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miércoles, 30 de noviembre de 2011

Vecinos

Después de casi cinco años de estar vacía, parece que la casa de al lado al fin volverá a ser ocupada. Ha pasado tanto tiempo, que llegué a pensar que nadie habría de interesarse en adquirirla y mucho menos habitarla, al menos hasta que se olvidara todo lo que ahí ocurrió, o no quedara nadie en el barrio que quisiera hablar al respecto.

En ese lugar vivía una pareja de recién casados; ellos eran muy amables y cooperativos con todos, nunca negaban su ayuda, ni se metían en chismes con nadie, eran los vecinos perfectos. Él salía muy temprano en su camioneta y regresaba en la tarde, ella estaba en casa por la mañana, pero salía cuando él ya estaba de vuelta. Sólo los veíamos salir juntos los fines de semana. Era una pareja muy especial, nadie sabía a qué se dedicaban, pero parecía que les iba bien en cuanto a lo económico, incluso cuando celebrábamos alguna reunión comunal, ellos eran quienes siempre se ofrecían a traer la carne para asar, la cual siempre era de primera.

            Todos confiábamos en ellos, pero eso cambió dramáticamente un domingo después de misa. Hacía mucho calor y para ventilar mejor las casas, más de uno optamos por dejar las puertas abiertas, además de las ventanas. La barda de su propiedad es muy alta, por lo que no podíamos ver qué hacían, pero un aroma delicioso traspasó su jardín; estaban cocinando algo exquisito. Yo tenía curiosidad de saber qué era, pero la mejor manera de conservar una buena relación, es no abusar de la confianza, por lo que me aguanté la curiosidad y me conformé con percibir ese encantador aroma, pero el perro de la señora Gómez no fue tan cauto y terminó por colarse en su patio. Al poco rato el bribonzuelo salió con un trozo de carne en el hocico. Todos reímos al ver eso, hasta que el perro soltó su presa, para comer frente a su ama, y ella gritó aterrorizada al ver que ese pedazo de carne era una mano femenina, o fragmentos de ella.

            Inmediatamente llamamos a la policía, temíamos lo peor, pero la verdad es que no nos esperábamos lo que nos aguardaba adentro.

La policía ingresó a la propiedad sin ninguna dificultad, no había seguro en la entrada y lo único que la mantenía fija era un pequeño pasador. Con cautela, los oficiales se aventuraron con sus armas preparadas y sin hacer ruido, la mano era una advertencia suficientemente clara como para no prestarle atención. Abrieron la puerta y escucharon a una mujer tarareando en la cocina. Los policías corrieron a su encuentro y ella soltó un grito al verlos en su casa. El marido llegó de inmediato, con un cuchillo en la mano y con un delantal manchado de sangre, pero fue sometido por los agentes.

En una de las habitaciones refrigerada, los policías encontraron los cuerpos mutilados de al menos una docena de personas, pero lo más desagradable fue descubrir algunos de los órganos faltantes en el refrigerador y en la cacerola que seguía hirviendo en la estufa.

Los demás detalles siguen siendo un misterio que ninguno de nosotros quiere indagar, aunque las especulaciones están a la orden del día. Cada uno tiene sus propias teorías, pero aunque me imagino que yo no soy el único que sospecha que la carne que tantas veces degustamos juntos, no era lo que parecía, hasta ahora no he escuchado que nadie insinúe algo al respecto.

¡Ah… que tiempos aquellos! A veces me pongo a mirar hacia su casa y me pregunto qué hubiera pasado si ese perro hubiese estado amarrado. Pero no lo culpo, olía tan bien aquel guiso que… ¡Bueno! Sólo espero que los nuevos vecinos tengan el mismo gusto culinario.    

Ayer

Ayer la volví a ver y me sorprendió poder reconocerla después de tanto tiempo. Hace casi diez años que no sabía nada de ella, pero ahí estaba, parada a unos ocho metros de distancia; la mujer por la que hace una década hubiera dado la vida entera por estar a su lado, pero que ayer no me provocó ni las ganas de acercarme y decirle: “hola”. No pude evitar sentir un leve hormigueo recorriendo mi cuerpo, y cierta perturbación en mis latidos, pero nada nuevo, nada por lo cual tendría que volver la mirada y añorar el pasado.

            Ella vestía un traje sastre color miel, tal vez el mismo, o uno muy parecido al que le gustaba portar cuando quería verse distinguida. De hecho es posible que sólo la haya reconocido por el traje. Recuerdo que siempre criticaba mi forma de vestir, ella predominaba elegancia a comodidad, mientras que en mi vocabulario no había cabida para el significado de la primera palabra.

            Sus zapatos combinaban armónicamente con el conjunto, y su porte me resultó inconfundible, así como la diadema con la que contenía su larga y dorada cabellera. No recordaba que tuviera tantos rizos, y me parece que su pelo era más rubio, pero la memoria a veces nos traiciona, y hace pasar por recuerdos hasta aquellos detalles que sólo sucedieron en nuestra mente.

            Su piel seguía igual de pálida que siembre, y sus ojos… resguardados tras esos anteojos de tonalidad ámbar, ni siquiera me reconocieron. Definitivamente era ella, incluso me parece que cargaba con la misma carpeta donde guardaba los poemas de amor que le llegué a escribir.

Cuando la conocí, algo dentro de mí me gritaba que me alejara de ella. Incluso un día ella me confesó que cuando me conoció, algo le decía que aún no era tiempo y que era demasiado pronto. Recuerdo que hacíamos bromas al respecto, hasta le decía que quizás deberíamos esperarnos unos diez años más, para ver si habría algo entre los dos, o no. Por supuesto que no esperamos tanto, y el tiempo que convivimos juntos fue tan bueno como malo, siendo esto último lo que terminó por separarnos unos años después. Más adelante nos reencontramos, pero ya no era lo mismo, nuestro amor estaba quebrado y aunque intentamos repararlo, ambos sabíamos que se resquebrajaría a la menor provocación. La cual nunca llegó, ni siquiera le dimos la oportunidad, simplemente nos distanciamos hasta no volvernos a ver.

Para mí ella era la “luna”, de hecho a ninguna otra mujer le volví a decir de esa manera, quizás hasta podría asegurar que después de ella no volví a ver la luna de la misma forma. “Luna” era un mote que le quedaba muy bien, no sólo por su blancura y belleza, sino también por su actitud altiva, por no hablar de su vida nocturna. De noche brillaba, de día apenas se notaba su presencia, pero ahí estaba, a sólo unos pasos de distancia, tan bonita como siempre y con esa belleza que sólo los años saben dar a las mujeres.

El caso es que ella seguía siendo la misma, pero yo ya no. Y no sólo hablo del tiempo, que ha sido igual de implacable con los dos, más bien me refiero a todo. Ella era el pasado, y si yo estaba ahí solo, era porque mi presente y futuro había ido al baño; mi esposa, el amor de mi vida, la mujer más hermosa del Universo, al menos para mí, había tomado demasiado té helado y tenía que dejarlo ir. Así como yo tenía que dejar el pasado en su lugar, y agradecer porque el destino me hubiera quitado a la luna, para regalarme a la noche en el pelo de mi mujer y al Sol con cada amanecer a su lado.

Familia

Quedé embarazada a los diez y seis años, de un hombre sólo un poco mayor que yo, quien juró velar por mí y no desampararme nunca, pero me engañó; pues tan pronto se enteró de la noticia, le perdí la pista, al grado de que me parecía más fácil encontrar a un político honesto en la Cámara de Diputados, que dar con él.

Recuerdo que pensé en abortar, pero no tuve valor, ni corazón para hacerlo. Por suerte mis padres me respaldaron y nueve meses después ya cargaba entre mis brazos a mi pequeña Marisol. Era un gusto tenerla conmigo, pero también sabía que su existencia implicaba muchas más responsabilidades de las que pudiera imaginarme.

Para sostenernos empecé a trabajar de mesera en un pequeño restaurante, pues aunque mis padres me apoyaban, no podía relegarles tal responsabilidad por mucho más tiempo. El salario era poco, pero el dueño y las demás meseras, consientes de mi situación, me daban facilidades para poder atender a mi pequeña el mayor tiempo posible, hasta que cumplió sus primeros dos años.

La inevitable pregunta sobre la identidad y paradero de su padre, sólo se demoró tres años más. Yo no sabía cómo explicarle y le di largas, hasta que al año siguiente el azar me echó la mano, llevando a Gabriel, su padre, justo al restaurante donde yo trabajaba.

Él me reconoció de inmediato, pero no le dio tiempo de reaccionar y salir corriendo, no le sería tan fácil esta vez. Entonces lo encaré. Le dije que no quería nada de él y por mí bien podría seguir escondido por siempre, pero que nuestra hija quería conocerlo. En un inicio me sorprendió su reacción, pues  pareció entender mi circunstancia, pero luego me enteré que Susana, otra de las meseras, era su nueva novia, por lo que no podía quedar como un desobligado frente a ella, y en ese mismo momento acordamos una reunión, a la cual yo estaba segura que no iría, pero me equivoqué.

Gabriel y Marisol parecieron hacer buena química de inmediato, de hecho debo admitir que me sentí hasta un poco rechazada y celosa, no por él, sino por lo amorosa que lucía ella, casi como si él hubiera estado pendiente de su persona por siempre y nunca le hubiese hecho falta.

Desde ese día la relación de los tres cambió; para bien y para mal. Gabriel no volvió a ser mi pareja, pero sí empezó a comportarse como lo que era; el padre de mi hija. Su respaldo era más bien simbólico, pero era mejor que nada. Por otro lado, Marisol empezó a usar a su padre como una arma para hacerme daño, al principio muy sutilmente, pero conforme fue creciendo, se volvió más recurrente, al grado de que no había discusión que no terminara con un “si yo estuviera con papá no tendría este problema” o “con papá estaría mejor” o “papá hubiera hecho esto o aquello”. Por supuesto que eso minaba la autoridad que yo pudiera tener sobre ella, y el hecho de que yo tuviera otra pareja no ayudaba en nada.

Cuando Marisol cumplió siete años, conocí a Gastón, un extraordinario zapatero y aún mejor ser humano, poco después me enamoré de él y nos volvimos pareja al año siguiente. A él no le incomodaba el que tuviera una hija, y de hecho era muy gentil, atento y considerado con ella, mucho más que su padre, pero Marisol no lo aceptaba, ni por accidente.

Ella sabía que su papá y yo nunca más volveríamos a estar juntos, pero quizás veía a Gastón como un obstáculo más entre nosotras. Hacía tiempo que Gabriel ya había formado su propia familia, pero eso no era un problema para ella.

Pasaron los años y cuando Marisol cumplió diez, mi pareja y yo decidimos que ya era tiempo de hacer crecer la familia. Gastón se veía renuente, pues temía que mi hija se sintiera desplazada por el nuevo integrante, pero ella tomó la noticia con mucha alegría. Eso me tranquilizó, hasta que después me aclaró que el motivo de su felicidad se debía a que entonces ella podría irse con su padre, ya que yo le había encontrado un “remplazo”.

Después de que nació Mariana, Marisol cambió de idea y decidió no irse con su padre, para ayudarme a criar a su hermanita. Para ella Gastón seguía siendo un extraño, pero Mariana no, ella era su hermana y la amó desde el primer momento en que la vio, a diferencia de los hijos de Gabriel, ellos eran “harina de otro costal”, solía decir ella.

Las cosas no han sido nada fáciles desde entonces, pero los cuatro nos hemos mantenido juntos, como una familia “normal”. Yo trabajo con Gastón en el taller de zapatos, y Marisol en ocasiones se nos une a inventariar los pedidos y cosas así, o simplemente se entretiene con la pequeña Mariana.

