jueves, 24 de noviembre de 2011

Don Justo

Don Justo solía presentarse todos los días en la misma funeraria, donde hacía varios años velara celosamente el cuerpo de su amada esposa. Portaba un bastón negro y vestía un saco, pantalón y sombrero, todo de color blanco, por lo que era inevitable voltear a verlo cuando aparecía entre ese mar de tonalidades negras. Independientemente de que no hubiera sido invitado al cortejo fúnebre, no conociera al occiso, o ni siquiera hubiera escuchado alguna vez su nombre, don Justo acudía con una corona de flores blancas, sin remitente, para después presentar sus respetos al muerto y sus condolencias a los deudos.

Aunque algunas veces acertaba y terminaba llorando por alguien que sí hubiera conocido en vida, por lo general don Justo no tenía ni la menor idea de por quién lloraba, pero lo hacía de corazón. En estos casos los deudos nunca pensaron mal de él; ya que creían que quizás se trataba de algún pariente lejano, un vecino, un amigo, o un viejo conocido del occiso o de alguno de los presentes. Además, él siempre era muy respetuoso, tanto con los que se iban guardaditos en sus finos estuches de madera o aluminio, como con los que se quedaban esperando su turno.

En cualquier caso, don Justo solía dar el mismo discurso, deteniéndose en lo agradable, generoso y agradecido que era el difunto en vida. Sin importar si el occiso realmente hubiera sido un grosero, tacaño o despreciable ser humano, nadie lo contravenía e incluso le secundaban. No sólo porque no es correcto hablar mal de los muertos, sino porque lo decía tan convincentemente, que muchos creían que él verdaderamente conocía al que se les había adelantado en el camino. 

Los empleados de la funeraria eran testigos mudos, y casi cómplices de don Justo, ya que sabían que él no le estaba haciendo daño a nadie y por el contrario, su actitud parecía reconfortar a los demás. El dueño de la agencia funeraria lo veía como un servicio más, sin costo para los deudos, ni remuneración para el prestador del mismo, pero que marcaba la diferencia con respecto a los demás velatorios.  

Nadie creía que don Justo encontrara placer en el dolor de los demás, más bien pensaban que él hallaba consuelo en la resignación de los otros. O quizás suponían que tal vez su dolor era tan grande que no soportaba vivirlo solo, o su carácter tan generoso que le brindaba a los demás la oportunidad de sanar con él de sus heridas.

A don Justo lo sorprendió la muerte una mañana, en la que estaba solo y sentadito en una silla del salón, donde se velaba a otro ilustre desconocido. Todos se habían ido a enterrar a su muerto, y no se percataron de que aquel agradable hombrecillo de blanco ya no marchaba con ellos.

Como a don Justo nunca se le conoció más familia o amigos que los muertos, el día que se reunió con ellos, la directiva y empleados de la agencia no dudaron en otorgarle sus servicios gratuitamente. Era lo menos que podían hacer por el hombre que se había convertido en emblema de la funeraria.

Al evento acudió más gente de la que esperaban; varios empleados que estaban en descanso, jubilados del velatorio y muchas otras personas, que hasta ese día supieron el nombre de aquel sujeto vestido de blanco que llorara tantas veces a su lado. El salón estaba decorado con decenas de coronas de flores blancas, sin remitente, y hasta el dueño de la funeraria se quedó a velarlo hasta el amanecer.

De eso ya tiene algún tiempo, pero cuentan que don Justo sigue viniendo cada noche a velar a los muertos. Hay quienes lo han visto sentadito y sin hacer ruido en alguna de las sillas, consolando a un deudo o cediendo su lugar a alguien más cansado que él. Ya por las mañanas se vuelve a colocar el sombrero, se acomoda el saco, limpia la punta del bastón con su pañuelo, y se despide con la mano en alto, como augurando que no será la última vez que habrán de toparse con él.

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