domingo, 20 de noviembre de 2011

Sombras

-I-

Lo último que le dije a mi mujer fue que todo habría de salir bien, y le pedí que conservara la calma. En ese momento no pensé que le estuviera diciendo una mentira. Pero entonces nadie sabía qué era lo que estaba ocurriendo, por qué o cuánto tiempo más habría de durar esta pesadilla. Ahora todo eso es lo de menos.

            Como suele suceder, todo empezó de improviso y sin llamar la atención. Simplemente parecía que había más anuncios de personas desaparecidas que de costumbre. Los postes, semáforos y muros estaban tapizados de fotografías de personas que jamás pensé haber visto antes. Desconocidos que bien podían ser los nietos, hijos, o parejas de cualquiera. Rostros serios, o sonrientes, de mirada fija, que no me decían nada y que al principio ni siquiera me tomé el tiempo de mirar con detalle. Mi desinterés lo excusaba con las prisas y múltiples ocupaciones, aunque en el fondo sabía que no me importaba si los encontraban o no. Simplemente no eran nadie para mí, y pasaba por alto que podrían serlo todo para aquella persona que hubiera puesto el anuncio en la pared.

            Tomarme un minuto para ver sus rostros e intentar buscarlos en mi memoria, no habría sido demasiado, pero sabía que sería inútil. Pues tampoco era de los que prestaba mucha atención a las facciones de las personas que pudieran estar sentadas a mi lado, en el subterráneo, o haciendo fila en la parada del camión. Jamás pensé que algún día la foto de mi hijo se uniría al mosaico de rostros desconocidos que tapizaban las calles y estaciones del metro.

-II-

Mi pequeño Omar, de sólo siete años, desapareció un domingo mientras jugaba en su habitación. A él le gustaba sacar su pequeño ejército de muñecos y jugar con Isabel, su madre. Ella era historiadora, daba clases en la Universidad, y a través de sus juegos continuamente repasaba algunos pasajes históricos con nuestro hijo. Él acostumbraba formar a sus pequeños guerreros, y ella les ponía nombre y trama al conflicto. A mí me gustaba verlos e incluso les tomaba película, pues me parecía muy curioso que mis dos amores se entretuvieran tanto recreando las campañas de Alejandro Magno o Atila. A Isabel le gustaba Morelos, pero Omar prefería a Gengis Kan.

            Ese domingo Omar había estado jugando con su madre toda la mañana. Recreaban una de las grandes victorias del rey mongol. Isabel estaba tan entretenida que cuando vio que casi era la hora de comer, con tal de no dejar el juego me pidió que fuera por una pizza.

–¡Que no sea Hawaiana! –alcanzó a gritar Omar, sin soltar a su valeroso muñeco.

En ese momento, se me pudieron haber cruzado mil cosas por la cabeza, salvo que sería la última vez que lo volvería a ver.

            Cuando regresé a casa, encontré a mi esposa removiendo los muebles y buscando a Omar por todos lados.

–¿Qué pasó, a poco están jugando a las escondidillas? –le dije, sin saber lo que decía.

Ella me volteó a ver y desesperada, como nunca antes la había visto, dijo que no podía encontrar a nuestro hijo por ningún lado.

–Estábamos jugando y salí por un instante al baño, desde donde podía seguir escuchando cómo transcurría la batalla, cuando de repente dejé de oírlo. No pensé nada en ese momento, hasta que salí y no lo vi en la recámara, entonces creí que me estaba gastando una broma y lo empecé a buscar desesperadamente. Me asusté y hasta me molesté con él, le dije que si no salía de su escondite en ese instante recogería todos sus muñecos y jamás volvería a jugar con él… Pero no salió –dijo y se echó a llorar.

            Las puertas y ventanas estaban cerradas, pero aunque lo veíamos improbable no podíamos darnos el lujo de descartar un posible secuestro. Llamamos a la policía, quienes no tardaron en llegar a nuestro domicilio, pero se demoraron aún menos en desmoronar nuestras esperanzas. Nos dijeron lo que ya sabíamos, pero que no pensamos que terminaría afectándonos tanto: “Había demasiados desaparecidos en la ciudad y su capacidad operativa estaba rebasada”. Por lo que salvo que los posibles secuestradores se pusieran en contacto con nosotros, no nos daban ninguna garantía de hallarlo.

