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miércoles, 30 de noviembre de 2011

Desierto

Despierto en medio del desierto, no sé dónde estoy o qué hago aquí, incluso ignoro quién soy. Parece que está oscureciendo, o quizás está por amanecer, no estoy seguro, pues me arden un poco los ojos y tengo la vista nublada. Traigo puesto un uniforme militar, no sé cómo puedo reconocer eso, pero parece que es de lo único que tengo certeza, además de la sed.

Me duele el cuerpo, pero no estoy herido o lesionado. Quizás sólo sea cansancio. Me incorporo y cada uno de mis huesos cruje y se acomoda en su sitio. Ignoro por cuánto tiempo he estado en este lugar o qué día es, pero sé que aquí parado no obtendré las respuestas que busco.

No sé qué dirección tomar, no hay estrellas en el cielo y tampoco parece correr el viento.., es casi como si el tiempo se hubiera detenido. De hecho apenas logro escuchar mis latidos. Si no fuera porque me duele cada parte de mi cuerpo, creo que no dudaría ni un segundo en asegurar que estoy muerto.

Camino sin rumbo por las dunas, mis pisadas se entierran y cada vez me cuesta más trabajo dar el siguiente paso. No creo salir vivo de ésta, pero no me rendiré, al menos que ya no pueda más.

Volteo la mirada, sólo para constatar que la arena se ha tragado mis huellas, por lo que más me vale no perder el rumbo, o terminaré caminando en círculos.

Más adelante, me parece que he visto una luz, una lámpara o quizás una fogata. Ese brillo es suficiente para inyectarme energía y seguir mi camino, ahora con una dirección determinada. Cada vez estoy más cerca y sólo espero que en ese lugar pueda encontrar a alguien que me ayude a salir de este sitio, o al menos que me haga compañía en este Infierno.

No puedo dar ni un paso más, pero al fin llego a mi destino. La arena en mis ojos y la oscuridad parecen haberse confabulado en mi contra, pues casi no logro distinguir nada, salvo la luz de la fogata.

No estoy solo; algo en el ambiente ha cambiado, por lo que sigo avanzando, pero me tropiezo, no sé con qué, parece un bulto, pero no.., es un cuerpo.., un cadáver. Me cubro la cara con las manos y cuando las retiro, me doy cuenta de que no es el único, de hecho estoy rodeado de ellos.

No sé si agradecer o maldecir el que mi vista se haya decidido a cooperar. Porque la escasa luz me deja ver que todos visten uniformes como el mío, y parece que fueron acribillados mientras dormían.

¿Quién pudo haber hecho esto? La cabeza me da vueltas, y como destellos, poco a poco vuelven los recuerdos a mi mente.

¡Yo los maté! ¿Pero por qué o con qué? Cuando desperté, a mi lado no había ningún arma. Mis manos tiemblan y pienso que tal vez la arrojé en el camino, o se la tragó el desierto.

Entonces, simplemente pierdo la fuerza y me desplomo.

-II-

La luz del día me despierta, y la peste de la muerte me hace volver el estómago. El fuego se ha apagado y la hoguera sólo humea un poco. Trato de recordar lo ocurrido, pero no logro encontrar la razón que me obligó a matarlos a todos. Ya no quiero seguir con la duda, y busco desesperadamente un arma que termine con mi existencia de una buena vez.

No merezco vivir, no quiero seguir con la incertidumbre, y parece que al fin la suerte me sonríe, pues el brillo del cañón de una pistola impacta directamente contra mis ojos. El desierto no la ha devorado del todo y me apresuro a recogerla, para terminar con esta pesadilla.

Cierro los ojos, quito el seguro y aprieto el gatillo…          

-III-

Unos veinte minutos más tarde, un grupo de hombres montados a caballo llegan y se cercioran de la muerte de todos, entre ellos hay una mujer joven que grita:

            –¡Él es! ¡Él fue el que me salvó de estas bestias! ¿Pero por qué está muerto?

            –¿Estás segura que es él? –le pregunta el que parece el jefe del grupo.

            –Sí, los soldados me encontraron en el camino, me forzaron a irme con ellos, y me trajeron hasta este lugar. Aquí encendieron la fogata, extendieron sus bolsas para dormir, me amarraron a esa estaca y comieron. No sin antes amenazarme con violarme tan pronto descansaran un poco, incluso me dijeron que más me valdría cooperar, o me matarían. Hasta se jactaron de importarles muy poco si estaba o no con vida cuando abusaran de mí. Él trató de hacerlos recapacitar, pero no le hicieron caso, e incluso lo castigaron asignándole la vigilancia a él solo, mientras el resto dormía –dice la mujer.

–¿Tal vez los demás lo mataron por haberte ayudado a escapar? –inquiere otro del grupo.

            –¡No! Recuerdo muy bien que mientras todos dormían él me desató, y me preguntó si podía regresar yo sola a casa, le respondí que sí y entonces me pidió que me alejara de ahí lo más rápido que pudiera. En ese momento uno de sus compañeros despertó, sacó su arma, y cuando estuvo a punto de accionarla, cayó acribillado por la ametralladora de este valiente. Ante eso los demás despertaron, por lo que él tuvo que hacer lo mismo con ellos, luego me repitió que me marchara y él también se fue, pero con dirección contraria a la mía –responde ella.