Pero hace unas semanas cambio algo de manera significativa. Marisol, que ya tiene diez y seis años, tuvo una fuerte discusión conmigo. Me pidió permiso para irse de fin de semana con unos amigos que yo no conozco, y evidentemente se lo negué. Ella no lo tomó muy bien, y lo menos que me dijo fue “intransigente”. Luego me amenazó con largarse con su padre, cosa que ya no hacía desde hace mucho tiempo, y entonces le dije que si eso era lo que quería, pues por mí estaba bien y le dije que se fuera con él. Ella no esperaba esa respuesta de mi parte, se puso roja, como si quisiera llorar, gritar o explotar, cerró los ojos y dijo: “muy bien, pues me voy con papá”.

–¡Que te vaya bien! Y llévate una chamarra y una sombrilla, porque parece que va a llover –le dije y sólo alcancé a escuchar cómo azotaba la puerta.

Al principio no me preocupó, su padre vive a sólo unas cuadras y Susana, su esposa, se lleva muy bien con mi hija, por lo que pensé que ella hablaría con Marisol y antes de que anocheciera ya estaría de regreso en la casa. Mientras tanto yo tenía mucho qué hacer; arreglando los útiles de mi pequeña Mariana, que estaba por ingresar a la primaria.

Con cada cuaderno forrado y uniforme listo para ser guardado, era inevitable recordar a mi otra pequeña, que aunque un poco mayor y rebelde, era mi otro tesoro. Pensé que quizás había exagerado o sobredimensionado las cosas, después de todo ella me había demostrado ser una joven responsable y sensata, mucho más que yo a su edad, por lo que si ella no veía ninguna duda con respecto a esos amigos, por qué habría de tenerla yo. Estaba en eso, cuando decidí hablar a la casa de Gabriel, para ver como estaba mi pequeña.

Me respondió Susana, muy amable como siempre, pero tan pronto le pregunté por mi hija, me dijo que Marisol no se había parado por su casa en todo el día. Entonces sentí que me habían arrojado una cubeta de agua helada y me quedé sin habla, sólo colgué el teléfono y salí corriendo de la casa, en búsqueda de… no sé qué cosa.

No sabía qué hacer y me sentía la peor madre del mundo, entonces regresé a la casa para hablarle a Gastón al taller, pero la línea estaba ocupada, entonces no se me ocurrió otra cosa, salvo tomar a mi pequeña Mariana y juntas ir por su padre, para que los tres buscáramos a nuestra hija. Yo estaba desesperada y el corazón parecía que se me quería salir por las orejas, incluso la vista se me nublaba.

El taller de Gastón no está lejos, por lo que llegamos en pocos minutos. Él estaba ahí, guardando sus herramientas y preparando todo para cerrar, cuando me vio llegar con el rostro desencajado.

–Pero Amor ¿qué tienes? Parece que has visto al Diablo –me dijo preocupado.

–¡Es Marisol! ¡Marisol no está! –le dije desesperada y me solté a llorar.

–Tranquila mi Amor, ella ha estado conmigo toda la tarde. Ahora mismo está terminando de apagar la computadora donde llevamos el inventario, ya ves que yo soy muy torpe con todo eso. Pero ella me ha estado enseñando…

Ya no dejé que siguiera hablando, cuando apareció Marisol. Entonces corrí hasta ella y la llené de abrazos y besos.

–¡Mamá! ¿Qué te pasa? ¿Estás loca o qué “bicho te picó”?

–Nada mi Cielo, lo que pasa es que no sabía dónde estabas, y temí lo peor.

–¿Cómo que no sabías dónde estaba? Yo te dije que me iba a ir con papá. Él sí me escucha y confía en mí, no como tú –me dijo volteando a ver a Gastón, quien nos veía con una sonrisa que no le conocía, sólo comparable a la que me enseñó cuando sostuvo por primera vez entre sus brazos a nuestra pequeña Mariana.

A partir de ese día todo cambió, pues sólo entonces sentí que había logrado formar una verdadera familia.      

jueves, 24 de noviembre de 2011

Ella

Anoche soñé con ella. Estaba muy oscuro y había empezado a llover. Yo aguardaba en la recámara a punto de quedarme dormido, cuando apareció como un ángel entre las sombras. Mi amada regresaba de un viaje que la había mantenido ausente de mi vida por varios días, pero ahora estaba conmigo y se recostó a mi lado. Quizás el sueño evitó que escuchara el momento de su arribo, pero ya estaba ahí, y antes de pasar conmigo, visitó el cuarto de nuestro pequeño hijo. A él lo despertó sólo para avisarle que estaba de vuelta y entregarle un regalo que le había traído. Ahora era mi turno, y mi presente era ella.

            Sus brazos estaban helados, pero no se había mojado ni un poco por la lluvia. Me abrazó colocando mi cabeza sobre su pecho, y se alzó un poco la falda para rodear con sus piernas mi cuerpo. Su piel olía exquisito, y yo sumergí un poco más la nariz en su regazo para absorberla por completo. Y así permanecimos un rato, mientras ella me contaba los pormenores de su viaje y me acariciaba la cabeza, casi como si fuera un niño.

En eso entró al cuarto nuestro hijo con una pelota de plástico, que seguramente era el presente que le habían traído. Se subió a la cama y dijo que estaba un poco nervioso, por unos cuchicheos que le pareció oír desde su habitación. Ella le quitó la pelota, lo tomó entre sus brazos, y le explicó que seguramente sólo había escuchado a papá y mamá conversando.  

            Entonces los tres salimos de la recámara, para regresar al pequeño a su propia habitación. Ya pasaban de las once de la noche y al día siguiente había que llevarlo al colegio.

La otra noche soñé que despertaba y ella estaba a mi lado. Su cabeza yacía recostada en la almohada, mientras su respiración era absorbida por la mía. Ella me veía con una mirada ambigua, que me decía “al fin despiertas” y “aún no te levantes” al mismo tiempo. Entonces ella me acarició el rostro, y yo le correspondí haciendo lo propio con su larga y ondulada cabellera.

            Ya era tarde, pues el sol entraba plenamente por la ventana, atravesando impunemente la cortina. Pero no parecía que ninguno de los dos tuviera la intención de pararse de la cama, o ganas de cerrar los ojos y seguir durmiendo. Sólo estábamos ahí, amándonos en silencio y con el mero roce de nuestros dedos. Hasta que sonó la alarma del despertador… y desperté en serio.

En otra ocasión soñé que caminábamos por el parque donde muchos años atrás habíamos pasado nuestro primer 31 de diciembre juntos. Sólo que ahora no éramos sólo dos, y mientras nuestro hijo se entretenía alimentando a las palomas, ella y yo recordábamos aquella primera vez.

            Se suponía que aquel treinta y uno, ella debía estar en casa temprano, pues habría de ayudar a su madre a preparar todo para la cena familiar, a la cual yo no estaba invitado. En ese momento no éramos ni siquiera novios, y aunque ella conocía perfectamente mis intenciones, yo no era más que un prospecto (con suficientes posibilidades como para vernos precisamente ese día).

            Nos habíamos citado a las once de la mañana, pero yo la esperaba desde las diez aunque sabía que ella llegaría por ahí de las doce. Apurada y retrasada, como era su costumbre, ella llegó al medio día, pese a que vivía realmente cerca. Se había entretenido en su casa, adelantando algunas cosas que sabía que no llegaría a tiempo para realizar con su madre.

Se veía hermosa aunque tuviera el pelo alborotado, y en vez de las delicadas blusas y faldas a las que me tenía acostumbrado, vistiera una sudadera y pantalones deportivos, no precisamente impecables.

            Aquella primera vez no pintaba nada bien, pero no me desanimé. Le entregué una hermosa rosa que le había comprado camino a ese lugar, e hice a un lado todo lo demás para concentrarme en ella.

Su belleza trascendía la mera apariencia, y entre pláticas, tasas de café, y una nieve de limón, me di cuenta de que ella sería la mujer de mi vida.

Las manecillas del reloj de la plaza central avanzaban, a medida de que el sol se iba ocultando entre los edificios, y ella se sentaba cada vez más cerca de mí. Nunca volteó a ver su reloj de pulsera, y casi estaba seguro de que de haberle propuesto que plantara a sus padres y pasara la noche de año viejo conmigo, ella lo haría. Pero no lo hice, y nos separamos a las diez de la noche. Para entonces, y sin que conociera siquiera el sabor de su boca, sabía que nos perteneceríamos para siempre.

No hay semana que no la sueñe y despierte con su olor en mi propia piel. Ella se ha convertido en la relación más larga y fructífera que he tenido, pero ni siquiera sé quién es. No recuerdo haberla visto nunca, salvo en mis sueños. Ni sé por qué sólo en ellos soy capaz de revivir esos momentos jamás vividos, pero tan llenos de aromas, texturas y colores. Incluso a veces pienso que en realidad sueño cuando estoy despierto, y mi verdadera existencia sucede sólo a su lado.

            Cada vez que la sueño, recuerdo su nombre, el lugar donde la conocí, su fecha de nacimiento, nuestra dirección, el día exacto en que nos besamos por primera vez, el lugar donde nos casamos, dónde pasamos nuestra luna de miel, lo que yo estaba haciendo en el momento preciso en que me dijo que seríamos padres, su periodo de embarazo, el nacimiento de nuestro hijo, el nombre que ella eligió para él, y hasta el motivo de nuestras más pequeñas discusiones. Pero tan pronto despierto todo se borra. Las tonalidades en blanco y negro vuelven a llenar los espacios que estaban ocupados por un sin fin de colores, y lo único que conservo es su esencia en mi memoria y su aroma entre mis brazos.

El otro

-I-

Entre las manos sostengo una pistola, mientras apunto y encañono torpemente a un hombre que dice ser mi marido, sin saber aún si habré de jalar del gatillo contra él, o contra el otro...

            Todo empezó hace seis meses, cuando mi esposo, que es ingeniero físico, se unió a un proyecto gubernamental del que no podía darme detalles y se fue de la casa. Yo estaba acostumbrada a no tenerlo cerca; si no era un congreso, era una cátedra, una conferencia o algún colega el que necesitaba de su ayuda. Él siempre se aseguraba de pasar el menor tiempo posible conmigo.

Teníamos más de tres años de casados, pero sólo el primero lo pasamos juntos, y eso era lo mejor, pues el escaso tiempo que compartíamos nos la pasábamos discutiendo. Él me tildaba de idiota, por no poder entender que su trabajo era más importante que nuestro matrimonio, y yo…, bueno, de lo obvio.

            Por casi seis meses no supe nada de él, por lo que era como estar de nuevo soltera, sólo que con un aro dorado estrangulándome el anular. En el trabajo me veían con un poco de lástima. No me decían nada a la cara, pero hay cosas de las que una siempre termina enterándose, mas yo no tenía por qué perder mi tiempo en explicarles nada, por lo que si la gente me veía como una mujer abandonada que se negaba a asumirlo, pues bien, me daba lo mismo. Yo tenía una vida y no habría de depender de nadie para seguir con ella, menos aún del imbécil de mi marido.

            Pero todo cambió hace un mes, cuando un jueves por la mañana recibí la llamada de un hospital, en donde decían tener a mi esposo internado, por algunas quemaduras. Yo sentí como si me hubieran bañado con agua helada y no perdí tiempo en llegar a su lado. Él no traía ninguna identificación consigo cuando lo habían encontrado, hacía más de tres semanas, pero tan pronto recobró el conocimiento, dio mi nombre y teléfono, con lo que pudieron dar conmigo. Aparentemente yo no era tan insignificante para él como pensaba.