-III-

Ante la confesión policiaca, con un grupo de vecinos formamos una pequeña brigada para encontrar a nuestro hijo, sólo entonces nos dimos cuenta de los ciegos que estábamos respecto al problema. Pues no había familia en el edificio que no hubiera experimentado un caso parecido. Desde jóvenes que no volvían de la escuela o de alguna reunión con sus amigos, hasta personas adultas que desaparecían sin dejar rastro.

–No sé cómo decirle esto, pero en el mejor de los casos espero que su pequeño haya sido secuestrado y sus captores se pongan en contacto con usted lo más rápido posible. Sé que suena horrible y tendría todo el derecho de abofetearme o maldecirme, si así lo cree conveniente –le dijo una vecina a mi esposa.

–No me tome por una loca, o eche en saco roto lo que le voy a decir. Pero es cierto. Yo no sólo he perdido un hijo, sino también a mi esposo. Mi hijo de quince se estaba bañando cuando me pidió que le llevara la toalla que se le había olvidado en el cuarto. No era raro que pasara eso, ya ven… los jóvenes de hoy en día son tan distraídos que a veces me parecía extraño que no se le olvidara dónde vivía. En fin, cuando entré al baño ya con la toalla, la regadera seguía echando agua, su ropa limpia estaba colgada y la sucia sobre el piso mojado, pero a él ya no lo volví a ver. En su momento llamamos a la policía, a su novia y a amigos más cercanos, pero nadie supo darnos razón de su paradero. Mi marido siempre creyó que se había escapado, a pesar de las circunstancias. Aunque también fue él quien sugirió poner los carteles con su retrato por toda la ciudad. En realidad, pienso que él quería creer que nuestro hijo se había marchado por decisión propia. Incluso yo empecé a hacerme a la idea. Pero hace unas semanas, mientras estábamos desayunando, mi marido leía el periódico y yo tomaba café, cuando desapareció. En un parpadeo sólo estaba el diario sobre el plato vacío y sus lentes. Él que estaba más ciego que un gusano, no podría haber salido sin sus anteojos. La puerta estaba cerrada, las llaves en su lugar y el coche estacionado afuera –agregó temblándole la voz.

            Otro vecino que había escuchado la plática, se acercó un tanto receloso a contarnos su propia experiencia.

–Como casi todas las mañanas, aquel día mi esposa y yo íbamos de prisa. Ella tenía una cita muy importante en su trabajo y yo había quedado en llevarla en el coche. Pero estaba tan congestionado el tráfico que no veíamos manera de llegar a tiempo. Ella estaba desesperada viendo su reloj cada medio minuto y yo estaba a punto de estallar. Entonces prendí la radio para escuchar alguna otra alternativa vial, o cualquier tontería que nos distrajera un poco. Pasamos por un túnel, se perdió la señal, pero al salir noté que eso no era todo lo que había perdido. Mi mujer ya no estaba. Su portafolio yacía en el asiento, el cinturón abrochado y la portezuela con seguro. Detuve el vehículo de inmediato, e importándome muy poco los insultos de los demás conductores, salí para regresar al túnel. Casi me atropellan, pero yo estaba como fuera de mí. Desde ese día no he vuelto a saber nada de ella, ni las autoridades han podido ayudarme a encontrarla –concluyó y echó a llorar desconsolado.

            –Se trata del “Rapto”, eso es todo. No tienen de qué preocuparse. El fin del mundo se acerca y Dios ha empezado a raptar a los “elegidos”, para evitarles un mayor sufrimiento –aseguró otra vecina que había escuchado todo.

–A mí me raptaron a mis dos hijos, y dos días después a mi madre. Pero ya no lloro su ausencia. Les extraño, claro está, pero sé que están en un mejor lugar y pronto habré de reunirme con ellos –dijo sin dejar de frotar una pequeña cruz que le colgaba del cuello.

            Tanto Isabel como yo estábamos más confundidos que confortados. Nada de lo dicho tenía sentido, pero encajaba en parte con lo que habíamos vivido. De cualquier forma, los vecinos nos ayudaron a buscar por todos lados, tanto fuera como dentro de la colonia, pero no dimos con Omar.

