miércoles, 30 de noviembre de 2011

Ayer

Ayer la volví a ver y me sorprendió poder reconocerla después de tanto tiempo. Hace casi diez años que no sabía nada de ella, pero ahí estaba, parada a unos ocho metros de distancia; la mujer por la que hace una década hubiera dado la vida entera por estar a su lado, pero que ayer no me provocó ni las ganas de acercarme y decirle: “hola”. No pude evitar sentir un leve hormigueo recorriendo mi cuerpo, y cierta perturbación en mis latidos, pero nada nuevo, nada por lo cual tendría que volver la mirada y añorar el pasado.

            Ella vestía un traje sastre color miel, tal vez el mismo, o uno muy parecido al que le gustaba portar cuando quería verse distinguida. De hecho es posible que sólo la haya reconocido por el traje. Recuerdo que siempre criticaba mi forma de vestir, ella predominaba elegancia a comodidad, mientras que en mi vocabulario no había cabida para el significado de la primera palabra.

            Sus zapatos combinaban armónicamente con el conjunto, y su porte me resultó inconfundible, así como la diadema con la que contenía su larga y dorada cabellera. No recordaba que tuviera tantos rizos, y me parece que su pelo era más rubio, pero la memoria a veces nos traiciona, y hace pasar por recuerdos hasta aquellos detalles que sólo sucedieron en nuestra mente.

            Su piel seguía igual de pálida que siembre, y sus ojos… resguardados tras esos anteojos de tonalidad ámbar, ni siquiera me reconocieron. Definitivamente era ella, incluso me parece que cargaba con la misma carpeta donde guardaba los poemas de amor que le llegué a escribir.

Cuando la conocí, algo dentro de mí me gritaba que me alejara de ella. Incluso un día ella me confesó que cuando me conoció, algo le decía que aún no era tiempo y que era demasiado pronto. Recuerdo que hacíamos bromas al respecto, hasta le decía que quizás deberíamos esperarnos unos diez años más, para ver si habría algo entre los dos, o no. Por supuesto que no esperamos tanto, y el tiempo que convivimos juntos fue tan bueno como malo, siendo esto último lo que terminó por separarnos unos años después. Más adelante nos reencontramos, pero ya no era lo mismo, nuestro amor estaba quebrado y aunque intentamos repararlo, ambos sabíamos que se resquebrajaría a la menor provocación. La cual nunca llegó, ni siquiera le dimos la oportunidad, simplemente nos distanciamos hasta no volvernos a ver.

Para mí ella era la “luna”, de hecho a ninguna otra mujer le volví a decir de esa manera, quizás hasta podría asegurar que después de ella no volví a ver la luna de la misma forma. “Luna” era un mote que le quedaba muy bien, no sólo por su blancura y belleza, sino también por su actitud altiva, por no hablar de su vida nocturna. De noche brillaba, de día apenas se notaba su presencia, pero ahí estaba, a sólo unos pasos de distancia, tan bonita como siempre y con esa belleza que sólo los años saben dar a las mujeres.

El caso es que ella seguía siendo la misma, pero yo ya no. Y no sólo hablo del tiempo, que ha sido igual de implacable con los dos, más bien me refiero a todo. Ella era el pasado, y si yo estaba ahí solo, era porque mi presente y futuro había ido al baño; mi esposa, el amor de mi vida, la mujer más hermosa del Universo, al menos para mí, había tomado demasiado té helado y tenía que dejarlo ir. Así como yo tenía que dejar el pasado en su lugar, y agradecer porque el destino me hubiera quitado a la luna, para regalarme a la noche en el pelo de mi mujer y al Sol con cada amanecer a su lado.

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