Cuando
la conocí, sólo era un trocito de carne que parecía querer comerse al mundo con
la mirada. Sus manitas apenas podían sujetar su mantita, pero se abrían como si
quisieran atrapar cada cosa que observase con esos enormes ojos castaños,
herencia innegable de mi mujer. Digo que la conocí, pero la verdad es que
quizás nunca logue tal hazaña; sé que es una parte de mí, un pedacito de vida,
esperado y buscado por amor, y que vino a cambiar absolutamente todo. Pese a
eso, nunca me atrevería a decir que la conozco por completo.
Le llamamos Sofía, aún antes de haberla concebido, con toda
la carga ideológica y académica que semejante nombre conlleva. Mas dudo que
haya sido sólo obra de la casualidad o un mero capricho de nuestra parte,
porque al igual que la “sabiduría”; incontenible, monumental e incontrolable,
ella siempre será el más hermoso de los misterios, al menos para mí.
La soñé tantas veces que cuando
nació ya la sentía como si hubiese estado conmigo toda la vida, sin embargo,
bien sabía que con ella a mí lado, cada día habría de ser una aventura. No
hablo de cazar demonios o cosas así, pero casi, o al menos mi vida ha sido una
montaña rusa desde que la sostuve por primera vez entre mis brazos.
Recuerdo que yo quería protegerla de
todo, aún sabiendo que jamás lo conseguiría, por lo que mejor opté por
alimentar cada neurona, hueso, músculo y vaso sanguíneo de “mi princesa”. De
tal suerte que en mi ausencia, temporal o definitiva, ella fuese capaz de
cuidar de sí misma, sin cadenas que la contuviesen, ni ataduras que le
estorbasen en su camino.
Lloré con ella cuando le salieron
sus primeros dientes, y con su madre el primer día que dejó su hogar para ir a
la escuela. Año con año nuestra bebé se fue volviendo una niña, y a su vez
nuestra niña se fue convirtiendo poco a poco en una hermosa mujer, tan
paulatinamente que a veces no lo notábamos, o quizás sólo fingíamos no darnos
cuenta.
Sus problemas ya no eran tan simples
como antes, pero jamás dejé de brindarle mi apoyo incondicional. Ni siquiera las
veces que era ella misma la que me pedía a gritos que la dejase “sola”. De
hecho, en esas ocasiones era cuando más me mantuve a su lado, envolviéndola con
mis brazos, hasta que su latido encontraba consuelo con el mío.
Sus coletas se fueron quedando atrás,
así como sus osos de peluche, sus muñecas y libros para iluminar. Los dulces
ángeles y tiernos gatitos que decoraban su habitación, cedieron su lugar a
ángeles negros vestidos de cuero, bandas de rock y más de un espejo. Poco a
poco esa pequeña damita que corría de mi mano, fue forjando sus alas para
levantar el vuelo.
Cada vez se parecía menos a la tierna niñita que me hizo
comer un pastelillo de tierra, o me obligase a usar un disfraz de conejo rosa
el día de su cumpleaños. Pero nunca dejó de parecerse a “mi niña”; ese pequeño
trozo de carne, de ojos grandes y sonrisa franca, deseosa de comerse al mundo
con la mirada. Sólo que ahora porta un arete en el ombligo, uno más en la
nariz, un tatuaje en forma de mariposa en el hombro derecho, una calavera en el
izquierdo, y se pinte el pelo de azul.
Sin importar el tono de su pelo, el tipo de ropa que use, o
los tatuajes que decoren su piel, nunca dejará de ser esa eterna desconocida
mía: “Sofía”.
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