-IV-

Isabel se sentía culpable y prefería estar sola en la habitación de nuestro hijo que en cualquier otra parte, o conmigo. Dejó de hablarme y la convivencia se volvió prácticamente imposible. Renunció al trabajo, y apenas comía o dormía. Yo estaba preocupado por Omar, pero aún más me alarmaba ella. Me resultaba insoportable ver como la piedra angular de mi familia se desmoronaba como la sal ante el agua. Ella siempre había sido la más centrada y fuerte de los dos. Cada vez que surgía un problema o imprevisto, lo discutíamos, a veces a gritos, pero lo resolvíamos juntos. Lo que había entre los tres era más fuerte que cualquier obstáculo, pero esta vez todo parecía muy distinto.

            De repente, un día que llegué del trabajo, encontré a Isabel esperándome en la puerta. Me abrazó como creí que nunca más volvería a hacerlo y empezó a llorar. Traté de consolarla, pero ella seguía temblando. Entonces me susurró al oído:

–Quiero enseñarte algo. Sé que no estoy loca. Aunque ya no estoy segura de nada.

Y remató con algo que contrajo mi corazón.

–Sé quién, o qué se llevó a nuestro hijo.

            Entramos a la casa y sin dejar que soltara el portafolio o me quitara el saco, me llevó a la habitación de Omar. Se sentó a los pies de la cama, en frente del televisor y me invitó a hacer lo mismo. Encendió el aparato, hizo lo propio con el reproductor de video e introdujo una de las cintas que les había tomado a los dos mientras jugaban.

–No te hagas más daño, por favor. Pronto encontraremos a Omar y volveremos a estar juntos los tres. Ya lo verás –dije, pero ella no me prestó atención. Sólo echó a andar la cinta y con la sola mirada me indicó que la viera.

            En la grabación pude ver a los dos jugando, dos o tres semanas antes de la desaparición de Omar. Recreaban la cuarta campaña de Morelos cuando sonó el teléfono. Entonces se ve que yo dejo de sujetar la cámara, para contestar, pero no la apago para que siguiera grabando el juego. La llamada era de mi suegra, por lo que le grito a Isabel que su mamá está al teléfono. Ella deja de jugar con nuestro hijo para atenderla y él sigue jugando solo sobre la cama. Yo vuelvo con él, recojo y apago la cámara.

            –Entonces, ¿qué viste? –inquirió Isabel.

–Nada, sólo a ti y a Omar jugando. ¿Qué más querías que viera? –respondí.

Pero esa no era la respuesta que ella esperaba escuchar, por lo que rebobinó la cinta y volvió a echarla a andar.

–Fíjate bien. Después de que sueltas la cámara y la dejas filmando, yo sigo con Omar hasta que me llamas. No sólo lo veas a él o a mí, observa lo demás –señaló, pero yo seguía sin entender qué es lo que quería que viera.

Para mí no había nada más ahí.

Ya molesta, Isabel señaló con su dedo índice a la pantalla, donde sólo se veía la cabecera de la cama un poco borrosa.

–Ni siquiera parpadees y fíjate bien en esa distorsión –dijo y yo acaté sus instrucciones.

Entonces lo vi con claridad. Aquello que veía borroso era algo más que un problema de enfoque, o una falla en la lente de la cámara, porque hay un momento de la grabación en que se alcanza a ver una figura humanoide, pero sin facciones, una silueta como una sombra proyectada cuando hay muy poca luz.

La piel se me erizó, pero aún conservaba la lógica.

–Puede ser que la grabación la haya realizado sobre una cinta ya usada. No sería la primera vez –traté de argumentarle, pero ella sin decir nada me pidió que siguiera viendo la pantalla.

En ese momento, justo antes de que se viera cómo regreso a recoger y apagar la cámara, aquella silueta difusa se para de la cama y se va, no sin desacomodar las almohadas y dejar marcada su presencia en las sábanas.

Podía sentir como si una corriente eléctrica recorriera mi espina dorsal, piernas, brazos y nuca.

–Eso no es todo –añadió mi esposa, cuando desconectó de súbito el televisor.