Sus quemaduras no eran tan graves, pero los médicos me advirtieron que padecía de algunas lagunas mentales que lo desorientaban y hacían que perdiera el equilibrio, por lo que lo tenían en una silla de ruedas.

Cuando llegué a su lado pensé que no me reconocería, pero me sorprendió notar que de inmediato me distinguió con la mirada. En ese momento olvidé todo aquello que pudiera tener en su contra, y corrí hasta él. Quería abrazarlo, llenarlo de besos, pero no quise lastimarlo, por lo que me conformé con sujetar sus manos y ponerme en cuclillas para besárselas y confortarlas contra mis mejillas.

-II-

Los días que siguieron fueron los más hermosos que pudiera haber pasado con él. Su recuperación sorprendió incluso a sus médicos, y en menos tiempo del que esperaban ya estaba en pie y me lo pude llevar a casa.

En cuanto a sus lagunas mentales, era curioso que le costara trabajo recordar dónde había estudiado, su lugar de origen, o cómo fue que resultó lastimado, pero sabía perfectamente el sitio donde me conoció, el día que me pidió ser su novia y hasta la canción que tocaban en la radio cuando le dije que “sí”. El resto habría de venir paulatinamente, aseguraban los doctores.

            Yo no podía entender qué era lo que había ocurrido, pero estaba complacida con el resultado. Él era otro, uno del que hacía mucho tiempo no sabía nada, pero que ahora estaba de regreso y tal vez para quedarse.

En ese momento yo pensaba que su transformación se debía al accidente, que tal vez al verse tan cerca de la muerte, su mente confundida habría replanteado sus prioridades y entre éstas aparecía yo. Creer eso me levantaba la autoestima y no me interesaba saber los detalles del caso, o en qué estaba metido cuando ocurrió todo, pues lo importante era que yo había recuperado a mi pareja y otra vez me sentía amada de verdad.

-III-

A los veinte días de haber regresado, él volvió a dar clases en la Universidad, pero con un horario mucho más flexible que antes, y se olvidó de cualquier otro proyecto que tuviera pendiente con el gobierno.

Todo marchaba mejor que nunca, hasta el día en que habríamos de celebrar nuestro cuarto aniversario. Yo salí a comprar algo especial para comer en casa, mientras mi marido estaba en la escuela. Él había prometido llegar temprano para llevarme a algún lado, pero yo quería sorprenderlo con su comida preferida, vino, velas y una sorpresa que primero quería confirmar con el ginecólogo.

Recuerdo que regresé a la casa con todo lo necesario para preparar la comida y con el tiempo encima, cuando me encontré con todas nuestras cosas y papeles revueltos, y a él esculcando los cajones del estudio, como un loco.

–¡¿Qué ocurre aquí?! –le dije molesta.

–Nada –contestó muy serio y sacó una pistola de la gaveta.

            –Pero, ¿qué diablos haces con eso? ¡Guarda esa arma en este momento o te juro que lo último que sabrás de mí será la demanda de divorcio que te llegue por correo!

            –Se ve que no has cambiado nada. Después de tanto tiempo sin saber de ti, me sorprende tener que reconocer que eres la misma idiota que dejé hace más de seis meses.

            Yo no entendía lo que me estaba diciendo, pero todo se volvió aún más confuso cuando la puerta de la casa se abrió y al que vi cruzar el umbral, con un enorme ramo de flores blancas y una caja de chocolates, también era él.

–¡Amor, ya llegué! –gritó desde la entrada.

Entonces no supe más y perdí el conocimiento.

-IV-

Cuando volví en mí, sentí que había regresado a la misma pesadilla. Mi marido yacía ensangrentado e inconciente en el piso, mientras el otro lo amenazaba, encañonándole la cabeza con el arma.

            –Al fin te recuperas –dijo sin una mota de preocupación.

            –¿Quién eres y por qué nos haces esto? –pregunté ingenuamente.

            –En verdad que eres tonta, ¿no te das cuenta de que yo soy tu marido y éste de aquí no es más que una copia?

            Yo me quedé muda y sorda por un instante que me pareció eterno, pero el silencio no fue un obstáculo, sino una invitación para que él hiciera lo que más le gustaba hacer, explicar y hacerme creer que en verdad era una idiota.

            –Hace seis meses me uní a un proyecto gubernamental en el que habríamos de probar la factibilidad de las teorías de “tele-transportación”. No espero que me entiendas, pero el caso es que después de muchos fracasos, tuvimos éxito y desarrollamos una máquina que podía crear “portales ínter-dimensionales” que nos permitieran llegar al otro lado del mundo en cuestión de segundos. Pero como te decía, en el proceso tuvimos muchos tropiezos y entre estos errores está este intento de ser humano al que has llamado marido por casi un mes. Pero no te culpo, eres tan “torpe” que a veces me pregunto cómo le has hecho para haber sobrevivido tanto tiempo sin olvidar respirar –dijo y amartilló el arma, dispuesto a detonarla.

            –No me suelo detener en mis errores, bien lo sabes, ni siquiera en aquellos que cometí hace más de tres años, como nuestro matrimonio, pero éste en particular me ha costado demasiado. Cuando el primer prototipo de “hacedor de portales” se echó a andar, y no hubo ningún contratiempo con los primeros especímenes vivos que se tele-transportaron (roedores y otros mamíferos menores, hasta llegar a los primates), y una vez que el primer ser humano llegó ileso a su destino, no vi por qué no probarlo en mí mismo, y me ofrecí como voluntario. Todos decían que no lo hiciera, pero no les hice caso, informé de mi decisión al laboratorio receptor e ingresé en el portal. He de admitir que no es una experiencia del todo agradable, pero no es peor que un fuerte mareo y una cierta sensación de vértigo al momento de llegar a mi destino. Cuando crucé del otro lado, todos mis colegas estaban vueltos locos de alegría y me vitorearon como a un gladiador, hasta que se dieron cuenta de que detrás de mí venía otra vez yo. El aparato había creado una copia idéntica, biológica y estructuralmente, pero con la mente vacía. Entonces pensábamos que así se quedaría, pero conforme fueron pasando los días nos sorprendió notar que su capacidad intelectual era cada vez superior. Esta copia parecía recordar cosas, aspectos de mi vida que para mí eran insignificantes, por ejemplo, empezó a hablar de ti –dijo y por un segundo no supe si apretaría del gatillo de una buena vez, o sólo pensaba matarnos por aturdimiento cerebral.

            –Al principio consideramos su destrucción, lo cual no podría llamarse homicidio, por el simple hecho de que “esto” no era realmente un “hombre”, pero conforme se fueron desarrollando sus habilidades cerebrales, no faltó el insensato que sugirió integrarlo al equipo. Me cuesta admitirlo, pero con él en el proyecto avanzamos muchísimo y corregimos errores que no habíamos notado antes. Se le veía motivado, pero no por el trabajo en sí, sino porque se moría de ganas de acabar y “regresar a casa”. Parecía que el pobre en verdad creía que lo dejaríamos vivir al terminar el tele-transportador. Pero los ingenuos fuimos nosotros, porque tan pronto se consiguió el objetivo y llegó la hora de probarlo otra vez con un ser humano, y él se ofreció como voluntario, nadie sospechó lo que realmente tenía en mente este “infeliz” –dijo al tiempo que el otro pareció volver en sí.

            –¡Este imbécil nos engañó, cruzó el portal y llegó ileso a su destino sin que nadie le siguiera los pasos! Sólo que “este destino” no era el que nosotros habíamos dispuesto y tampoco tuvimos oportunidad de rastrearlo, porque el equipo colapsó tan pronto el portal se cerró tras de él. Entonces se canceló el proyecto, pues resultaba exageradamente costoso volver a echarlo a andar de cero, ¡además de que este miserable se llevó sus anotaciones consigo! –gritó y clavó más el cañón del arma en la cabeza del otro.

–¡Ahora, habla! ¿Dónde están tus apuntes? ¡Responde o te regresaré al vacío del que no debiste haber salido nunca!

            –Destruidos. Sin un portal de recepción, mi arribo no fue precisamente el mejor. Todo lo que cargaba conmigo; los planos, la ropa y hasta un poco de piel y pelo, se calcinaron en medio de la bola de fuego que me trajo hasta acá. Pero eso ya no importa, tampoco si me matas o no, porque al menos tuve la oportunidad de volver con ella y corregir tus errores, que según parece es lo mejor que sé hacer –dijo y mi marido le rompió la boca de un golpe con la culata del arma.

            –No tiene sentido desperdiciar una bala contigo y creo que he de disfrutar verte sufrir –dijo. Le puso seguro al arma y la dejó sobre la mesita de centro, sólo para volver a liarse a golpes con el otro.

            Entonces yo aproveché el momento para coger el arma sin que alguno de los dos se percatara, quité el seguro y disparé al techo para llamar su atención. Volví a martillar el arma y aquí sigo, encañonando a ambos y sin saber si he de matar a uno, a los dos o a ninguno.

            –Muy bien, parece que la tonta ha reaccionado. Ahora sólo haz lo correcto y mata a esta burda imitación de ser humano –dice el patán y yo le respondo con una sonrisa fingida y el cañón apuntándole a la cara.

            –¡Mátalo! ¡Sólo con su muerte podremos ser felices otra vez! –dice el otro y yo vuelvo a apuntar a ambos, tomo un respiro y mejor opto por bajar el arma.

            –¿Saben una cosa? Me estoy empezando a cansar de ustedes y por lo que he podido ver, de los dos no se hace uno. No sé cuál sea la copia o el original, pero creo que ambos son una farsa y no me importa si se matan entre sí, o si montan un departamento y se van a vivir juntos. Los dos me han mentido y aunque uno fue más sutil y agradable que el otro, ya estoy harta de que me quieran ver la cara de idiota –les digo y los dos se quedan perplejos.

            –Pero yo te amo –alcanza a balbucear uno de ellos.

            –¡Yo soy tu marido! –chilla el otro.

            –Hagamos un trato. Aquí les dejo su “pistolita”, justo donde me la encontré. Arreglen sus asuntos y olvídense de mí. Ya sea que sobrevivan los dos o sólo uno, pero les pido que no me busquen –les digo, tomo mi bolso y las llaves del coche.

            –¡Pero yo te amo! ¡Sólo regresé por ti! –replica el más golpeado de los dos.

            –Pero me mentiste. Si hubieras confiado en mí, nada de esto hubiera ocurrido. Yo habría sabido entender y nos hubiéramos ido juntos a otra parte, donde nunca nos pudiera encontrar el otro imbécil, pero no. Quizás él lo haga manifiesto al no hacer más que repetir que soy una tonta, pero tú no eres tan diferente –le digo, salgo y cierro la casa de un portazo.

            Mientras enciendo el motor del coche creo escuchar una detonación, pero no regreso a averiguar qué pasó. Pongo la reversa, miro por el espejo retrovisor y salgo del estacionamiento sin rumbo fijo.

Sé que a partir de ahora sólo cuento conmigo, aunque también estoy consciente de que no estoy realmente sola. A pesar de que en este momento no sé que habré de decirle a mi compañero de viaje cuando tenga la edad suficiente para preguntarme por su padre, creo que para entonces sabré cómo responderle sin necesidad de más engaños, aunque le cueste trabajo creerlo, como a mí. Hasta entonces sé que sólo depende de mí asegurarme de que mi hijo no se parezca en casi nada a su padre…, o al otro.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Una de dos

-I-

Yaneth ha estado fuera de casa por más de tres meses, y aunque las experiencias vividas en el extranjero le resultaron excitantes, y en su oficina están muy contentos con su papel desempeñado en los distintos foros donde se presentó, nunca antes se había demorado tanto y se muere de ganas de volver a su patria, ver sus cielos nublados, caminar por sus calles atestadas de gente y estar junto a él.

