reportado gritos y disturbios en la habitación.
–Debe ser un malentendido. Mis hijos me están jugando una broma, y la verdad no creo que yo estuviese creando un “escándalo” como para alarmar a los demás huéspedes –les dije, pero no me hicieron caso y entraron al cuarto.
Nada me hubiera preparado para ver lo que me esperaba del otro lado. Las paredes, la alfombra y hasta el techo escurrían sangre y restos humanos. En el baño estaban los cuerpecitos destrozados de mis dos pequeños, y en la cama yacía el cadáver mutilado de mi mujer. Todo era una pesadilla, no podían ser ellos, no podía ser ella; la acababa de encontrar en las escaleras, no era posible que estuviera ahí… destazada, de hecho aún tenía el sabor de su lápiz labial en la boca.
Yo sentía como si cada gota de mi sangre se me escapara por los poros. Aún así, salí corriendo con el objeto de reencontrarme con ella, ante el desconcierto de los vigilantes. Pero abajo sólo me encontré con una versión magnificada de mi propia habitación; por todos lados, desde la recepción hasta el comedor, yacían cuerpos mutilados, incluso algunos flotando en la piscina, tiñéndola completamente de rojo.
Entonces la volví a ver; sin duda era ella: “Elena”, que me sonreía rodeada de cadáveres y muy cerca del mar. Después me guiñó el ojo, me dio la espalda, y no sé si lo soñé o fue un juego de mi mente, pero me pareció que antes de sumergirse, su cuerpo se abrió como los gajos de una naranja, y entre borbotones de sangre vi juguetear unos tentáculos, que se hundieron en un burbujeo escarlata.
– ¿Y usted cree que alguien le va a creer eso? –me dice el abogado– Perdóneme, pero ni siquiera yo, que tengo como deber defenderlo, me trago esa mentira. Mire, si no es honesto conmigo, no creo que podamos hacer nada con su caso.
–No le miento. ¿Usted cree que yo soy físicamente capaz de asesinar a tantas personas, incluyendo a mi familia?
–No, la verdad lo veo muy difícil, y eso es algo que tiene a su favor, pero entienda que usted es el único sobreviviente de esa masacre, lo que lo vuelve una pieza clave para entender qué pasó, porque ni siquiera los guardias de los que me habla en su relato corrieron con la misma suerte, ya que fueron encontrados muertos, escaleras abajo y en circunstancias semejantes al resto de las víctimas. Pero entienda que lo que me cuenta es una locura. Y el problema es que el examen psicológico me dice que usted no padece de ninguna enfermedad mental. Por lo que si nos presentamos con su versión y el examen, no sólo lo van a condenar, sino que jamás me volverán a asignar ningún caso, y yo necesito el trabajo –me dice, con la honestidad temblándole en los ojos.
Él no me cree, y la verdad es que no le culpo. Pero en eso, el guardia le hace una seña al abogado, quien se dirige a él, para que le diga algo al oído.
–Parece que usted no quiere que lo ayude ¿verdad?
–No entiendo –le respondo.
–Hace un instante me dijo que su esposa fue asesinada por… “esa cosa” ¿no es así?, pero ahora el guardia me informa que usted tiene una visita. Y ¿adivine quién es? –me dice con una mueca en la cara.
–No, eso es imposible. Elena está muerta. ¡Yo la vi! Su cuerpo estaba mutilado, al igual que el de mis hijos, pero era ella; sus manos, sus piernas, su pelo, su cara. ¡Era ella! –le digo, pero no me hace caso y me deja con la palabra en la boca.

Al poco rato veo a mi esposa cruzar por enfrente de la puerta de cristal; me ve, se sonríe, me guiña un ojo, me saluda juguetonamente con los dedos, le da un beso al vidrio, dejándome ver unos diminutos filamentos, que se mueven como tentáculos que se abrieran paso entre sus labios, al tiempo que me enseña la cabeza cercenada del abogado, aún escurriendo sangre por sus ojos, boca y oídos.     

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