Entonces lo que vi en la pantalla apagada me heló la sangre, e hizo que experimentara un miedo que creía olvidado en los capítulos de mi infancia. En el cristal de la tele no sólo pude ver el reflejo de Isabel y el mío, sino al menos media docena de siluetas recostadas en la cama, con ojos brillantes y viendo hacia el monitor. Cuando volteé la mirada no había nada atrás de nosotros, ni en el cristal cuando volví a verlo otra vez.

–¿Qué… fue… eso? –le pregunté tartamudeando.

–No lo sé, pero creo que son la causa de las desapariciones masivas –dijo muy segura de sí misma.

Ella no acostumbraba hablar a la ligera, o sacar conclusiones apresuradas, por lo que su dicho no lo vi como una excepción a la norma.

Esa vez pasamos la noche en la misma habitación, sin poder dormir y con todas las luces de la casa encendidas, hasta que salió el sol. No sabíamos si eso habría de ahuyentar a las sombras o atraería más su atención, pero preferimos la incertidumbre a la seguridad de vernos rodeados de un manto de oscuridad.

-V-

No sabíamos con quién acudir, sin correr el riesgo de parecer dementes. No podíamos llegar con cualquier autoridad y decirles que “las sombras” se habían estado llevando a las personas. Pero no hubo necesidad. Porque alguien más se había dado cuenta y ya habían dado parte a la policía y a los medios de comunicación.

            No era extraño que desapareciera una o dos personas, de hecho comenzaba a ser habitual que fuera más de una por familia, pero la desaparición de todos los habitantes de una Unidad Habitacional (de las más pobladas en el país) y la misma noche, era algo que ningún medio de comunicación dejó pasar, ni las autoridades responsables pudieron eludir.

            Lo último que escucharon de sus habitantes fueron sus quejas a la compañía de luz, por un apagón que duró más de cuatro horas. Un transformador había hecho explosión y un grupo de trabajadores de la compañía de luz acudió al lugar a reemplazarlo. Pero les estaba tomando más tiempo de lo esperado y pidieron refuerzos a la central, pero cuando ellos acudieron no encontraron a nadie: ni trabajadores, vigilantes o colonos. La Unidad era un pueblo fantasma y en completa oscuridad.

            Como en dicho lugar se habían sustraído una gran cantidad de vehículos a lo largo de varias semanas, los vecinos se habían organizado, demandando a las autoridades una mayor seguridad para ellos y su patrimonio. Lo que obtuvieron fue un mayor número de guardias y la instalación de unas cuantas cámaras de vigilancia. Gracias a las cuales se volvió público lo que mi esposa y yo pensábamos.

Las cámaras funcionaban con energía alterna, por lo que fueron los únicos aparatos que no se vieron afectados por el apagón. De igual modo, estaban facultadas para obtener imágenes con muy poca luz. Por lo que pudieron dar testimonio del apagón, del arribo de los trabajadores de la compañía eléctrica, y de una horda de sombras borrosas que poco a poco fueron llenando los corredores, pasillos, estacionamientos y escaleras del lugar, hasta que todo fue poblado por ellas, y se desvanecieron entre las paredes.

Aquello era inexplicable y aterrador. Pero sólo fue el inicio y la paranoia hizo presa de todos. Nadie sabía qué o quiénes podrían ser esas sombras, o qué podrían querer de nosotros. Había quienes aseguraban que eran espectros, o quizás los espíritus de los propios desaparecidos. Otros decían que eran ángeles o centinelas de Dios, anunciando el fin de los tiempos. Unos más creían que eran extraterrestres, preparándonos para un inminente contacto. En fin, cada familia tenía su propia teoría y podía o no ser la misma para todos sus integrantes. El caso es que nadie sabía nada, pero el miedo que mi esposa y yo habíamos sentido al ver dichas siluetas en la pantalla, nos decía a gritos que no podía tratarse de nada bueno.

-VI-

La única versión concordante entre tantas discrepancias, era la relación del fenómeno con la ausencia de luz. Como nunca antes, el correcto abastecimiento de electricidad fue visto como un asunto de seguridad nacional. Sin embargo no dejó de haber desapariciones, sobre todo donde la red eléctrica llegaba a colapsarse, o en las comunidades donde tener luz de noche no es tan habitual como en las ciudades.