            Si todo sale bien, mañana por la noche habrá de despegar su vuelo y sólo le restará esperar las casi treinta horas que habrá de durar el mismo para volver a su tierra. Tiene su boleto en la mano y ya no hay forma de que la empresa para la que trabaja la convenza de permanecer un solo día más. Ella ha hecho más de lo pactado y sabe que llegando a casa la estarán esperando unas merecidas vacaciones, un más que justificado ascenso y él. A quién ya le habló por teléfono, y aunque no lo encontró en casa le dejó dicho en la máquina contestadora el nombre de la aerolínea, el número de vuelo, el asiento, el día y la hora de llegada.    

            Con las maletas listas y esperándola en la habitación de hotel, Yaneth se ha tomado la mañana libre para salir de compras y despedirse de la ciudad que le dio cama, alimento y cobijo por tantos días. La calle es la misma que cada mañana ha visto por tres meses, pero ahora la ve con otros ojos, o mejor dicho, desde otro mirador. Sabe que tal vez nunca más volverá a recorrerla, pero lo acepta con una sonrisa de satisfacción.

            Sin un rumbo en concreto, Yaneth camina y a cada pisada le dice adiós a las calles que han visto cómo su andar pausado e inseguro de extranjera, ha cedido su espacio a una marcha firme y decidida. En el trayecto se encuentra con fuentes y monumentos que no volverá a ver, salvo en su memoria y en las fotos que en este momento se detiene a tomar.

Se despide del señor que cada mañana le vendía el periódico y de la señora que todos los días sacaba a pasear a su perro. Se acabaron las lecciones de lenguas extranjeras y al final sólo les dice “adiós”, mientras ellos le responden algo parecido a “gracias”.

            Yaneth pasa de aparador en aparador, sin poder encontrar el souvenir perfecto para su amado. Se imagina que él ya ha oído el mensaje que le dejó grabado y quizás en este mismo momento esté preparando todo para darle la bienvenida. Tal vez la lleve a cenar a ese lugar tan bonito donde no te dejan entrar sin corbata, o quizás él mismo preparará un banquete en casa. Piensa que habrá de encontrar su hogar impecable, lleno de flores de colores, aunque se conforma con que él la esté esperando en el aeropuerto con un ramo de gladiolas blancas, tulipanes de colores, o dalias. Pero se detiene un segundo y lo piensa otra vez. No, realmente lo único que quiere es verlo pacientemente sentado, o desesperado y pendiente del monitor de llegadas, recorriendo de un lado a otro la sala de espera con las manos vacías, para así tener la oportunidad de llenarlas con toda ella, soltar sus maletas y llenar las suyas con él.      

-II-

Damián ha estado separado del amor de su vida por demasiado tiempo. No fue un conflicto de pareja la causa de su alejamiento, sino el trabajo de ambos. Por lo general él es el que se ausenta por semanas, pero en esta ocasión ha sido ella la que salió del país a representar a la compañía para la que trabaja en el extranjero. Su amada estaría fuera por unos cuantos meses y aunque él sabía que habría de extrañarla como nunca, también era consciente de que era una oportunidad que ella no podía dejar pasar. Él velaría por su hogar en su ausencia, y ella sabía que a su vuelta él estaría esperándola con ganas de abrazarla.

            Se han mantenido en contacto por teléfono y aunque no es lo mismo, él ha estado al tanto de lo bien que le ha ido a ella y le ha podido manifestar lo orgulloso que se siente por su éxito, haciéndole saber que cuenta con su incondicional apoyo. La extraña muchísimo, pero sabe que por cada día que pasa está a uno menos de esperar su retorno.

            Hoy ella le habló a la casa, pero él no estaba, el tráfico lo atrapó por casi dos horas, pero cuando regresó a su hogar, toda esa rabia y frustración que almacenó frente al volante, se disiparon al escuchar en la máquina contestadora la voz de su amada, informándole que mañana por la noche (de allá) saldría su vuelo y si todo salía bien, ella estaría de regreso en un día y medio.

            Por semanas Damián ha pensado mil y un formas en que habría de darle la bienvenida al amor de su vida, pero ahora no sabe cómo empezar. Ha sido un día muy largo y está cansado, pero el sueño se le escabulle pensando que muy pronto ese espacio vacío a un lado de su almohada habrá de llenarse de nuevo. Cierra los ojos y se imagina que ella ya descansa a su lado, sólo así puede despejar su cabeza y descansar.

            A la mañana siguiente se despierta de un brinco al escuchar el despertador, y deja para otro día esos cinco minutos extras que siempre se regala, porque sabe que sólo tiene un día para prepararlo todo. Revisa su agenda, discierne qué reuniones puede cancelar hoy y reprograma sus actividades para tener el tiempo suficiente para dejar impecable la casa, comprar las flores que habrá de poner en el comedor y la recámara, así como los ingredientes necesarios para preparar el platillo favorito de su amada. Ahorraría tiempo si en vez de preparar todo la llevara a cenar a ese lugar tan bonito donde le propuso matrimonio, pero él cree que después de tanto tiempo fuera, comiendo en todo tipo de lugares y siendo atendida por desconocidos, lo mejor es que su amor se sienta como una reina, pero en su propio castillo.

            Ya encargó el ramo de gladiolas blancas con el que habrá de esperarla en el aeropuerto, un vino rosado aguarda en la mesa, la verdura está lavada y picada en un refractario, la carne se está marinando en una charola, la salsa de tomate y especias esperan en la licuadora y ya sólo es cuestión de poner todo junto para tener lista la cena, pero eso será hasta que él regrese con ella, mientras tanto lo guarda todo y lo pone a enfriar en la nevera.     

-III-

Después de varias horas de vuelo y un pequeño retraso en la entrega del equipaje, Yaneth vuelve al lugar que la viera partir hace tanto tiempo. La sala de espera es un mar de gente que agita las manos o carga letreros con nombres extranjeros escritos. Se ven caras largas y pendientes del reloj, otros rebosan de júbilo al identificar al ser querido que tanto han estado esperando, pero entre todas ellas no está la de él.

            Damián llega un poco tarde, por culpa de un camión descompuesto que bloqueó la calle por media hora. Lo primero que hace es ver el monitor de llegadas y constata que el vuelo de su mujer ya ha tocado tierra. Ansioso y con un ramo de gladiolas entre las manos, aguarda localizar a su amada entre la multitud de pasajeros que ingresan.

            Yaneth hecha una segunda mirada y se llena de emoción al ver a un hombre con un hermoso ramo de flores en su poder, pero se desanima cuando se da cuenta de que no es él. Mira el reloj, jala sus maletas y busca un lugar adecuado para esperar que él llegue.

            Después de un par de minutos, Damián localiza a su amada y tan pronto ella lo ve, se borra de su cara toda expresión de cansancio y se dibuja una sonrisa condimentada por un par de lágrimas de felicidad que resbalan por sus mejillas. Se abrazan y besan como si no quisieran volver a separarse de nuevo, al punto de que Damián por poco olvida el ramo de flores que trajo para ella. Su amada lo ve, pero prefiere perder su mirada en los ojos de su esposo que contemplar la belleza de su regalo.

            –Yo también te traje un obsequio, de hecho dos. Un hermoso abrigo para el invierno y unas botas muy sexys –le dice ella muy sonriente.

            –Gracias por el abrigo, pero sabes que yo no sé usar botas –él replica cariñosamente.

            –Lo sé, por eso las compre para mí, pero es para que tú me las veas puestas –le dice, mientras ambos recogen las maletas y se alejan de ese lugar.

            Yaneth los ve pasar y no puede evitar sentir un poco de envidia. Voltea a ver su reloj y espera. Vuelve a revisar si tiene encendido su teléfono celular y marca al número de su pareja. Pero nadie contesta. Habla a su casa y la respuesta es la misma. Se preocupa y piensa que tal vez algo malo le ha ocurrido.

            Ha pasado una hora, ya no queda ninguno de los pasajeros con los que había viajado y tampoco son los mismos los que esperan, salvo los maleteros, o los que promocionan algún hotel, o rentan coches. Desanimada, vuelve a marcar al mismo teléfono celular hasta que una voz joven de mujer le contesta. Sorprendida, Yaneth pregunta por su amado y su interlocutora le pide que espere un minuto.

–¡Amor, te llaman por teléfono! –alcanza a escuchar del otro lado de la línea y cuelga.

Con los ojos enrojecidos estrella el teléfono contra el piso, voltea a ver el enorme reloj que cuelga de la pared y se marcha arrastrando las maletas.

Sabe que nadie habrá de venir por ella.      

A mí lado

Por más de seis años ella ha sido la mejor razón que yo pudiera tener para abrir los ojos cada mañana. Despertar y verla a mi lado; dormida o somnolienta, viéndome con dulzura o regalándome una sonrisa, era la mejor excusa para amanecer sin maldecir al reloj despertador, o al rayo de luz que se asomaba descaradamente por la ventana. Por ese instante todo parecía tener un propósito en este mundo, y se me olvidaba que su salud se había ido deteriorando día a día, y que además de con el amor, compartíamos nuestro lecho con la muerte.

            Ella había perdido a sus padres y yo también, aunque ellos siguieran vivos. No teníamos hermanos o algún familiar con el que mantuviéramos contacto. Tampoco frecuentábamos a los que se decían nuestros “amigos”, pero sólo eran “conocidos” para nosotros. Únicamente estábamos los dos en el mundo y eso era suficiente.

            Ella había estado enferma desde que la conocí, pero entonces no me importó, y fue mucho más fuerte mi amor por ella, que el miedo que pudiera provocarme su potencial ausencia. Ahora no sé si pienso lo mismo. Las cosas han cambiado y ella ya no me ve con la misma dulzura, ni me regala más sonrisas por la mañana. Nos hemos distanciado.

            Verla a mi lado, tan plácida e indolora, era un alivio ante todo lo que habíamos pasado y el tormento que habría de venir en el futuro. Aunque era consciente de que esa paz no habría de ser duradera y pronto volvería la muerte a dormir entre nuestras cobijas, no le hice caso al sentido común, a la cordura o al buen juicio y me quedé a su lado.

            Al principio creí que sería una buena idea seguir juntos a pesar de todo. Sabía que no me era posible vivir sin ella, y no habría de permitir que nada se interpusiera entre nosotros, ni siquiera la muerte. Pero cada vez se volvía más insoportable despertar a su lado. Ya no era la misma y su incesante deterioro era un suplicio que no sólo la afectaba a ella, sino a todo lo que nos rodeaba.

            Cada día nos alejábamos más. Al principio dormía con ella entre mis brazos y sin pijama alguna de intermediaria. Luego nos fue separando una sábana, más tarde una cobija, después las almohadas, hasta que terminé durmiendo en otra habitación, y pocas semanas después en otra casa.

Yo la seguía amando como cuando la conocí, o quizás más que entonces, pero era insoportable seguir viviendo con su cadáver.

Salvo los domingos

Todos los días, salvo los domingos, de nueve a once de la mañana, don Rogelio viene a la Iglesia del Rosario a contemplar la belleza de su amada. Desde hace más de siete años se sienta en la misma banca y en silencio la observa. Dice que su tierna mirada y delicados rasgos le recuerdan a su difunta esposa, quien fuera el amor de su vida. Él la observa atentamente mientras ella se deja ver paciente, amorosa y en silencio.