            –Tal vez nunca sabremos qué fue lo que pasó después, pero el caso es que estos “perros” están muertos. ¡Vámonos! Dejemos que el desierto se los lleve al olvido a todos, con excepción de éste; a él lo enterraremos como Dios manda, esperando que encuentre paz en el más allá –dice el jefe y los otros asienten con la cabeza, mientras la mujer llora.

            Quizás ellos nunca sepan qué fue lo que ocurrió después, pero yo sí.., sigo sin recordar mi nombre o por qué mi unidad estaba asignada a esta zona, mas no creo que eso tenga alguna relevancia ahora…

  

Ayer

Ayer la volví a ver y me sorprendió poder reconocerla después de tanto tiempo. Hace casi diez años que no sabía nada de ella, pero ahí estaba, parada a unos ocho metros de distancia; la mujer por la que hace una década hubiera dado la vida entera por estar a su lado, pero que ayer no me provocó ni las ganas de acercarme y decirle: “hola”. No pude evitar sentir un leve hormigueo recorriendo mi cuerpo, y cierta perturbación en mis latidos, pero nada nuevo, nada por lo cual tendría que volver la mirada y añorar el pasado.

            Ella vestía un traje sastre color miel, tal vez el mismo, o uno muy parecido al que le gustaba portar cuando quería verse distinguida. De hecho es posible que sólo la haya reconocido por el traje. Recuerdo que siempre criticaba mi forma de vestir, ella predominaba elegancia a comodidad, mientras que en mi vocabulario no había cabida para el significado de la primera palabra.

            Sus zapatos combinaban armónicamente con el conjunto, y su porte me resultó inconfundible, así como la diadema con la que contenía su larga y dorada cabellera. No recordaba que tuviera tantos rizos, y me parece que su pelo era más rubio, pero la memoria a veces nos traiciona, y hace pasar por recuerdos hasta aquellos detalles que sólo sucedieron en nuestra mente.

            Su piel seguía igual de pálida que siembre, y sus ojos… resguardados tras esos anteojos de tonalidad ámbar, ni siquiera me reconocieron. Definitivamente era ella, incluso me parece que cargaba con la misma carpeta donde guardaba los poemas de amor que le llegué a escribir.

Cuando la conocí, algo dentro de mí me gritaba que me alejara de ella. Incluso un día ella me confesó que cuando me conoció, algo le decía que aún no era tiempo y que era demasiado pronto. Recuerdo que hacíamos bromas al respecto, hasta le decía que quizás deberíamos esperarnos unos diez años más, para ver si habría algo entre los dos, o no. Por supuesto que no esperamos tanto, y el tiempo que convivimos juntos fue tan bueno como malo, siendo esto último lo que terminó por separarnos unos años después. Más adelante nos reencontramos, pero ya no era lo mismo, nuestro amor estaba quebrado y aunque intentamos repararlo, ambos sabíamos que se resquebrajaría a la menor provocación. La cual nunca llegó, ni siquiera le dimos la oportunidad, simplemente nos distanciamos hasta no volvernos a ver.

Para mí ella era la “luna”, de hecho a ninguna otra mujer le volví a decir de esa manera, quizás hasta podría asegurar que después de ella no volví a ver la luna de la misma forma. “Luna” era un mote que le quedaba muy bien, no sólo por su blancura y belleza, sino también por su actitud altiva, por no hablar de su vida nocturna. De noche brillaba, de día apenas se notaba su presencia, pero ahí estaba, a sólo unos pasos de distancia, tan bonita como siempre y con esa belleza que sólo los años saben dar a las mujeres.

El caso es que ella seguía siendo la misma, pero yo ya no. Y no sólo hablo del tiempo, que ha sido igual de implacable con los dos, más bien me refiero a todo. Ella era el pasado, y si yo estaba ahí solo, era porque mi presente y futuro había ido al baño; mi esposa, el amor de mi vida, la mujer más hermosa del Universo, al menos para mí, había tomado demasiado té helado y tenía que dejarlo ir. Así como yo tenía que dejar el pasado en su lugar, y agradecer porque el destino me hubiera quitado a la luna, para regalarme a la noche en el pelo de mi mujer y al Sol con cada amanecer a su lado.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Del otro lado

-I-

Por varios días un insistente goteo proveniente del otro lado del muro me había hecho muy difícil conciliar el sueño. A simple vista no me era posible identificar el problema, por lo que asumí que el desperfecto habría de estar en la vieja tubería que recorre la casa. Nunca he sabido cómo reparar ese tipo de problemas, por lo que llamé al primer plomero que encontré en la guía telefónica, y le expliqué mi circunstancia. Él no tardó mucho en llegar acompañado de un par de trabajadores más, porque tendrían que abrir la pared para encontrar el desperfecto.

En menos de quince minutos ya habían abierto un hueco en el muro y encontrado la razón del persistente goteo. Pero no era una fuga de agua, sino los fluidos corporales de un cadáver en estado avanzado de putrefacción lo que golpeteaban contra la tubería. Yo estaba más conmocionado por el descubrimiento que el plomero y sus ayudantes. No lograba entender cómo o quién podría haber colocado eso ahí. La cabeza me daba vueltas y cerraba los ojos con la esperanza de que todo fuera una pesadilla.

El plomero y compañía salieron corriendo y me dejaron sólo frente a todo eso. Yo estaba paralizado, pero hice lo que en ese momento me pareció que era lo correcto. Llamé a la policía y después, conciente de las posibles implicaciones, contacté a un amigo que es abogado.

