Las
gotas caen; una a una, como un latido, y el cielo parece llorar conmigo;
lavando mi dolor, refrescando la memoria, opacando la vista, agudizando mis
oídos y silenciando a mi reloj. Mientras la ciudad me regala el perfume de la
tierra mojada, entremezclada con el hedor a cemento y asfalto, al tiempo que el
pasto me devuelve ese olor a vida que se desborda.
Ya no brinco sobre los charcos como
cuando era un niño, pero sigo mojando mi calzado a la menor provocación. Mas no
demasiado, ya no tengo edad para eso, y tampoco tiempo. Tal vez sólo me deje
llevar un poco, por lo que aprovecho las primeras gotas, antes de que el turbio
aceite de los autos, sus llantas y el humo las corrompa a ellas también.
Por un instante soy un árbol, las
bancas del parque, los faroles apagados, los columpios vacíos, el viejo tablero
de baloncesto, y hasta aquel perro callejero que parece tener más prisa que yo.
El agua está helada, como el frío
beso de la muerte, pero no me molesta, todo lo contrario; refresca mis
sentidos, vuelvo a estar vivo y vulnerable, me regresa a la realidad, me
desdobla y se convierte en mi espejo; me desnuda, me rodea con su humedad… por
un segundo…, un minuto…, no sé…, horas. No encuentro placer en medir el
tiempo…, hoy no…, tal vez luego.
Por el momento sólo me dejo llevar por el viento; vuelo
entre las palabras, chapoteo entre las hojas de mi cuaderno y por un latido me
pierdo en ese abismal silencio, al menos el tiempo suficiente para cerrar los
ojos, abrazar a la ausencia y seguir adelante.
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