Nadie se pregunta por qué don Rogelio viene todos los días. Tal vez lo vean como un anciano más, aferrándose a lo que le queda de fe, o incrementándola en espera de su “examen final”, o quizás ni siquiera lo han notado. Se ha vuelto parte del entorno y llama tan poco la atención como una paloma en el atrio, una vela a los pies del Cristo, o un confesionario vacío.

Ya se le dificulta caminar y se auxilia de un bastón que ha encallecido sus manos. Pero siempre es puntual a su cita con ella. Por tres horas permanece sin decir una sola palabra. Sólo inclina un poco la cabeza para decir hola, o adiós, mientras ella permanece inmóvil y en silencio. ¿Qué más se podría esperar de la imagen de la Virgen?    

En ese lugar hace más de sesenta años, don Rogelio conoció a Elena, se enamoraron y tiempo después contrajeron nupcias. Tuvieron dos hijos, igual número de gatos, una casa y un pequeño sedán. Hace mucho tiempo de eso, pero él no borra nada de su memoria. ¿Cómo podría sin perderse en el proceso? Sus hijos se casaron y formaron sus propias familias. Los gatos también se fueron, pero a dormir para siempre en el jardín. Sólo conserva la casa llena de recuerdos y fantasmas, y el auto (aunque éste ya no arranque sin un buen empujón). 

Durante todos estos años la Virgen ha testificado su vida, encuentro, unión y despedida. Aunque él insista en que su querida Elena sigue con vida en la amorosa mirada de la madre de Dios. Eso podría parecer un sacrilegio para algunos, pero él piensa que entre tanta podredumbre que hay en el mundo, lo menos que podría ofender a la Virgen es que se le comparara con alguien a quien se ha amado tanto, y por toda una vida.

De lunes a sábado don Rogelio va de nueve a once a la Iglesia del Rosario a contemplar a la Virgen. El resto del tiempo se lo pasa con sus hijos, nietos, bisnietos y demás corazones que se han integrado a la familia. Pero los domingos son especiales. Desde muy temprano se va al cementerio, al lugar donde reposan los restos de su esposa, y algún día descansarán los suyos. Se pasa el día limpiando, puliendo, enflorando la lápida y conversando con su eterna compañera.

Mientras tanto en el templo, se congregarán los fieles, el sacerdote dará su sermón, el Cristo será venerado por docenas y la Virgen… bueno, en lo que respecta a don Rogelio, ella tampoco asistirá a la Iglesia ese día.

Una nueva historia

-I-

Siempre he sido muy apegado a casi todo, y a diferencia de muchas personas nunca he rehuido a ningún compromiso. Lo cual no quiere decir que todo me salga como lo hubiera planeado. Por ejemplo: mi matrimonio. Cuando conocí a Lissette pensé que éramos tal para cual y no habría más mujer en mi vida que ella. Dicho pensamiento se impuso un año después y nos casamos creyendo que sería para siempre. Pero cinco años más tarde nos dimos cuenta de que no sería así. La culpa de nuestro rompimiento fue mía ante sus ojos y suya ante los míos. Por lo que es muy seguro que los dos tuviéramos mucho que ver en realidad.

            Pese a ya no sentir nada por ella y llevar más de un año divorciados, aún guardo su retrato en mi cartera; no sé si por apego, para no sentirme tan solo, honrar a alguien que ha sido fundamental en mi vida, o sólo por masoquismo. El caso es que lo guardo conmigo y de vez en cuando le echo un ojo, procurando recordar más el momento en que me decidí a pedirle que fuera mi esposa, que cuando los abogados hablaron por nosotros y se repartieron nuestras pertenencias.

-II-

Ayer en un restaurante que está a sólo unas cuadras de la oficina, esperando que se me asignara una mesa, conocí a una hermosa mujer llamada Fabiola. Sin nada mejor que hacer, mientras esperábamos que alguna mesa se desocupara, nos pusimos a platicar y sin proponérnoslo, nació algo entre nosotros.

Cuando todo se estaba poniendo mejor y la química estaba dando frutos, el capitán de meseros mencionó mi nombre, para avisarme que una mesa estaba disponible, y como yo me había registrado primero, eso significaba que era para mí. Procurando ser más cortés que sensato, decliné tomarla y se la ofrecí a ella, ignorando al reloj que me decía que tenía menos de treinta minutos para comer y regresar al trabajo. Para mi sorpresa ella también se rehusó a aceptarla.

–¿Qué te parece si en vez de que la tomes tú o lo haga yo, la aceptamos los dos y comemos juntos? –dijo y yo acepté encantado.

            Entre que nos dieron la carta, pedimos y trajeron la comida, ella me contó algo de su vida y yo de la mía. Fabiola era dueña de una tienda de regalos, la cual yo recordaba haber visto por el rumbo pero jamás entrado, ni siquiera a curiosear. No se quejaba de su trabajo, era mucha la responsabilidad pero los días en que los gastos eran más que las utilidades habían quedado atrás, y estaba en el momento de cosechar los frutos.

–Pareciera fácil pero echar a andar cualquier cosa y que ésta no se detenga ante las primeras contrariedades toma su tiempo y dedicación. Tuve que sacrificar amigos, familia y amores, pero ahora estoy más libre que nunca y aún no me siento “tan mayor”. No es que no hubiera tenido alguna pareja en todo este tiempo… Bueno… simplemente ya no la tengo. Todo terminó tan pronto se evaporó la ilusión llamada “amor”, y cada quien se fue por su lado sin mirar atrás –dijo y se me quedó viendo, como esperando que refutara su dicho o comentara algo. Pero con un rompimiento a cuestas no podía contradecirla, aunque sí confirmar su historia.

            Inevitablemente salió a relucir mi divorcio y sin que me diera cuenta no hablé de otra cosa que no fuera de mi “ex”. Sus defectos me los guardé hasta el fondo del costal de los recuerdos, pero sus virtudes estaban tan a la mano que no tardé en encontrarlos y darlos a conocer. Cualquier cosa era un buen pretexto para hablar de ella, desde la forma en que tanto Fabiola como Lissette tomaban el agua, hasta el modo en que degustaban el postre.

–Pues no pareciera que estuvieras hablando de la mujer de la que te separaste, sino de la que te encantaría que se volviera a casar contigo –dijo ella, un poco molesta por mi parloteo.

Entonces se produjo un incómodo silencio que duró hasta que nos trajeron la cuenta.

            Al final Fabiola se disculpó por su comentario, pero terminó “echándole sal a la herida”.

–No quise decir las cosas de esa manera. En serio pensé que podría haber entre nosotros algo más que una comida. Me agradas y creo que yo a ti, pero es evidente que aún no superas lo de tu separación y yo no quiero ser “el clavo” que te ayude a sacar el otro. Te digo por experiencia que eso no funciona, porque luego acabas con dos “clavos” metidos y la madera dañada. Podría decirte que me buscaras cuando tu “ex” no sea un obstáculo entre los dos, pero creo que no sería justo que te presionara de esa manera. Después de todo, nos acabamos de conocer, por lo que a pesar de lo que pudiera haber imaginado contigo, te aconsejo que hables con ella y resuelvan sus diferencias. Si yo me enterara de que uno de los que fueron mis novios hablara de mí las maravillas que te he escuchado decir de ella, no dudaría en darle al menos una oportunidad para discutir las cosas –señaló tranquila, pero cuando se iba a despedir con un beso, sólo extendió la mano y me dijo adiós.

Ya en la oficina, el reloj parecía ir para atrás. Al día siguiente habría que entregar el reporte semestral, y eso significaba que íbamos a salir más tarde que de costumbre, pero a mí eso no me importaba; estaba distraído y sin saber por qué, busqué en la cartera el retrato de Lissette, sólo para observarlo. Su sonrisa encantadora, su mirada profunda, y la manera en que se le ondulaba el pelo con la almohada, me recordaron mil detalles que jamás podré borrar de mi memoria, pero en ese momento no pensé en ella sino en Fabiola.

-III-

Hoy el informe está terminado y en el escritorio del jefe. Fue una noche pesada, pero él está complacido y nos ha dado el día libre. Muchos se van a sus casas a dormir, descansar un poco o pasar un tiempo con la familia. Otros salen en pos del primer bar que encuentren abierto para distraerse de la rutina, algunos de ellos me invitan, pero me disculpo diciéndoles que tengo otros planes. No les estoy mintiendo, pues tengo pensado pasar por cierta tienda de regalos.

Sé que estoy algo desvelado, y lo más sensato sería regresar a casa para darme un buen baño, pero voy dispuesto a olvidar el pasado, sacar aquel viejo retrato de la cartera y arriesgarme a escribir una nueva historia.           

miércoles, 19 de octubre de 2011

El árbol (segunda parte)

-VIII-

Mamá estaba en la recepción, muerta de angustia por mi ausencia. Pero tan pronto llegué, sus ojos se iluminaron y corrió a abrazarme.

–¿Dónde estabas? Nos tenías muy preocupados. Tu padre ya fue con las autoridades y toda la noche te estuvieron buscando por el pueblo y el bosque. Temimos lo peor… Pero lo importante es que ya estás aquí –dijo mientras se secaba las lágrimas, hasta que vio mis heridas.

–¡¿Pero qué diablos te pasó?! –gritó.

Luego no supe más de mí.

Desperté en la enfermería del hotel, no sé cuanto tiempo después. Mi madre me sostenía la mano, mientras papá me acariciaba la cabeza hasta que me vio despierta.

–¡Hay mi niña, ¿dónde te fuiste a meter esta vez?!–exclamó.

Yo traté de enderezarme pero ellos me contuvieron, dijeron que no tratara de hacer movimientos bruscos y procurara descansar. Yo les dije que no tenía tiempo para eso, pues había que regresar a la cueva de las bugambilias por Erika.

–¿Quién es ella? –preguntó mamá confundida.

Yo les expliqué quién era y dónde habíamos ido en compañía de Diana. Entonces papá se me quedó viendo extrañado.

–¿Quién es Diana?

Yo no tenía cabeza para seguir respondiendo sus preguntas, así que le pedí a mi madre que le explicara. Ella me miró consternada y dijo que ignoraba de quién estaba hablando.

–Diana… la hija de tu amiga Fernanda, la que siempre gana esa tonta carrera con la que empezamos las vacaciones cada año, mi mejor amiga –dije, pero mamá lucía tan o más confundida que antes.

Entonces papá me tomó de la mano y dijo que descansara. Me explicó que había recibido un fuerte golpe en la cabeza y no estaba pensando con claridad. Añadió que no me preocupara, porque ellos harían todo lo posible para encontrar a mis amigas y me mantendrían informada.

Sus palabras no fueron de gran ayuda, pues no me tranquilizaron ni un poco, pero no tuve más remedio que conformarme con su promesa.

Esa misma tarde me dieron de alta parcialmente, pues me dejaron salir de la enfermería, pero sólo para recluirme en mi habitación, bajo los cuidados de mis padres. Ahí me quedé en espera de recibir noticias sobre Diana y Erika.

Pasaron dos días de angustia y molestia por las evasivas respuestas que mis padres me daban cuando les preguntaba sobre el paradero de mis amigas. Hasta que me les enfrenté.

–¿Qué pasó, por qué no me quieren decir qué ocurrió con ellas? Ya ha pasado suficiente tiempo y la región no es tan amplia como para no haber dado con ellas.