Julio, mi amigo, no tardó tanto en llegar como la policía, lo cual era un alivio pues no tenía idea de cómo afrontar una situación como esa yo solo. La autoridad tomó fotografías de toda la casa, buscó huellas, decomisó el marro con el que se había abierto el muro, y extrajeron el cadáver, que más tarde sabría que era el de una mujer. Yo estaba mudo y Julio era el que hablaba por mí, mientras los agentes policíacos me veían de reojo, como si fuera un criminal o estuviera encubriendo algo. Trataban de intimidarme y lo lograron de inmediato.

Los forenses de la policía no tardaron en identificar al cadáver por medio de una reconstrucción facial por computadora. La imagen era nítida, pero no dejaba de ser el de una desconocida para mí. Pero nadie habría de creerme eso, porque según las fotografías que tomaron del interior de mi casa, yo la conocía perfectamente, de hecho era mi esposa.

Todo era cada vez más confuso y perturbador. Incluso Julio admitía haber sido mi padrino de boda.

–Eres mi amigo desde hace años, pero no sé qué juego te traes. ¿Cómo se te pudo ocurrir una cosa tan absurda? Ignoro si fuiste tú la causa de la muerte de Alejandra o fue un accidente que… quién sabe por qué trataste de ocultar. Pero no puedes decir que desconoces a “alguien” y tener retratos de “esa persona” por toda la casa. Además, tú no eres precisamente un ermitaño y muchos te hemos visto con tu esposa. De hecho me extrañó mucho llegar a tu casa esta mañana y que no fuera Alejandra quien me recibiera con una taza de café en la mano –me dijo Julio en el centro de detención.

Yo seguía mudo y sentía como si la cabeza me fuera a estallar en cualquier momento.

–Yo no maté a nadie y no tengo ni idea de quién es esa tal “Alejandra” de la que hablas. Tampoco sé cómo llegaron esas fotos a mi casa o por qué aparezco en ellas con esa mujer. Bien sabes que nunca me he casado y no sé cómo o por qué insistes en seguir hablando de una vida que no es la mía –le dije enojado.

Entonces Julio salió a hablar con uno de los guardias, y sólo regresó a decirme que haría todo lo que estuviera en sus facultades para ayudarme.

Luego me pidió que me tranquilizara un poco. Desde entonces no lo he vuelto a ver.

-II-

No fui a parar a la cárcel, pero me recluyeron en una Institución psiquiátrica donde me han examinado todo tipo de psicólogos, y he sufrido un sin fin de estudios físicos y mentales.

Aún no sé que pensar pero sólo se me ocurren dos posibilidades; maté a mi esposa, guardé su cadáver en un muro y la culpa ha sido tan insoportable que borré de mi memoria cualquier cosa relacionada con su asesinato, o no maté a nadie, ni conozco a la mujer que dicen que es mi esposa y no soy más que la víctima de una confabulación, no sé si en mi contra o sólo soy un “chivo expiatorio” al que se le atribuye un crimen que no cometió, sólo para proteger a alguien más.

De cualquier forma, ninguna de las dos opciones tiene mucho sentido para mí, aunque la primera me golpea la cabeza tan fuerte como el marro que destrozó mi pared.

            La confusión no sólo reina estando despierto, pues hasta mis sueños ya no parecen ser míos realmente, sino de alguien más; pesadillas propias de una mente retorcida y perturbada, pero todas giran al derredor de los mismos elementos.

A veces sueño que estoy en casa y oigo que alguien toca persistentemente la puerta, pero cuando corro a atenderla, en la mayoría de las ocasiones no hay nadie afuera, pero a veces está esa mujer, la tal “Alejandra”. Por lo general siempre está lloviendo en el sueño y ella está empapada. Entonces la dejo pasar, aunque no desee hacerlo. Le ayudo a secarse con una toalla, mientras ella permanece impávida, como ausente. De repente ya no es agua lo que le escurre, sino sangre y trozos de carne que se le desprenden del cuerpo. En ocasiones eso no es suficiente para despertarme, y sigo en el mundo onírico impregnando la toalla con la humedad sangrante del cadáver. A veces me ve y sonríe, en otras ocasiones llora, pero generalmente me toma del cuello y me sofoca hasta morir.

            El sueño es repetitivo aunque los elementos cambian continuamente. No siempre es ella la que toca a la puerta, a veces soy yo y ella me abre. Ocasionalmente siento que soy yo y termino siendo ella, o cuando abro la puerta me encuentro conmigo empapado de lluvia y sangre.

            Sólo una vez soñé que no era nadie, salvo un espectador mudo. Entonces La vi a ella leyendo una revista en la sala, cuando tocan a la puerta. Afuera llueve como si nunca más fuera a hacerlo, y los relámpagos hacen palidecer las luces de las lámparas que iluminan las paredes. Ella va a la puerta y abre. Yo estoy del otro lado, pero no soy yo, o al menos no siento ser esa persona que llega empapada y carga un paraguas defectuoso, que opta por dejar afuera. Luego entra, se besan y dicen algo, mas no logro escuchar qué cosa. De repente y tras un fuerte trueno, la luz de la casa se extingue y sólo se pueden apreciar las centellas del cielo. Oigo barullo, pero no logro ver o distinguir qué pasa. Entonces un nuevo relámpago ilumina el interior, y veo cómo ambos se matan a cuchilladas.

-III-

Nadie me quiere decir cómo fue que murió la mujer del muro. Afirman que en mi actual situación, tener ese tipo de información me sería más perjudicial que benéfico. Tanto misterio alimenta aún más mi paranoia y fortalece la idea de que todo esto no es más que un engaño. Los sueños podrían ser un voto en contra de mi cordura, pero creo que cualquiera que estuviera en mi predicamento empezaría a ver fantasmas, aún bajo los rayos del sol.

