Cada
vez que el cielo se desborda en llanto, el mar ruge imponente y el faro se
enciende en el acantilado, Carolina sale a esperar la llegada del marino que la
dejara sola. Se le mira frágil y poderosa, desafiando a la lluvia con un simple
paraguas, que la protege de las lágrimas del cielo, pero no puede hacer nada
contra las que resbalan sobre su pálida cara.
Hace años que ella no sabe nada de
él, desde aquella mañana que le vio zarpar del viejo muelle, a una aventura sin
destino. Pero Carolina no pierde la esperanza de volverlo a ver, aunque sea de
lejos, como una sombra más que se dibuja caprichosamente ante la centella de un
rayo.
No hay rencor en su corazón, pese a haber sufrido tanto por
su abandono. En su pecho sólo alberga compasión, esperanza y perdón. Aunque
parece inevitable que la soledad y tristeza oscurezcan su mirada.
El mar, la lluvia, la escollera y el faro son sus testigos y
compañeros de guardia, mientras las olas rompen el silencio de su corazón con
su propio latido, trayendo a su memoria momentos de amor, dudas, celos, luz y
tormenta.
Muy en el fondo, ella sabe que él no volverá. Pero ignora si
fue el mar quien lo reclamó antes de llegar a puerto, o acaso habrá sido la
tierra quien lo devoró primero. Por lo que sólo guarda silencio, cierra los
ojos e intenta percibir su presencia en la frialdad de la lluvia, la
agresividad del mar, la dureza de la piedra, o la luminosidad del faro.
Suspira y se deja llevar por sus pensamientos. Trata de no
saber nada más, e incluso olvidar la razón por la que sigue ahí, pese al dolor
inclemente en su pecho y la memoria, que le recuerda la herida que él le dejará
antes de irse, por donde no sólo se escapara su amor y su sangre, sino también
su vida.
No recuerda el motivo, ni siquiera la fecha. En silencio
sospecha que todo se relaciona con el vacío que duerme en su vientre, pero
prefiere no pensar en ello. Sólo se deja llevar por el rugir de las olas, la
indiferencia de las piedras, la tristeza de la lluvia, y el silencio de su
corazón.
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