Mis padres se voltearon a ver entre sí como si no supieran qué decir, y después me miraron. Papá me dijo que esperaba que con el tiempo se me fuera desvaneciendo esa idea de la cabeza. Luego mamá se sentó a mi lado y me tomó de la mano.

–Hemos hablado con todos los huéspedes del hotel y con la recepción, pero ninguno sabe quiénes son estas amigas de las que hablas, nunca las han oído mencionar, ni las han visto contigo. Nadie conoce a Diana o Erika, salvo tú –dijo pausadamente.

Yo no entendía de qué me estaban hablando. Eso no era posible, entonces le pedí a mamá que le preguntara a su amiga Fernanda. No podía ser que ella no hubiera oído hablar de su propia hija. Pero entre lágrimas ella me dijo que dejara de decir esas cosas. Aseguró que yo sabía perfectamente bien que su amiga no podría haber tenido ninguna hija, hijo o siquiera una vida.

–Fernanda murió cuando tenía tu edad más o menos. Le dio un infarto después de ganar la carrera con la que cada año le dábamos la bienvenida a las vacaciones de verano. La cual yo nunca pude terminar, salvo la última vez que llegué en quinto sitio. Desde entonces la carrera no se ha vuelto a correr nunca más, para evitar otros incidentes como los de mi amiga–dijo y yo me quedé sin palabras.

-IX-

Pasó el tiempo y nunca más volvimos a ese lugar. Después de varios años de terapia psicológica, no sé si para comprender lo que había ocurrido, olvidarlo o aprender a vivir con esa incertidumbre en la cabeza, los recuerdos de mi infancia y adolescencia estaban truncos o difusos, como si todo hubiera sido una fantasía o un sueño. Mi memoria me jugaba bromas que le daban sentido y cronología a mi vida, pero todo se trataba de una mentira, un engaño de mi propia cabeza que carecían de validez para el resto del mundo.

En mi afán por comprender un poco más lo que me había sucedido decidí estudiar psicología, mas no me ayudó mucho a entender esa experiencia, pero me permitió saber que yo no era la única que en algún momento de su vida se había construido un mundo alterno. Por mil razones posibles; miedo, frustración, apatía… en fin, sin mencionar el abuso de sustancias psicotrópicas, o diversos daños cerebrales. Aprendí que eso era algo muy común en la adolescencia. Resulta que puede ser tan traumático para una persona, en especial para una joven, transitar por el cambio que implica dejar de ser niña para convertirse en mujer, que su mente se inventa un mundo distinto, tan personal, bizarro o diferente que la pueda distraer de su realidad“adolescente” y su inminente “metamorfosis”.

Muchos trastornos psicológicos que me tocó estudiar tienen su origen en esa etapa de la vida, tanto para hombres como para mujeres, pero ninguno explicaba lo que me había ocurrido. Yo no había inventado un mundo alterno para escapar de la adolescencia. Según recuerdo, simplemente un mal día me informaron que mi mejor amiga nunca había existido. Por lo que no pudimos haber hecho juntas nada de lo que la memoria me decía haber realizado.

De tal suerte que si todo fue un invento de mi mente, no era una mentira que me ayudara a sobrellevar la adolescencia, pues la había creado desde hacía mucho tiempo atrás, volviéndose una parte muy importante para mí. O lo que es lo mismo, me conté tantas veces y por tanto tiempo el mismo cuento, que terminé por creérmelo y llegué a pensar que no era cuento sino la vida misma.

-X-

El verano siguiente, después de terminar mis estudios y graduarme como psicoterapeuta, en un congreso del gremio conocí a Germán, quien tiempo después se convertiría en mi marido y con quien echaría a andar dos anhelos muy importantes que tenía en la vida. El primero era poner nuestro propio consultorio (lo cual conseguimos un año después) y el segundo y más importante: Sofía, nuestra hija (quien nació tres años más tarde e inmediatamente se volvió el centro de nuestras vidas).

Él, ella y nuestro consultorio fueron mi terapia más efectiva y la mejor manera de gastar mis energías en algo que enriquecía mi vida. Las pesadillas acerca de aquel árbol en llamas, la voz, Diana y Erika, que por tantos años me despertaron sobresaltada en medio de la noche, eran cosa del pasado. Al grado de que el día que a mi marido se le ocurrió que pasáramos nuestras vacaciones de verano en un pintoresco pueblecito llamado “El paso de las Bugambilias”, sólo atiné a contestar: “¡Que gran idea!”.

El viaje lo hicimos en automóvil y durante todo el recorrido mi memoria permaneció bloqueada. No se presentó ni un solo indicador o evento que desencadenara algún recuerdo. Todo me parecía nuevo, como transitado por primera vez. Incluso el viejo hotel de “La Espiga”, me pareció del todo desconocido y pintoresco. No podía recordar nada. Hasta que en la sala de recepción, al momento de registrarnos me quedé viendo un viejo mural en la pared. En él se representaba al pueblo y bosque entero, casi como un mapa de la región. En el centro de la pintura se podía identificar un lago con un colibrí en el medio, al sur el pueblo con su iglesia y viejos puentes, al este el hotel como una fortaleza amurallada, y al norte y oeste el bosque, como si los árboles abrazaran al mural mismo.

Cada espacio de la pintura estaba finamente cubierto, salvo por un claro, casi imperceptible, donde se podía ver un árbol de follaje rojo, no como las hojas en otoño sino como si estuviera pintado con sangre fresca, o como si fueran flamas. Entonces sentí un zumbido muy fuerte en los oídos, un dolor paralizante en la cabeza, y como las luces en un túnel, empecé a ver imágenes que bombardeaban mi memoria. Recordé vívidamente a Diana, Erika, al árbol en llamas rodeado de ríos de sangre bañando sus raíces, y a una mujer de cabello largo, vestida de blanco y rostro descarnado…

Entonces no pude más y perdí el conocimiento.

-XI-

Desperté un poco después en el mismo recibidor del hotel. Un médico me revisaba las pupilas, a la vez que me medía el pulso, sosteniéndome la muñeca. Estaba apenada y confundida. Mi marido me preguntó si me sentía bien y le contesté que “sí”, con la palabra, pero “no”, meneando la cabeza. El médico dijo que me encontraba bien, salvo por la presión que la tenía un poco alterada. Preguntó si padecía de hipertensión y respondí que “no”.

–Bueno, entonces quizás se deba al largo viaje o al cambio de latitud y temperatura. Le recomiendo que hoy se quede a descansar en su cuarto y si experimenta alguna otra molestia, por pequeña que ésta sea, llámeme o pídale a la recepcionista que mande a alguien por mí –añadió, muy amablemente y le regalo un dulce a mi pequeña Sofía, quien me miraba un tanto preocupada desde los brazos de su papá.

Yo traté de minimizar el problema con una mueca a manera de sonrisa y aunque Germán no parecía estar muy convencido, confió en mi respuesta gesticulada y no me hizo ninguna pregunta. Él sabía reconocer cuando las cosas andaban mal conmigo o le ocultaba algo, pero confiaba en mí y en lo que existía entre nosotros, por lo que sabía que en caso de que yo lo necesitara, se lo haría saber sin que él tuviera que presionarme de alguna manera. Sofi en cambio, pese a su corta edad era muy inquisitiva y no dudó en preguntarme más de una vez con su media lengua, si me encontraba bien. Ni siquiera el problema que le implicaba quitarle el celofán al dulce, fue suficiente para distraerla del hecho de que su madre se hubiera desplomado como uno de sus títeres de trapo.

Una vez en el cuarto, Germán desempacaba, mientras yo me quedé recostada abrazando a mi pequeña.

–Bien podría acostumbrarme a esto –bromeé con él, a lo que me respondió con un beso en la frente, seguido de un “espero que no”.

Me alegraba saber que las cosas parecían recuperar su cotidianidad y decidí ignorar lo ocurrido. Pensé que todo había sido mi imaginación, resultado del cansancio, estrés, recuerdos suprimidos… en fin, factores que mejorarían con un buen descanso y auto-terapia, la cual no tenía ninguna intensión de ejecutarla ese día.

El médico me había recomendado descansar, y era precisamente eso lo que iba a hacer en ese momento.

Pedimos por teléfono que nos llevaran algo de comer al cuarto y mientras mi dos “terapeutas favoritos” veían la televisión, yo intenté dormir un poco hasta que llegara la comida.

Según yo no me dormí, aunque sí que sentí distinto mi cuerpo, como si no fuera mío, cual si fuera el traje abultado de alguien más. Entonces me enderecé y volteé a ver a Germán y Sofía, quienes seguían viendo la televisión. Estiré los brazos y pregunté por la comida, sin obtener respuesta alguna. Insistí pensando que me ignoraban a propósito para gastarme algún tipo de broma, pero ni mi pequeña, que siempre me volteaba a ver tan pronto escuchaba mi voz, pareció hacerme caso. En ese momento miré a mi alrededor sin saber qué estaba buscando, pero sea lo que fuere lo hallé en la ventana del cuarto.

Fue entonces que supe que estaba soñando, pues aquello que pude ver en el reflejo era mi propia imagen, pero como si aún tuviera diez y seis años. No me sobresalté al ver mi rostro adolescente de nuevo, sabía que era un sueño. Lo que me estremeció fue ver como la joven de mi reflejo cubrió su rostro con las manos, y al momento de descubrirlo de nuevo, ya no tenía ojos, sino un par de agujeros negros y ensangrentados. La imagen me horrorizó y desperté sobresaltada, justo cuando el servicio al cuarto tocó a nuestra puerta.

–No te preocupes cariño, enseguida los atiendo yo –dijo Germán, al momento de incorporarse para abrir la puerta.

Luego, recibió los alimentos, firmó, dio propina al muchacho y cerró la puerta tras de sí, entonces me volteó a ver, y noté que las cuencas de sus ojos estaban vacías, como la joven de mi pesadilla, entonces fue que solté un grito que realmente me despertó.

Germán, que acababa de recibir los alimentos y se encontraba en el baño lavándose las manos y haciendo lo propio con nuestra hija, corrió a mi lado y me tomó entre sus brazos.

–Sólo fue un mal sueño mi amor, respira profundamente. Mira, ahí está nuestra pequeña preocupada por ti, y aquí estoy yo. Bien sabes que puedes contar con nosotros para todo. Somos tu familia y siempre estaremos contigo. Sea lo que sea que te perturbe, no tienes por qué afrontarlo tú sola–dijo al tiempo que incitaba a Sofía a venir a darme una avalancha de abrazos y besos devoradores.

–Luego te digo, te lo prometo –le dije, antes de darle un beso, como esos que nos dábamos cuando éramos novios y que hacía mucho tiempo que no nos regalábamos.

–Bien podría volver a acostumbrarme a eso –me dijo con una sonrisa que apenas le cabía en la cara, a lo que contesté con un fuerte abrazo, y un “espero que sí”, susurrado al oído.

-XII-

Sin más pesadillas por esa noche, a la mañana siguiente y antes de que Sofi despertara, cumplí mi promesa y le conté todo a Germán.

Al principio tuve mucho miedo, ni siquiera sabía cómo empezar, pero conforme le fui platicando el temor se convirtió en alivio y empecé a sentirme mucho más liberada, como si me hubieran quitado una carga muy pesada de encima. Él me escuchó sin hacer ninguna pregunta, pero sin ocultar la empatía que mi relato le provocaba. Al final me abrazó, comenzó a llorar y yo con él. Por un segundo me hizo olvidar que en realidad era él quien lloraba conmigo.

Me pidió que lo disculpara por haber elegido ese lugar para pasar nuestras vacaciones. No había nada qué dispensar, él no sabía nada y a mí ya se me había olvidado todo.

