Perdido
entre esta maraña de personas que van y vienen sin parar, me regalo un par de
segundos para observar mis manos huesudas, cansadas y arrugadas. No,
definitivamente ya nada es como antes; ahora me cuesta más trabajo subirme al
trolebús, sujetarme de los pasamanos y conservar el paso en las escaleras del
metro, pero fuera de eso me encuentro de maravilla. La verdad no me quejo,
podría, pero no suelo mirar las grietas del suelo cuando aún brilla la luna en
el firmamento. Sin embargo, tengo que admitir que el mundo ha perdido un poco de
nitidez, o al menos últimamente se me ha estado presentando cada vez más
borroso y oscuro; como una mancha roja que ha encontrado placer en dejar su
firma en mi pupila.
Dejo que el barullo se disipe y me
tomo un respiro para contemplar mi propia imagen proyectada en el cristal del
vagón; ya no me parezco al de antes, pero me sigo reconociendo, así como me
identifico con la edad fugaz y pasajera de los demás. Por ejemplo esos chicos
que acompañan mi marcha en este convoy; “pobres”; a veces siento que caminan
como ciegos, ensimismados o apáticos, con la mirada perdida en un sinfín de
pantallas diminutas, donde pareciera que esconden su propia existencia, para
desconectarse de todo…, o quizás para no reconocerse en la antipatía de los
otros. Tal vez como lo haría yo, de no haber nacido en el siglo pasado.
Por otro lado, más allá veo un grupo
de contemporáneos, los cuales temo decir que tampoco son mejores que los
primeros; la inmensa mayoría andan por ahí, con los ojos enfadados, el seño
fruncido, las cabezas agachadas, y una mueca que parece gritar: “vete al diablo
mundo”, muy poco semejante a la que seguramente tendré yo ahora mismo, que
sonrío para mis adentros y susurro: “al diablo con todos”. “Pobres viejos”,
parecen regodearse en su propia miseria. Cada vez que hablo con alguno de
ellos, me queda muy claro que ponderan el pequeño río de sus malestares, frente
al magno océano de sus bendiciones. Cada uno parece estar en peor estado que el
otro, e incluso se molestan cada vez que alguien se atreve a decirle a alguno
de ellos: “Oye viejo, pero qué bien te ves”.
Ahora se me viene a la memoria que en una ocasión se me
ocurrió mandar a bordar mi vieja chaqueta con la frase: “La juventud es una
enfermedad que se cura con los años”, pero después me pareció una mala idea, y
pensé cambiarla por: “Más sabe el Diablo por viejo que por Diablo”. Pero ya no
pienso usar ninguna de las dos, a ambas las deseché por una que he estado
cocinando desde el día de mi cumpleaños. Recuerdo que después de que me reí
como loco al encender y apagar de un par de soplidos las ochenta y cuatro
velitas de mi pastel, tomé un poco de aliento redentor y pensé: “A mis ochenta
y tantos, no me cabe duda de que prefiero la muerte, antes que llegar a viejo”.
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