Ha
sido una jornada pesada, aunque tal vez siempre piense lo mismo. Con toda esta
gente aglomerándose en la estación del metro, como insectos en colmena. Miradas
vacías y llenas de silencio, deseosas de que el convoy arribe. Cansados cuerpos
urgentes de ser los primeros en abordarlo, como si fuese una carrera, como si
al primero que entrase se le otorgara un premio especial que recompensara su
poca paciencia. Sin embargo, no los culpo, después de todo yo estoy aquí,
haciendo lo mismo, pero ya sin la expectativa de encontrar un asiento vacío.
Ahora simplemente me conformo con un lugar que me evite quedarme otra vez
afuera, en espera del siguiente tren, que seguramente también llegará lleno y
vomitando gente.
Las puertas del vagón se abren, como
el telón de un espectáculo, tan hermoso como grotesco. Estación tras estación,
de haber cargado con suficiente dinero, llegaría a casa con un sinfín de
inutilidades de dudosa calidad y aún más dudosa procedencia, las cuales
circulan sin parar y prometen mucho más de lo que valen, por unas cuantas
monedas. Pero no todo es así, también hay arte callejero; payasos,
malabaristas, artesanos, poetas, músicos, cantantes, cuentistas, en fin, todos
ellos deseosos de salir del vagón con una moneda en su bolsillo, conscientes o
no, de que a cambio de ésta habrán dejado una sonrisa de satisfacción en el
rostro de al menos un pasajero.
Afuera, por encima de las arterias y
venas subterráneas que envuelven esta ciudad, las cosas no son distintas. Sé
que me espera ese mar de vehículos que se agolpan, como glóbulos rojos que se
integran sin parar en el torrente sanguíneo, con sus luces destellantes y
cegadoras, hipnotizando a los peatones, quienes no ven el momento de evadir a
esa enorme bestia de mil ojos brillantes, que llega como olas y ruge como un demonio.
Por un segundo cierro los párpados e
imagino los diferentes sonidos que componen el entorno; el agudo claxon del
taxi, el escandaloso concierto de bocinas del microbús, el estruendoso desafío
del camión, y hasta el intimidante bramido de un tráiler. Cada uno tan ruidoso
e insoportable, como las voces deformes que llegan a mi cabeza, carcajadas
vecinas que me obligan a aislarme con un par de audífonos, que me ocultan toda
esa gama de notas musicales que chillan y laceran mis oídos, por su falta de
armonía, y que juntas son una pesadilla que prefiero ignorar, al menos por unos
minutos.
Me duelen los hombros, como si el
mítico Atlas se hubiese cansado de soportar al mundo sobre su espalda, y me
hubiera dejado esa pesada carga a mí solo. Me cuesta trabajo mantenerme en pie,
las piernas me duelen, los pies me arden, como si en vez de concreto y asfalto,
hubiese caminado descalzo sobre brasas ardientes. Mi espalda parece colapsar,
vértebra por vértebra, mientras en mis oídos suena una canción sobre un soldado
que vuelve a casa hecho pedazos.
Sin embargo, no es la gente, ni el
tráfico lo que se apodera de mi pensamiento, ni siquiera es la música que
resuena en mi cabeza, o el implacable reloj, el frío o la oscuridad del cielo,
o saber que mañana me espera la promesa de un día como hoy, o incluso más
arduo. Lo que me mantiene concentrado es la esperanza de que cada paso me lleve
un poco más lejos de todo esto…
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