El problema no se limitaba a una cierta zona. Cada vez era más amplio hasta llegar a ser global. No había rincón del mundo donde no se hablara de ello. De igual modo los testimonios, las fotos y videos relacionados se volvieron masivos y no había medio electrónico, o plática entre conocidos que no los sacaran a colación.

Para muchos era el fin del mundo. Pero yo aún tenía fe y pensaba que todo habría de salir bien. Creía que sólo era cuestión de conservar la calma, hasta que mi mujer también desapareció. Se paró a media noche para ir al baño y nunca más regresó.

-VII-

Estaba solo y desconsolado como millones de personas alrededor del mundo. Temeroso de la noche, durante el día me preguntaba por qué seguir adelante. Bajo los rayos del sol había anarquía, caos y vandalismo. Se tenía que estar alerta de los demás y ellos de uno. Tras el último destello del astro rey, el miedo aumentaba y no había rincón oscuro o armario cerrado que no pudiera significar un escondite ideal para esos seres, incluso el refrigerador.

            La economía estaba por los suelos, con los trabajos y centros comerciales cerrados. La gente moría de hambre en sus casas o mataba por no hacerlo en la calle. Sólo estaban en servicio los hospitales, con la mitad de su planta laboral, y muchísimas más necesidades que de costumbre. Se podía respirar la tensión en el ambiente y sin mis dos amores la vida carecía de sentido.

            La demanda energética era demasiada y no había nación, por muy desarrollada que fuera, que pudiera darse abasto, o auxiliar a las que de por sí no eran autosuficientes. Poco importó el deterioro ambiental que el consumo desmedido de luz podría significar. La prioridad era simple; no permitir que la oscuridad nos ganara la partida, aunque luego la naturaleza pudiera cobrarnos la factura.

-VIII-

Conforme fueron pasando las semanas, y se volvió más complicado satisfacer las necesidades energéticas de los que quedábamos, el gobierno nos confinó a albergues temporales. Muchos no aceptaron tal invitación, pero las autoridades supieron disuadir a los disidentes cortando el suministro eléctrico, salvo en los puntos de reunión. Aún así, no faltó quienes decidieron quedarse en sus casas y desaparecer.

            Yo estaba tentado a unirme a la cada vez más grande lista de desaparecidos, pero tuve miedo. No quería vivir por más tiempo en la incertidumbre, pero de ser las cosas al revés, no me hubiera gustado que Omar o Isabel se hubieran dado por vencidos, y entregado a las sombras, sin tratar de averiguar quiénes eran o qué querían de nosotros. Como suele suceder, las respuestas no fueron prontas ni claras. Pero sí hubo un contacto. De hecho se capturó a uno.

            Del otro lado del mundo, pero hecho público en tiempo real y a nivel global, se nos presentó unas de estas sombras contenida en un envase de luz. El gobierno de aquel país, auxiliado por un grupo de científicos internacionales y militares, atraparon a una de esas “cosas” justo antes de que abdujera a una niña. La infante se alejó de la mirada protectora de la madre por un par de segundos, persiguiendo a un gato. Pero tan pronto la niña dejó la luz protectora del albergue, las luces comenzaron a tintinear, advirtiéndoles a los guardias que algo estaba mal. Casi de inmediato encontraron a la niña, quien sujetaba al gato con una mano y extendía la otra a una zona oscura, mientras parecía conversar con la pared. Entonces los militares hicieron uso de un arma experimental y lograron capturar al agresor. No explicaron qué pasó con la niña o el gato, pero salvo que esas criaturas también sangraran, no creo que aquella arma fuera del todo segura para los humanos y otros animales.

            En aquel tubo de luz la silueta parecía contorsionarse, desaparecer y reconstruirse. Por medio de ondas de radio y órdenes verbales, trataron en repetidas ocasiones de hacer algún tipo de contacto, pero nada parecía dar resultado. O esa cosa no entendía lo que se le preguntaban, o no quería contestarnos nada. El caso es que justo antes de dar por terminada la transmisión, aquella silueta oscura dejó de retorcerse y se quedó fija, como una gota de aceite flotando en el agua. Después desapareció, pero no sin dejar un mensaje que trascendió la pantalla y el lenguaje, alojándose en lo más profundo de nuestro pensamiento, como una corriente eléctrica que nos recorrió el cuerpo, helándonos los brazos y piernas. Una voz hueca nos gritó desde adentro de nuestras cabezas: “¡Muerte! ¡Oscuridad y muerte! ¡Para todos ustedes!”. Luego se perdió la señal y no volvimos a saber nada de aquel albergue.