            Estoy en un punto en el que desconfío de los medicamentos que me han dado las enfermeras y el tratamiento de los médicos. Sospecho del plomero, sus ayudantes y hasta del propio Julio. Aquella rapidez con la que acudió a mi llamado ha dejado de ser providencial y empieza a ser intrigante. ¿Cómo es que pudo llegar antes que la policía, cuando él vive del otro lado de la ciudad? Él es abogado y conoce a mucha gente, no le hubiera implicado ningún problema pedirle a alguien que falsificara las fotos en las que aparezco con esa mujer, o los documentos pertinentes para aparentar un matrimonio. Lo último que me dijo fue que haría todo lo posible para ayudarme, pero sigo encerrado. La cárcel no tendría por qué ser más agradable, pero al menos podría buscar otro abogado, en cambio aquí me siento como un animal enfermo al que no saben si curar o sacrificar de una buena vez.

Pero no puedo estar pensando todo esto de él, Julio es mi mejor amigo. Tal vez él no tiene nada que ver, o nunca pensó en involucrarme, quizás sólo intentaba deshacerse del cadáver de esa mujer. ¿Entonces por qué truquear las fotografías? ¿Por qué asegurar que yo estaba casado con esa persona?

Por otro lado, tal vez no hay ningún truco y yo maté a esa mujer y la oculté del otro lado del muro, tan cuidadosamente que ni yo mismo sabía que estaba ahí… No, eso es imposible.

Asumiendo que no es necesario poseer alguna habilidad especial para matar a alguien, eso no significa que sea igual de sencillo ocultar un cadáver. Yo no sé nada de construcción, soy dentista no albañil. ¿Cómo podría colocar el cuerpo de una mujer en un sitio semejante y volver a dejar el muro como si nunca hubiera sido abierto? Sé trabajar con yeso, pero no es lo mismo hacer moldes dentales que reparar una pared. Además, si fui capaz de hacer todo eso ¿para qué pedir la ayuda de un plomero para reparar la supuesta fuga…? Tal vez para crear una coartada… ¿Pero qué estoy pensando? Ahora hasta mi cabeza duda de mi inocencia.

-IV-

Ya no sé cuántos días llevo encerrado en este lugar, después de la quinta semana dejé de llevar la cuenta. Entre sedantes, pesadillas y teorías de conspiración, ya no sé qué es real y qué no. Cada minuto que pasa me convenzo más de que he perdido la razón.

Dormido no estoy en paz; soñando una y otra vez con lo mismo. Despierto no es diferente; por un incesante goteo que parece que sólo yo escucho. Es un “tlic, tlic” que me está volviendo loco.

            Pero no es mi imaginación, salvo que mis oídos se hayan confabulado con la vista y el tacto. No sólo escucho el goteo, también siento la humedad en las paredes y ahora veo cómo se ha empezado a embolsar el techo por la gotera. Entonces la enfermera llega con mi dotación de medicamentos y un vaso de agua. Una gota le cae en la cara, pero ella no parece sentir nada, sólo me da las pastillas, se cerciora de que me las haya tragado y se va sin dirigirme la palabra.

            El techo está lleno de goteras y el agua escurre por las paredes. Las pequeñas gotas en el suelo se han vuelto charcos, pero el agua no se cuela por la puerta; se queda en la habitación conmigo.

Me pongo de pie y chapoteo en el agua helada hasta el comunicador de la entrada para pedir ayuda. El guardia se asoma por el pequeño cristal de la puerta, mas no hace nada y vuelve a su lugar.

            Ahora el agua me llega hasta las rodillas y las paredes se han llenado rápidamente de moho y empiezan a desmoronarse. Entonces me parece escuchar la risa de una mujer que se mezcla con el “tlic, tlic” de las gotas, hasta que todo se concentra en una sola pared.

La risa cada vez se vuelve más clara en la medida en que el muro se degrada hasta formar un boquete. Al otro lado está el cadáver que arruinó mi vida, aunque sigo sin estar seguro de si yo fui el que arruinó la suya primero. Su presencia hiede y me revuelve el estómago.

            Grito pidiendo ayuda, pero nadie acude a mi llamado. Estoy solo y ese cuerpo ha dejado de estar inerte. Ella me percibe sin abrir los ojos y fija sus sentidos en mis movimientos. La risa se ha detenido al igual que el goteo. Entonces la mujer sale del muro, dejando tras de sí algunos trozos de ella misma que se hunden hasta el fondo y pigmentan el agua de rojo y negro. Cada vez está más cerca de mí, y no detiene su marcha, lenta y segura, hasta que sólo nos separa un paso.

            –Te lo di todo y tú sólo me regalaste la fría y húmeda muerte –dice sin abrir la boca, pero estremeciéndome la piel.

            –Yo no sé quién eres o quién crees que soy yo. Pero si buscas venganza, te has equivocado de persona. No sé quién te mató ni qué hacías en mi pared. Créeme que fue una desagradable sorpresa encontrarte ahí, y no ha sido menos sorprenderte o desagradable verte ahora. Por lo que si sólo eres producto de mi imaginación, o una mala jugada de mi desorientada cordura, te pido que me dejes tranquilo, que ya estoy bastante confundido como para andar lidiando con muertos vivientes –digo y me cubro el rostro con la esperanza de que ese espanto desaparezca, pero el frío, la humedad y ese nauseabundo olor me sacan del engaño, obligándome a descubrirme la cara y verla nuevamente.