–Esto puede ser una oportunidad para superar éste trastorno de una vez por todas. ¿Qué te parece si aprovechamos este viaje para recorrer esos lugares que visité cuando era niña, pero ahora sin amigas imaginarias que desaparezcan sin dejar rastro, pero sí en compañía de Sofi y mi mejor amigo? –le dije entre sus brazos.

Él se me quedó viendo y muy seriamente dijo:

–Me parece muy buena tu idea, el único problemita que veo es tener que regresar a la ciudad y convencer a “tu mejor amigo” de venir a tomarse unas vacaciones con nosotros.

Ya no le dije nada, no hubo necesidad, un simple codazo de mi parte en su estómago fue suficiente para hacerle saber que no me había hecho ninguna gracia su chiste. Aunque al final terminé riendo con él.

-XIII-

La Laguna del Colibrí era el destino ideal para empezar la terapia. Por su puesto que no nos fuimos por la ruta turística. Una vez más me sentí como lugareña, por lo que tomamos el sendero que por tantos años recorrí de pequeña. Era maravilloso a la vez que un poco perturbador poder recordar con tanto detalle algo que por años mantuve bloqueado en mi cabeza; los colores de los árboles y el juego de luces que había cada vez que los rayos del sol se filtraban por entre las ramas más altas, el olor a humedad y vegetación mezclado con el perfume de las flores que poblaban todo el sendero, el sonido de nuestras pisadas en el pasto verde y mojado, el canto de los pájaros y el crujir de las ramas y hojas meciéndose por las tenues corrientes de aire.

Tanto Germán como Sofía estaban encantados con el camino, pero se quedaron boquiabiertos cuando llegamos a la laguna; el lugar más hermoso que sus ojos hubieran visto en su vida. Todo era tal y como lo recordaba. Me pareció increíble que por tantos años hubiera podido borrar de mi memoria ese maravilloso sitio. Pero ya no más.

Germán me reclamó por haberle impedido traer la cámara.

–Esto es precioso, imagínate una foto ampliada de este sitio en nuestro consultorio. No sé por qué te hice caso...

Pero antes de que siguiera con su alegato, lo interrumpí con un beso en la mejilla y le dije que no había cámara ni lienzo en el mundo capaz de capturar tanta belleza. “Este sitio está aquí para que lo vivamos, y una vez que nos hayamos marchado lo recordemos y deseemos regresar aquí para volver a vivirlo”.

–¿De donde sacaste eso? –preguntó intrigado.

–Lo pensé cuando era adolescente… o quizás me lo dijo una amiga hace mucho tiempo –dije y me recosté en el suelo.

Sofía estaba paradita, quieta y mirando hacia todos lados. Sólo abría y cerraba sus pequeñas manos, como si quisiera sujetar algo pero no supiera por dónde empezar. Entonces, casi como si nos estuvieran esperando, apareció una parvada de colibríes que no paraban de ir y venir de una flor a otra. Sentía como si hubiera vuelto a ser niña, y al igual que mi hija, sólo atiné a quedarme sentada y disfrutar del espectáculo que nos estaba ofreciendo la naturaleza.

Al poco rato se nos unió mi marido a nuestro sofá de pasto y los tres nos quedamos en silencio, simplemente “viviendo” el momento hasta que uno a uno nos fuimos quedando dormidos. Primero Sofi sobre mi brazo, después él recostando la cabeza sobre mi pecho, y al final yo.


-XIV-

No sé por cuánto tiempo estuve dormida, pero cuando desperté me encontraba completamente sola en medio del bosque y rodeada por la oscuridad de la noche.

Casi de inmediato me pareció escuchar algo entre los árboles. No estaba segura pero creí escuchar la risa de mi hija.

Me levanté lo más rápido que pude y corrí hacia ella. Mis pisadas eran torpes, un tanto por la oscuridad y otro poco por la incertidumbre de lo que estaba ocurriendo ahí. No podía dejar de pensar en lo que había ocurrido la última vez que me separé de alguien en ese sitio. No podía permitir que pasara eso de nuevo. Esta vez no. De ningún modo dejaría que Sofi y Germán sólo existieran como un mero recuerdo confuso, o en mis sueños.

En ese momento empecé a dudar seriamente de mi sanidad mental. ¿Acaso me estaba volviendo loca? ¿Tal vez lo he estado durante todos estos años? Si algún paciente que hubiera llegado a mi consultorio, me contara todo esto que ahora se agolpa en mi cabeza y me hiciera esas mismas preguntas, es posible que le dijera que no, pero sin duda alguna guardaría todas las reservas del caso.

No sabía dónde estaba y las risas parecían provenir de todos lados, como si cada rama reprodujera el mismo sonido. Hasta que se concentraron todas en un solo lugar; la caverna de las bugambilias. Tan pronto la vi sentí como se erizaba cada centímetro de mi piel. No estaba lista para enfrentar eso, y mucho menos sola. Pero ahí estaba, frente a mí y como una gigantesca boca que me decía “entra y busca a tu familia”.

De repente la risa de Sofía cesó, temí lo peor y sin pensarlo dos veces entré a ese lugar. La sensación de aventura que sentí la primera vez que había ingresado a ese sitio, parecía estar sepultada por una tonelada de miedo, desesperación y angustia. Sólo recuerdo que con cada paso que daba mi cerebro me atormentaba con el mismo pensamiento: “no otra vez”. En ese momento comprendí que ni Diana o Erika fueron en ningún momento una invención de mi mente para sobrellevar la adolescencia. Ellas eran reales, tanto como Sofi y Germán. Diana había sido mi mejor amiga desde que supe el significado de esa palabra, y Erika también lo pudo haber sido de habernos conocido un poco mejor.

La caverna estaba tan oscura como la última vez que había entrado. No era capaz de ver ni mis manos, mucho menos dónde ponía los pies. No tardé mucho tiempo en tropezar, resbalar y caer sin ningún control sobre mí. Yo sólo podía sentir cómo las piedras me golpeaban inclementemente mientras caía. Hasta que se acabó el camino. No había más fricción bajo mi cuerpo, sólo la sensación de caer y seguir cayendo por un hueco que parecía no tener fondo. También en eso me había equivocado, lo supe cuando de la nada caí sobre un montón de pasto y hojas que por suerte amortiguaron el descenso.

Ya no estaba tan oscuro, había un poco de luz que provenía de algún lugar por debajo de mis pies. Entonces oí la voz de una mujer que preguntaba si me encontraba bien.

Yo no podía ver a nadie, hasta que de entre las sombras surgió una silueta; una mujer como de mi estatura, con un cabello de tonos rojizos y rubios (tan largo que rozaba con el suelo) y ataviada por un delicado velo blanco que apenas cubría su desnudez.

Yo estaba aterrada, no podía dejar de pensar que tal vez se trataba de la mujer de rostro descarnado que me seguía y gritaba en mis pesadillas, o esa cosa de las cuencas ensangrentadas y colmillos lacerantes, que me asustó la segunda vez que entré a ese lugar. Pero conforme se fue acercando hacia mí, pude observar que se trataba de alguien más. Su rostro no estaba descarnado, sino lleno de vida y dulzura. En ese momento no creí haber visto un rostro más hermoso que el suyo en toda mi vida. Sus ojos eran preciosos y tenían la misma expresión que mi… Sofi. Pero no podía ser ella, mi niña no tenía ni siquiera seis años y la mujer que tenía delante lucía como de mi edad.

Esa extraña persona se acercó un poco más y extendió su delicada mano hacia mí, para ayudar a ponerme de pie. Acepté su gesto sin poner alguna objeción, hasta que por detrás de su velo aparecieron dos horribles criaturas con cuerpo de jabalí, pero rostros humanos, como si alguien le hubiera arrancado la cara a dos niños pequeños para injertarlos en esos animales. Las dos bestias tenían un horrible chillido que me ponía los pelos de punta, pero lo más perturbador era escucharles emitir el sonido de un infante al reír.

Al ver esas bestias, yo di un brinco hacia atrás y volví a caer sobre las hojas apiladas.

–No tengas miedo –dijo.

–No te harán daño, al menos que tú quieras hacértelo. No me preguntes a mí qué son, no son míos, aparecieron el mismo día que lo hiciste tú. Hace ya mucho tiempo de eso. ¿No te parecen simpáticos? Tal vez sean tus miedos y angustias. Quizás sólo son tus pesadillas –dijo y se agachó a acariciar el lomo de esas horribles criaturas.

–¿Quién… eres tú..? ¿Qué quieres de mí? –pregunté mientras intentaba ponerme de nuevo de pie.

Ella me miró y con un ademán de su mano, les ordenó a esas bestias que se fueran de ahí, como si quisiera estar sola conmigo. Entonces me respondió con otra pregunta:

–¿En serio no sabes quién soy?

Luego se acercó tanto a mí que me sentí intimidada por su presencia. Sujetó con suavidad mi barbilla con una mano, mientras que con la otra me acarició gentilmente el pelo.

–¡Vamos!, tú sabes quién soy, ya nos hemos visto antes, al menos en tus sueños –dijo y su hermoso rostro dejó de serlo.

Como una vela que se derrite, su cara se fue despojando de piel, nariz, orejas y ojos, hasta que quedó frente a mí la horrible mujer que me asechaba en mis pesadillas.

Las rodillas me temblaban de tal forma que apenas podía permanecer de pie, mientras ella seguía acariciándome la cara y el pelo con sus delicadas manos. Los pocos músculos que aún quedaban firmes en su rostro, me dejaron ver una sonrisa que de nos ser por lo macabro del resto, podría decir que era hermosa.

Yo estaba más confundida que nunca. Quería huir, salir corriendo de ahí sin mirar atrás, ni importarme nada, pero de alguna manera sabía que si huía de ese lugar y en especial de ella, no volvería a ver a mi niña, ni a mi esposo de nuevo.

Tenía que permanecer ahí, viendo como poco a poco ella acercaba lo que quedaba de su rostro al mío. Entonces me besó en los labios y me soltó. Yo caí cual castillo de arena ante un chubasco. Quedé a gatas sobre el suelo húmedo y no sé por qué, pero volví a alzar la mirada como si quisiera ver su horrible rostro de nuevo. Pero ya no lo era, de hecho era otra vez hermoso y lleno de vida como antes.

Luego ella me miró y luego sonrió como si me hubiera gastado algún tipo de broma. Después se alejó un poco y me retó a que yo misma respondiera mi pregunta

–Yo sé que sabes quién soy. Si quieres te puedo dar una pista –dijo, mientras adoptó una extraña pose: alzando su cabeza y brazos como si intentara tocar el techo y paredes al mismo tiempo.

–¿Eres la muerte? –contesté.

Ella interrumpió la pose por un segundo para soltar una carcajada y decirme que no.

–Inténtalo de nuevo –dijo y volvió a colocar sus manos y cabeza de la misma manera.

Era extraño pero ya no me encontraba tan nerviosa como antes. Hacía sólo unos minutos, bien pude haberme orinado en los pantalones, pero en ese momento me sentía tranquila, como si nada malo le fuera a ocurrir a mi familia o a mí, mientras estuviera con ella. Entonces lo intenté de nuevo

–¿Eres mi pequeña Sofía? –dije y ella no dijo nada, sólo movió su cabeza en señal de desaprobación.

–¿Eres Diana? –pero de nuevo su respuesta fue no.

–¿Erika? –una vez más, no.

–¿Mi madre? –dudó un poco, como si estuviera considerando la respuesta, me vio con ternura, pero volvió a decirme que no.