            Después de tanto tiempo desafiando a las tinieblas con antorchas, velas, lámparas incandescentes, faros, o luces de neón, ahora compartíamos una emoción que habrían experimentado los primeros hombres que poblaron este planeta. Un sentimiento que ha estado con nosotros desde que existimos como especie, y que pudiera significar el final de la misma; el miedo a la oscuridad  y a las criaturas de la noche.

Nadie podría haber adivinado la duración de la contingencia, pero el tiempo lo teníamos encima. Cada vez eran menos los albergues con los que se tenía contacto, y en el que yo estaba no habían cesado las desapariciones. Las luces no se apagaban en ningún momento, los generadores estaban a toda su capacidad, e incluso se encendieron hogueras gigantescas para iluminar las paredes exteriores, pero la oscuridad no se iba.

Desde pequeños sabíamos que era imposible despistar a las sombras, pero nunca había sido tan apremiante intentarlo. Por más que ilumináramos las paredes, techos y pisos, no parecía suficiente, porque éramos concientes de que las tinieblas no sólo reinaban afuera, sino adentro. En el palpitante corazón, circulando por las intrincadas venas, entre los impulsos eléctricos de la espina dorsal y cerebro, al procesar el oxígeno o digerir los alimentos, la oscuridad navegaba a voluntad por todo nuestro cuerpo. Incluso al cerrar los ojos a la hora de dormir o sólo parpadear. Desde el cálido vientre de la madre hasta la fría tumba, la ausencia de luz era una presencia imbatible e incontrolable.

            Muchos desaparecieron en frente de mí. No era como un acto de magia, sino como una infección. La carne se volvía oscura y vaporosa, después sólo quedaba una sombra que se perdía entre las paredes, o se escurría por el suelo. No parecía ser doloroso y quizás los afectados ni siquiera eran conciente de su condición, hasta que eran absorbidos por las sombras.

            Entonces algunos optamos por no volver a dormir, por miedo de cerrar los ojos y perdernos en la oscuridad de un sueño. Los primeros días no hubo ningún problema, pero a pesar del consumo de píldoras y estimulantes, cuando el cuerpo está exhausto, hasta el café más cargado parece un analgésico. Algunos se quedaban dormidos de pie, y ahí mismo eran absorbidos por las sombras. Otros tuvimos suerte, si es que se le puede llamar así al sobrevivir toda esta locura. No faltaba el que lamentara no haber desaparecido antes, pero no hubo quién estuviera dispuesto a salir del albergue, o apagar la luz de su habitación. No se le temía a la muerte, sino a desaparecer.

Se dice que cuando ya nada puede salir mal, lo más probable es que empeore antes que mejorar. No es una sentencia optimista, pero rara vez se equivoca. Es parte de la sabiduría popular, pero no deja de sorprendernos ingratamente cuando llega a ocurrir. Eso nos sucedió hoy, que ya pasa del alba pero el astro rey sigue sin hacerse presente. Son como las ocho de la mañana, pero el cielo sigue siendo un manto negro, infinito e impenetrable. Sin estrellas o luna, la bóveda celeste es como la tapa de una hoya vista desde su interior.

            El amanecer no es más un respiro para nuestra desconsolada existencia. Pero no veo miedo en las miradas cansadas que me acompañan, sino resignación, como cuando al fin llega algo que has estado esperando angustiosamente por un largo tiempo. Sabemos que hemos perdido la guerra, sin haber ganado una sola batalla, ante un enemigo etéreo que tal vez nunca llegaremos a comprender. La muerte oscura se avecina y habrá de reclamar su presea arrebatándonos la luz de nuestras vidas. Mas no parece llevar prisa, tal vez no tendría por qué apresurar las cosas, al fin de cuentas la eternidad es suya y nosotros sólo somos una ínfima parte de ella; una efímera y pálida chispa en un vasto y profundo mar de oscuridad y sombras.  

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