Hay
días que nunca quisiéramos haber vivido; pruebas que parecen haber sido
impuestas por un Dios malévolo que disfruta de nuestro sufrimiento, o
simplemente solemos “exagerar la nota”, y terminamos por hacer que la orquesta
entera pierda el “compás”, cuando en realidad los sucesos adversos no suelen
ser tan “importantes”.
Hace unas semanas tuve un día que
jamás me hubiese gustado experimentar, pero que al mismo tiempo me dejó una
gran enseñanza. Después de cinco años en una relación que jamás pensé que terminaría,
vi naufragar mis expectativas en un océano de mentiras, resumido en un beso
apasionado entre ella, la mujer de mi vida, y su amante. No dejé que me
explicara nada, no era necesario, pese a que mentalmente trataba de buscar una
razón que le diera sentido a ese suceso; desde un momento de debilidad, un
malentendido, hasta hipnosis. Justificaciones que caían como bólidos ante su
recuerdo; frágil y hermosa, derritiéndose entre los brazos de aquel
desconocido.
El mundo se me vino abajo, incluso
ese día ni siquiera fui a trabajar, no tenía caso, ya que el motor que mantenía
en marcha mi existencia se había detenido. Mi vida carecía de sentido y la
oscuridad se apoderó de un mundo de proyectos que había edificado a su lado.
Sólo quedaba el silencio y las huellas de mis pisadas grabadas en un mar de
cenizas.
Caminé por horas, vagué sin destino,
como si quisiera desaparecer del mundo, o incluso de mí mismo. Hasta que el
azar me llevó hasta el metro. Sin pensarlo, empecé a bajar las escaleras de la
estación, sumido en mi miseria y con ganas de terminar con todo de una maldita
vez, quizás entre las mismas vías. Entonces una sombra llamó mi atención y me
obligó a detener mis pasos. Un globo se había escapado de las manos de un
pequeño, de no más de cinco años. El niño trató de brincar lo más alto que
pudo, sin alcanzar su objetivo. Luego bajó la mirada, como lamentando el hecho,
no sé, tal vez incluso se culpó por haber soltado el hilo. Después miró una vez
más al elusivo fugitivo, que se alejaba cada vez más de
su alcance, sonrió para sí mismo y en su media lengua dijo: “Adiósh gobo,
adiósh”.
El pequeño maestro había “hablado” y ese día aprendí la
lección más importante de mi vida, hasta el día de hoy.
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