–Fíjate bien, no sólo veas mis brazos a lo alto, observa los detalles y no sólo lo que salta a la vista. Pon atención a lo que “subyace enterrado” y no te daré más pistas –dijo y me guiñó un ojo.

La volteé a ver de arriba a bajo y casi de inmediato me percaté de algo que no me pareció haber notado antes. Sus pies no estaban posados sobre el suelo como los míos, sino enterrados, prácticamente integrados a la tierra. Entonces su cabello se alborotó como si una ráfaga de viento lo impulsara hacia arriba. El pelo ondeaba como si fuera una entidad independiente, entremezclando sus tonos rojizos con los rubios, como si danzaran, elevándose más allá de todo, como si fueran llamas que ardieran en su cabeza. En ese momento lo supe y contesté:

–¡Eres el árbol!

Ella sonrió y las llamas de su pelo iluminaron todo el lugar, dejándome ver las bugambilias multicolores que habitaban por todos lados.

–Ya sé quién eres, pero aún ignoro ¿qué quieres de mí?–dije al tiempo que me acerqué cada vez más a ella.

–Sólo te quiero ayudar. No tengas miedo. No busco y nunca he buscado nada más de ti y los tuyos –respondió al momento en que bajó los brazos y acarició nuevamente mi rostro y pelo.

Entonces le pregunté por mi familia.

–No te preocupes, ellos están bien –respondió cándidamente, colocando mis manos entrelazadas contra su pecho.

–Tanto él como ellas lo están… justo en el lugar donde los dejaste. Diana está corriendo lo más rápido que puede en busca de ayuda. Erika está inconciente en una de las cámaras de la cueva con una fractura de tobillo. Tu pequeña hija está durmiendo entre tus brazos, y tu querido esposo sigue recostado a tu lado, abrazando a ambas bajo la sombra de un árbol .

–¿Entonces todo esto es un sueño solamente? ¿Cómo es posible que sólo sea eso? –dije y me solté a llorar más confundida que nunca.

–¿Acaso los sueños no son una parte muy importante de la realidad? –dijo y me abrazó con mucha ternura, como si fuera mi madre, hasta que me tranquilicé un poco.

–Eres muy real para ser un sueño, o al menos no recuerdo haber tenido uno como éste antes –dije y la besé en la mejilla.

Ella me miró como si fuera su pequeña y dijo que no me sintiera tan extrañada.

–Así son estas cosas, o igual y este sueño no es tuyo, sino mío –dijo dibujando con el dedo índice una sonrisa en mi cara.

-XV-

Todo era un sueño, tan real como lo puede ser la peor de las pesadillas. Un árbol de fuego con forma de mujer o viceversa era mi guía, en un mundo onírico que bien podría nunca haber sido mío, sino suyo. Era un ser que se presentaba ambigua ante mis sentidos; a veces como la criatura más aterrorizante, o el ser más encantador. Tal vez ella misma era sólo un invento más de mi mente o yo una creación de la suya. Quizás hasta se tratara de mi inconsciente hecho persona. El caso es que la caverna era su casa y yo una intrusa que entró sin saber a dónde me estaban llevando los pies.

La cabeza empezaba a dolerme, cuando ella me tomó de las manos y dijo que ahora dependía de mí la decisión de despertar en la realidad donde mis amigas existen, pero mi familia no, o en la que Diana y Erika no son más que el fruto de mi imaginación, y Sofía y Germán me aguardan en el mismo lugar donde los dejé dormidos.

Ante mi se me presentaba una sola salida con dos posibles destinos, partiendo de la misma caverna, ocupando el mismo espacio, pero no necesariamente el mismo tiempo. Tenía que cruzar el umbral de la cueva si ninguna duda en el corazón o en mi pensamiento. Sólo gozaba de una oportunidad y nada más. Tan pronto estuviera del otro lado no podría regresar nunca a la otra realidad. Sin importar cuantas veces volviera a entrar o salir de nuevo.

Afirmar una realidad negaría por completo la otra, al menos para mí. Podría volver a tener diez y seis años y regresar con mis amigas, mas no podría recordar nada de mi vida adulta; mi hija, mi marido, ni nada que me hubiera ocurrido después, mas que en sueños.

Podría arriesgarme a volver con mis amigas, con la esperanza de “reencontrarme” con Germán en el futuro y juntos volver a tener a mi pequeña Sofi. Pero no lo hice. Si perder a mis amigas para siempre implicaba recuperar a mi familia, entonces lo haría una y mil veces. Lo sentía por Diana y Erika, pero yo no quería conocer a otro Germán o tener a otra Sofi, yo quería a los que ya tenía en mi vida y amaba. Por lo que abracé por última vez a esa extraña mujer y le dije adiós.

–Nos volveremos a ver – me susurró al oído y salí de la caverna.

Desperté bajo la sombra de un árbol casi tan ancho como alto y de hermosas hojas rojas y amarillas, que no recuerdo haber visto en el momento en que me recosté. Entre mis brazos dormía mi pequeña Sofía, mientras los de mi marido nos rodeaban a las dos. Los pájaros trinaban entre las ramas y el perfume de las flores, en compañía del chapoteo de los sapos sumergiéndose en la laguna, me hacían pensar que si la vida era un sueño solamente (como dicen algunos), sería mejor no hacer demasiado ruido, pues no nos vayamos a llevar un chasco el día que sin previo aviso tengamos que despertar, quizás en otro sueño, o tal vez en el de alguien más.


Diana

-I-

Sin más luz que la reflejada por la luna, llevé al equipo de rescate que me facilitó el hotel a la entrada de la cueva de las bugambilias. Vanesa ya no estaba, pero supuse que estaría adentro haciéndole compañía a Erika. Sólo esperaba que no hubiera llegado demasiado tarde, pero es que me demoré más tratando de localizar a sus padres. Los mío y los de Erika aún no regresaban del pueblo cuando llegué al hotel, pero me dijeron que les avisarían tan pronto los vieran, pero nadie me supo dar razón del paradero de los papás de Vanesa. Según la recepcionista ellos no estaban registrados en el hotel y el cuarto en el que según yo estaban hospedados, estaba ocupado desde hacía una semana por una pareja de recién casados. Qué locura, pero no había tiempo para aclarar nada.

A los pocos minutos los rescatistas volvieron con Erika en una camilla. Decían que estaba bien. Tenía una pequeña fractura en el tobillo, algunos hematomas por la caída y algo de hipotermia, pero nada grave. Habíamos llegado a tiempo, un par de horas más y la humedad y frío de la caverna hubieran sido suficientes para acabar con su vida, por no hablar de los animales salvajes que salen a cazar por las noches, y suelen deambular por este tipo de lugares.

–¿Y Vanesa? ¿No encontraron a Vanesa? –pregunté.

–Lo siento pero no encontramos a nadie más y las huellas en el lodo no nos dieron indicio de que alguien más hubiera estado ahí adentro.–dijo uno de los rescatistas, mientras los paramédicos se llevaban a Erika por el sendero.

En el hotel me topé con dos escenarios. Para la administración, los rescatistas y el papá de Erika, yo era una heroína por haber atravesado sola el bosque en pos de ayuda para su hija, pero para su madre y mis padres yo era una irresponsable que pude haber causado la muerte de alguien ese día. No es que no estuvieran de acuerdo con el resultado final, pero era claro que para sus ojos las cosas bien podrían haber tenido algún otro desenlace, mucho menos agradable o fatal.

Lo único que no entendía era dónde estaba Vanesa y por qué sus padres no aparecían por ningún lado. Cada vez que preguntaba por ellos a la administración del hotel, me respondían con un: “no hay ninguna familia registrada bajo ese nombre”. Y cada vez que hacía lo propio con mis papás, ellos evadían el tema o me mandaban a descansar.

–¡Basta de evasivas, mamá, no puede ser que no te interese el paradero de tu amiga Fabiola y su hija! ¡No puede ser que actúen como si no las conocieran cuando su familia y la nuestra han sido amigas desde que tengo memoria! –les dije con los ojos enrojecidos y llena de coraje.

Mamá me abrazó y papá abandonó el cuarto.

–Mi amor, descansa, sólo estás un poco confundida, bien sabes qué pasó con Fabiola. Todos los años, antes de venir a descansar aquí me has acompañado al cementerio donde descansan sus restos. Has elegido las flores y hasta rezado junto a mí. Bien sabes que ella murió cuando yo tenía más o menos tu edad, después de la carrera de bienvenida. Yo al igual que ella nunca habíamos ganado una, ni siquiera concluido, salvo la última. Para participar en ella entrenamos muy duro y corrimos como nunca. Ninguna de las dos ganó, pero ella quedó en segundo y yo tres lugares más abajo. Lo habíamos logrado, pero el esfuerzo había sido demasiado para ella y murió de un paro cardiaco tras cruzar la línea de meta. La competencia se prohibió por mucho tiempo, hasta que hace unos veinte años la volvieron a permitir. Ya ves, Fabiola está en paz, por lo que debes estar confundida, esa amiga tuya de la que hablas debe ser hija de alguien más –respondió sin dejar de mirarme a los ojos.

No tenía sentido lo que me contaba, pero no parecía estarme mintiendo.

Mi madre me dejó consternada. No podía dudar de lo que decía, pero tampoco podía hacerlo de lo que yo recordaba, aunque pareciera como si sólo yo la hubiera conocido. Erika tenía que recordar algo, después de todo fue Vanesa la que nos había presentado.

Rogando por que Erika no me saliera con una historia completamente diferente a la que recordaba, acudí a su habitación para hablar con ella.

Su madre no me quería dejar pasar, pero su padre aún agradecido por haber vuelto con ayuda al lugar donde se encontraba su hija, intercedió por mí y me dejaron a solas con ella.

Erika lo recordaba todo y tampoco entendía nada, pero el sólo hecho de saber que existía alguien más que recordara lo mismo era suficiente para mí. En ese momento volvió a mi memoria la foto que nos tomamos juntas bajo aquel árbol.

–¿Ya revelaste la foto que nos sacaste al terminar la carrera? –le pregunté como si mi cordura dependiera de su respuesta.

–Ésta mañana mamá me iba a enseñar las fotos que tomaron en el pueblo y sus alrededores. Yo me sentía un poco cansada y le dije que después las vería. Me imagino que entre ellas ha de estar la fotografía que nos tomamos juntas ese día –respondió y me indicó el lugar dónde su mamá las había colocado.

Una a una fuimos revisando las fotografías; puentes, edificios viejos, murales, riachuelos, estatuas, y hasta un OVNI fortuito al querer fotografiar un ave en pleno vuelo. Pero no había nada más, hasta el final.

–Tal vez debimos haber empezado al revés –me dijo con una sonrisa, que si no supiera que estaba tan consternada como yo, le hubiera borrado de un almohadazo en la cabeza.

La evidencia estaba delante de nosotras e impresa. Erika con su tímida sonrisa y pose un poco seria a la derecha, Vanesa con los ojos bien abiertos (cubriéndose las piernas con su suéter y recargada contra el árbol al centro) y yo con la medalla de primer lugar colgada al cuello y una sonrisa que apenas me cabía en la cara, a la izquierda.

–¿Sabes lo que significa esto, verdad? –le pregunté.

Pero antes de que ella pudiera decir cualquier cosa la imagen impresa de Vanesa desapareció de la foto y sólo quedamos Erika, el árbol y yo.

Entonces Erika se me quedó viendo a los ojos y dijo, casi susurrando:

–Me imagino que significa que estamos completamente locas ¿no?

Yo no supe qué decirle y el silencio entre nosotras duró hasta que sus padres regresaron a la habitación.