            Nos quedamos frente a frente por una eternidad, hasta que ella me besa en la boca. Su aliento es frío y fétido, mas no me separo de ella. Luego desaparece con todo y agua. Entonces me percato de que ya no estoy en el hospital, sino en mi casa. Todo ha sido una pesadilla… Bueno, casi todo pues aún escucho ese “tlic, tlic” del otro lado del muro.

            Me paro de la cama, camino hasta mi molesto enemigo y golpeo contra la pared… El sonido se ha ido. Incrédulo, pego la oreja en el muro y no escucho nada. Pero al mirar alrededor observo el retrato de la mujer de mis pesadillas. Ella me sonríe desde la foto y todo empieza a darme vueltas. Despego la oreja, pero no puedo alejarme de la pared. Múltiples brazos me han atrapado y siento como si el muro me devorara. La presión es insoportable y entonces… despierto.

-V-

Estoy en casa, una vez más me quedé dormido sobre el escritorio y las placas dentales. Todos esos químicos que manejo en el consultorio deben ser la causa de mis constantes pesadillas. Si le contara a Julio mi sueño, seguramente me recomendaría a un especialista o se reiría un rato a mis costillas.

            Afuera está lloviendo copiosamente y apenas logro escuchar que alguien está tocando a la puerta. Debe tratarse de una emergencia porque bajo esta lluvia y a las tres de la mañana ¿a quién se le ocurriría visitar al dentista? Quizás sea un viejo cliente que no tiene mi nuevo número o ignora que ya no doy consultas en la casa.

            Me quito la pereza de encima, y me asomo por la mirilla de la puerta. No veo a nadie pero aún así pregunto “¿quién es?” sin obtener respuesta. Me alejo de la puerta y pienso que pudo haber sido sólo una ilusión auditiva, producida por la lluvia que pega contra los cristales. Pero vuelven a tocar, ahora con el timbre. Me asomo nuevamente, pero sigo sin ver quién es. Entonces abro la puerta y la veo a ella; Alejandra.

            –Pero es imposible… No puedes ser tú… Se supone que estás muerta. Yo… te maté –digo entre balbuceos y retrocediendo mis pasos.

Ella no dice nada y entra empapada, entonces un relámpago revela que mi pesadilla apenas comienza. Alejandra está parada frente a mí, pudriéndose y sujetando un cuchillo en su mano derecha, y en la otra lleva algo mucho más desagradable; la cabeza cercenada de Julio, la cual deja rodar hasta mis pies.

            Alejandra está muerta. Yo la maté a cuchilladas y arrojé su cadáver al drenaje, aconsejado por Julio. Ella estaba a punto de demandarme por adulterio y exigirme el divorcio. Sólo su muerte podría impedir el escándalo y mi ruina financiera. Mi amigo me ayudó con el cadáver y todo el papeleo de su desaparición, incluso le inventó un amante y un supuesto viaje al extranjero. Ante todo el mundo, ella me había abandonado por otro, y Julio contaba con las fotos para demostrarlo, aunque en verdad se estuviera pudriendo en la cañería de la ciudad.

            Ahora la tengo a menos de un paso, y al cuchillo lo siento cada vez más cerca… ya en mis entrañas.

Las piernas no me responden y creo que el mal olor ya no sólo emana de ella. Sé que esta vez no habré de despertar de mi pesadilla… porque esta vez no estoy soñando.    

Espacios vacíos

Ya todos se han ido, dejando tras de sí un sin número de recuerdos y rincones empolvados. Los muros están desnudos, y de no ser por las múltiples cicatrices que dejaron los clavos y el martillo, resaltarían aún más las grietas del último terremoto. Hace años en aquella pared reposaba nuestro retrato de bodas. Y en esa otra, la foto de nuestro primer hijo, Carlos. Tiempo después habrían de colocarse otras dos, las de Dulce y Andrés. Pero ahora sólo hay tres espacios vacíos y una sombra.

            En esta habitación, que ahora sólo colecciona telarañas, estaba la biblioteca. Ya no hay libros, ni estantes, sólo las huellas de su peso en las lozas quebradas. Aquí había un escritorio donde siempre quise poner un pequeño atril, pero el tiempo me ganó y acabó siendo el hogar de nuestra primera computadora.

            Más allá está la habitación que por un tiempo fuera de los niños. Ya que tan pronto entraron a la pubertad, cada uno exigió su propio espacio y tuvimos que decirle adiós al cuarto de huéspedes y a la oficina que había acondicionado para trabajar en casa. Cada uno decoró su recámara a su manera. Tan distintas entre sí, que a veces me preguntaba si eran realmente hermanos.

            Recuerdo que cuando compramos la casa nos parecía tan grande que creímos que nuestro mayor problema sería llenarla. Entonces no teníamos nada y sólo estábamos mi esposa y yo. Pero conforme fueron pasando los años nos dimos cuenta de que es más fácil llenar un lugar así de grande, que encontrar espacio suficiente para acomodar toda una vida.

Ella siempre fue la de las  buenas ideas y por más locas que pudieran parecerme, siempre terminaba coincidiendo con su parecer. Incluso cuando dijo que quería un perro y no un canario cantante, como yo deseaba.

–¿Cómo se supone que nos va a proteger un ave? –decía, dejándome sin argumentos.

Hasta que un día trajo a la casa a un chihuahueño más nervioso que un ratón, al que nombró “Hércules”.

 –¿Cómo se supone que este intento de perro va a poder defendernos? –le pregunté muy serio.

Ella no dijo nada, pero al día siguiente me regaló a “Isis”, una hermosa canaria cantarina.

            Al tiempo la casa fue perdiendo sus habitantes. Primero se fueron los niños, siendo ya unos adultos. Trazaron su senda, estableciendo otros lazos y formando sus propias familias. Entonces el espacio que parecía tan escaso se volvió inconmensurable. Pero sólo por un tiempo, porque luego llegaron los nietos, colmando otra vez a nuestro hogar de risas y anécdotas.

            Esta era la habitación principal, donde mi esposa y yo compartimos tanto amor, risas, discusiones y malentendidos. Aquí, donde sólo se ven las huellas de una cama, fue donde decidimos tener hijos, amarnos, odiarnos e ignorarnos tantas veces. También aquí fue donde cuidaron de mí, hasta el desvelo y conocí el frío beso de la muerte.

            Ahora ya se fueron todos, hasta yo (de algún modo). Porque la vida sigue con los vivos, aunque los muertos se queden con sus recuerdos.

Salvo los domingos

Todos los días, salvo los domingos, de nueve a once de la mañana, don Rogelio viene a la Iglesia del Rosario a contemplar la belleza de su amada. Desde hace más de siete años se sienta en la misma banca y en silencio la observa. Dice que su tierna mirada y delicados rasgos le recuerdan a su difunta esposa, quien fuera el amor de su vida. Él la observa atentamente mientras ella se deja ver paciente, amorosa y en silencio.

Nadie se pregunta por qué don Rogelio viene todos los días. Tal vez lo vean como un anciano más, aferrándose a lo que le queda de fe, o incrementándola en espera de su “examen final”, o quizás ni siquiera lo han notado. Se ha vuelto parte del entorno y llama tan poco la atención como una paloma en el atrio, una vela a los pies del Cristo, o un confesionario vacío.

Ya se le dificulta caminar y se auxilia de un bastón que ha encallecido sus manos. Pero siempre es puntual a su cita con ella. Por tres horas permanece sin decir una sola palabra. Sólo inclina un poco la cabeza para decir hola, o adiós, mientras ella permanece inmóvil y en silencio. ¿Qué más se podría esperar de la imagen de la Virgen?    

En ese lugar hace más de sesenta años, don Rogelio conoció a Elena, se enamoraron y tiempo después contrajeron nupcias. Tuvieron dos hijos, igual número de gatos, una casa y un pequeño sedán. Hace mucho tiempo de eso, pero él no borra nada de su memoria. ¿Cómo podría sin perderse en el proceso? Sus hijos se casaron y formaron sus propias familias. Los gatos también se fueron, pero a dormir para siempre en el jardín. Sólo conserva la casa llena de recuerdos y fantasmas, y el auto (aunque éste ya no arranque sin un buen empujón). 

Durante todos estos años la Virgen ha testificado su vida, encuentro, unión y despedida. Aunque él insista en que su querida Elena sigue con vida en la amorosa mirada de la madre de Dios. Eso podría parecer un sacrilegio para algunos, pero él piensa que entre tanta podredumbre que hay en el mundo, lo menos que podría ofender a la Virgen es que se le comparara con alguien a quien se ha amado tanto, y por toda una vida.

De lunes a sábado don Rogelio va de nueve a once a la Iglesia del Rosario a contemplar a la Virgen. El resto del tiempo se lo pasa con sus hijos, nietos, bisnietos y demás corazones que se han integrado a la familia. Pero los domingos son especiales. Desde muy temprano se va al cementerio, al lugar donde reposan los restos de su esposa, y algún día descansarán los suyos. Se pasa el día limpiando, puliendo, enflorando la lápida y conversando con su eterna compañera.

Mientras tanto en el templo, se congregarán los fieles, el sacerdote dará su sermón, el Cristo será venerado por docenas y la Virgen… bueno, en lo que respecta a don Rogelio, ella tampoco asistirá a la Iglesia ese día.

Horario de visita

Después de quince años de vivir encerrado en este lugar, me pregunto cuál podría ser el sentido de querer salir. El abogado que lleva mi caso (asignado por el Estado), ha sugerido que apelemos la sentencia argumentando los años ya purgados y mi buen comportamiento durante todo este tiempo. Podría salir libre en tres o cinco años más, pero no quiero.

            Allá afuera no queda nada de lo que dejé, ni nadie al que le importe o requiera de mí. El mundo es otro y no sé si tenga vocación para conocerlo. La vida acá adentro no es fácil, pero ya me he acostumbrado a vivir entre hienas carroñeras, santos, asesinos y demás depredadores. Quisiera decir que soy de los segundos, pero no es así. Purgo una pena de cuarenta años por un crimen que sí cometí, aunque no recuerde el motivo.

            Aquel día salí del trabajo con la billetera llena, mis buenos amigos y muchas ganas de saciar la sed en la primera cantina que nos abriera las puertas. El resto es difuso, como fragmentos de una historia que he escuchado antes, pero jamás he vivido. Recuerdo el ir y venir de las botellas y billetes, una riña y dos enormes “gorilas” sacándome a patadas del establecimiento. Las calles eran oscuras y desconocidas, a veces se hacían estrechas, o amplias como plazas públicas. De cualquier forma, no sé si por azar, destino o mala suerte, terminé en la casa. Mi esposa estaba despierta y no muy contenta. Discutimos…, y después no sé qué pasó. Me parece que se encerró en la recámara mientras yo me metí en el baño.

            Lo siguiente que recuerdo es haber despertado en el piso a un lado del sanitario, con un cuchillo ensangrentado en la mano y un cadáver en la regadera. El resto me lo contó la fiscalía al momento de acusarme de asesinato. Entonces me declaré inocente y la defensa alegó que no era responsable de mis actos, por haber cometido el homicidio bajo los efectos del alcohol. Pero no sirvió de nada porque el juez me declaró culpable y sin derecho a fianza.

            Durante mis primeras semanas en prisión, solían venir a verme aquellos amigos con los que pasé mi última noche libre. Después se olvidaron de mí, y yo de ellos. La que nunca lo ha hecho es mi esposa, quien viene a verme todos los días sin falta y a pesar de todo. Ella es la única que sosiega esta soledad compartida y me regala su paz. Algo habré hecho bien en la vida para merecer su compañía, o quizás ella fue la que hizo algo tan ruin y despreciable para merecer la mía.

El caso es que ella es la única que podría saber qué fue lo que realmente pasó esa noche, pero nunca declaró en mi contra, ni le gusta hablar de eso, casi como si no hubiera ocurrido. A pesar de lo que pudieran opinar los demás, ella siempre ha estado a mi lado respaldándome en todo momento. Aunque algunos de mis compañeros de celda no opinen lo mismo. Ellos creen que es todo lo contrario, piensan que tal vez fue mi esposa la que me inculpó por un crimen que ella misma cometió, aprovechándose de mi estado etílico. Pero yo sé que están equivocados.

Ella no sería capaz de semejante cosa. Aunque a veces quisiera que me contara que fue lo que vio o escuchó esa noche. Pero cada vez que le pregunto ella se incomoda, cambia de conversación o voltea a ver el reloj, y se marcha argumentando lo mucho que aún tiene que hacer en la casa. Por eso ya no he insistido en ese asunto. La verdad es que tengo miedo de que deje de venir a visitarme o se olvide de mí, así como yo me he olvidado de casi todo; desde la fecha de su cumpleaños, el lugar donde la conocí, la Iglesia en que nos casamos, su flor favorita y… hasta el motivo por el cual la asesiné en el baño.

La foto

-I-

Hoy se ha vuelto a despertar con el mismo sueño. Noche tras noche desde hace más de un mes, no ha hecho más que soñar con ella. Él no la conoce ni recuerda haberla visto antes. Pero piensa que ese olvido debe tratarse de algún error de su memoria. Tiene que haberla conocido, o de qué otra manera se podría explicar que guardara su retrato en una de las bolsas de su gabardina.

            Cada noche el sueño es distinto en cuanto a su contenido, pero versa sobre los mismos personajes; ella y él. A veces sueña que está perdido entre la multitud y la ve caminar como escabulléndose de alguien; quizás de él. No sirve de nada seguirla, porque cuando él cree alcanzarla, ella ya se ha ido a otro lado o él despierta.

En otras ocasiones sueña que la ve en el faro donde él trabaja. El sueño empieza como cualquier día cotidiano. Se ve dándole mantenimiento al equipo o limpiando los reflectores, cuando escucha unos pasos que suben por la escalera de caracol. Él se apresura a ver quién es, y entonces la ve nítidamente entre las sombras. La mujer es joven, demasiado para él, pero su corazón se alegra al verla. Tiene el pelo largo y oscuro como lo tenía su esposa, pero no es ella. Aunque sus ojos le son familiares, aún no logra recordar dónde o cuándo fue la última vez que vio otros parecidos. Ella se para frente a él con la mirada triste y en completo silencio. Luego lo abraza, pero cuando él intenta hacer lo mismo, ella desaparece, o él despierta.

La última mujer que tuvo en la vida fue su esposa, de la que se separó hace varios años, más de veinte, aunque la vio por última vez hace sólo un mes. Él estaba de visita en la ciudad por un par de horas, y sólo para comprar algunas refacciones para el faro, pero como si estuviera predestinado se encontró con ella. Apenas logró reconocerla cuando entre la multitud de extraños ella gritara su nombre.

Después de tantos años sin verse, los múltiples pleitos que los llevaron a separarse parecían estar muy lejanos. Ella se veía feliz de haberlo encontrado. Tenía tantas cosas que decirle, pero él no tenía tiempo y el ferry que lo traería de regreso a la isla, no habría de esperar ni un minuto más por él. Todo estaba dispuesto para una nueva discusión, pero no fue así, ella en cambio le regaló una sonrisa de conformidad y en un papel le apuntó su dirección y número telefónico, para que cuando tuviera una oportunidad, o regresara con más tiempo se pusiera en contacto con ella. Algo que hasta la fecha no ha hecho.

-II-

No le ha contado a nadie lo de la foto y ni de sus sueños recurrentes. Tampoco sobre las frecuentes visiones. Al principio sólo ocurrían al momento de despertarse, como si lo soñado no se hubiera ido del todo, o la vigilia tardara en tomar control sobre sus sentidos. Veía a la joven en su cuarto o sentada a los pies de la cama, pero tan pronto como prendía la luz o agudizaba la vista, ella se desvanecía. Pero ahora su presencia es más constante, pues la ve entre las sombras de los árboles y las rocas, o entre los rostros difusos de los habitantes esporádicos del campamento pesquero. Empieza a creer que por fin la soledad se ha cobrado con lo poco que le quedaba de cordura y buen juicio.

Vivir como guardafaros no sólo era un trabajo para él, aunque no fuera su vocación, sino un escape del mundo que había dejado atrás. Tomó el empleo después de separarse de su mujer y aceptar que el fracaso de su relación se debía más a él que a ella. El faro lo alejó del alcohol, las parrandas y apuestas con los que se hacían llamar sus amigos, pues en ese lugar no hay cantinas, mujeres ni nadie que le pudiera servir de distracción.

La soledad y sus años de bebedor podrían explicar los sueños y visiones que ha estado experimentando, pero el retrato es algo tangible. Evidencia de una laguna en su memoria, en la que siente que está a punto de hundirse y morir ahogado. Recuerda mil rostros sin nombre y anécdotas huecas, pero la mujer de la foto es un misterio que lo persigue. Por momentos recuerda algo, pero ha sido tal su obsesión que ya no sabe si lo que guarda es la memoria de un sueño o el pasado que aún no se ha decidido a marcharse de su lado.

Por lo general la soledad es la única que le hace compañía, pero así es como él escogió vivir. Los pescadores llegan cada quince o veinte días y se van. Y en tiempo de veda sólo deambulan por la isla las gaviotas, los pelícanos, uno que otro turista, algún contrabandista y el viejo guardafaros. Cada mes el ferry regresa con provisiones y su paga, por lo general en mercancía, porque el dinero no sirve de mucho por estos lugares, y no tiene caso almacenarlo si no se espera hacer nada con él más tarde.

            Si alguien se enterara de que ha estado teniendo visiones podría darse por desempleado y sustituido por otro, o remplazado por una máquina que automatizaría al faro. Por años han intentado hacerlo, pero mientras exista un farero en activo, las autoridades se han tenido que guardar las ganas para otro momento. El gobierno no quiere tener líos con el sindicato, y sabe que al final la carne es perecedera y es sólo cuestión de tiempo para que cambien las cosas.

-III-

Hoy no ha visto a la joven a los pies de la cama o en la escalera. El faro parece estar libre de su presencia pero el resto de la isla no. El viento le lleva aromas que desconoce y recuerdos que se escapan sin mirar atrás. Oye voces que susurran en los rincones y silban entre los árboles. Está solo, así lo escogió, mas esa elección jamás le había pesado tanto. Piensa que quizás debería hacer la llamada que le prometiera a quien fuera su esposa. Sólo para escuchar otra voz, una que le regrese un poco de cordura a su desatinada memoria. Pero ahora no es la desidia o las ganas de olvidar lo que lo detienen, sino el descuido y la humedad los que han hecho ilegibles los números escritos en aquel trozo de papel.

            Decepcionado se refresca la cara con un poco de agua, y ve de reojo el calendario. Hoy es el día de paga y el ferry no ha de tardar en llegar. Entonces sale del faro, cierra los ojos y respira profundamente, tratando de ahuyentar a los fantasmas y despejar sus confusos recuerdos. El viento sigue silbando, echando a volar su sombrero y alborotándole el poco pelo que aún le queda, mientras las olas continúan rompiendo su marcha contra la escollera, que soberbia, inmóvil e irreverente, parece decirle al mar “¿Si me quieres? ¡Ven por mí!” Y éste le responde con un concierto de olas.

            Todo luce tranquilo, aunque a lo lejos se empiezan a acumular las nubes que acompañan a la tormenta. El transporte habrá de llegar antes pero las tempestades no tienen palabra ni horario. En el faro está todo en orden y su luz se impone a la incipiente oscuridad que se avecina. Ahora sólo es cuestión de que busque el sombrero que echara a volar el viento y espere el transporte en el desolado muelle. Casi nunca lo hace, por lo general va por su paga hasta que el ferry se ha ido, justo cuando sabe que no habrá de toparse con nadie, pero hoy quiere cerciorarse de que no está solo en el mundo.

El aventurero sombrero reposa sobre unas piedras, donde su dueño no tarda en dar con él y recogerlo. Le sacude la arena golpeándolo contra el pantalón y se lo pone. Entonces la vuelve ver. La mujer del retrato está en la parte alta del faro. Él se frota los ojos para desengañar su vista, pero sólo consigue irritarlos porque la mujer sigue ahí. No parece una ilusión o espejismo como las otras veces. Incluso el viento hace ondear su largo y lacio pelo negro.

–Es real… –parece repetirse mentalmente. Por lo que regresa al faro a toda prisa.

Avanza como si lo persiguiera una mortal incertidumbre. Siempre ha sido cuidadoso, pero hoy no es uno de esos días. No ha dormido bien y las jaquecas son un lastre que detienen hasta a la más potente de las embarcaciones. Respira con dificultad y la vista se le nubla por momentos. El ansia de llegar a ella es demasiada… Tanta, que el corazón no aguanta más la presión y se detiene en un último latido fulminante. Sin haber llegado al objetivo, su camino llega a su fin y termina tirado en las escaleras.       

En ese mismo momento el ferry llega a puerto con algo más que provisiones. Entre sus pasajeros destaca la mujer del retrato, deseosa de conocer al hombre del que tanto le hablaran de pequeña y al que por fin podrá estrechar entre sus brazos; su padre. Está confiada de que él ya ha de haber descubierto la foto que su madre, hace sólo un mes metió a hurtadillas en una de las bolsas de su abrigo.