viernes, 18 de noviembre de 2011

El conejo y la col

-I-

La conocí un viernes por la tarde en un parque del puerto donde vivo. Yo sólo andaba por ahí matando el tiempo, mientras ella bailaba en la acera como una artista callejera más. La acompañaba un muchacho con una guitarra y una joven con una pandereta. Ella traía puesto un vistoso vestido amplio con vivos de colores, e hilos dorados que cada vez que daba una vuelta parecían batirse en duelo con su larga y castaña cabellera.

Debo admitir que cuando la vi por primera vez no me pareció que su exhibición fuera algo por lo cual debiera detener mi camino, pero lo hice, mas no sé por qué razón. Desconozco si bailaba bien o mal, porque no sé nada de baile, pero tampoco me pareció que su belleza fuera algo que destacar, aunque no era nada fea. Podría decirse que era bonita, pero no era para tanto. Aunque en ese momento lo fue y me quedé viendo su presentación hasta que terminó su acto.

Su público era muy pobre; un vagabundo, algunas palomas y yo. Pero por alguna extraña razón algo dentro de mí me decía que tanto el vagabundo como las aves estaban de sobra, porque ese espectáculo era sólo para mis sentidos. Puede sonar pretencioso, pero las pocas ocasiones en que nuestras miradas se llegaron a cruzar, pude sentir que ella estaba bailando sólo para mí. No era la mujer más encantadora que hubiera conocido, ni siquiera la más interesante que estuviera en el parque en ese momento, pero por alguna razón que desconozco, no podía dejar de observarla. Sus movimientos eran hipnóticos y su sonrisa encantadora.

-II-

Cuando concluyó su actuación me acerqué a su pequeño grupo para depositar un billete de poca denominación en su canasto. En cualquier otro momento eso habría sido todo, pero en esa ocasión no fue así. Porque haciendo a un lado al sentido común me acerqué a ella y tímidamente, la invité a tomar un café o comer algo conmigo.

Para suavizar el latente “no” que sentí que se avecinaba a salir por su boca, hice extensiva la invitación a sus demás acompañantes. Pero para mi sorpresa, ella accedió y excluyó a sus compañeros con un:

–Ellos ya comieron, pero yo aún no.

Entonces se despidió de sus músicos, recogió su pelo con un listón, tomó del suelo un viejo morral que se colocó en el hombro y se volvió a despedir de sus compañeros moviendo los dedos juguetonamente. Me tomó del brazo como si fuéramos amigos de años, y me sugirió al oído que en vez de un café mejor le invitara un helado de los que venden en el kiosco, y me regaló una sonrisa. Ante tal hermoso argumento, no encontré cómo decirle que no.

-III-

Ella pidió un helado de vainilla y yo una nieve de limón. Luego nos sentamos a los pies de la estatua de un héroe de la revolución.

–Me llamo Lorena, aunque mis amigos me llaman “flaca” o “huesitos”. Ya ves, me dicen así porque afirman que siempre olvido las curvas en mi otro vestido. Pero tú dime de cualquier forma o invéntame un nombre bonito, uno que sea exclusivamente para ti. De cualquier forma no pienso hacerte mucho caso –dijo al tiempo que le encajó a su helado la primera cucharada y se la llevó a la boca.

Después soltó una sonora carcajada, que hizo que más de un paseante volteara su mirada hacia el lugar donde estábamos sentados.

–No te creas, sólo estoy bromeando contigo. Ya sabes, para romper el hielo… Por cierto… ¿Me das un poco de tu nieve? Se ve que está buena. –dijo un segundo antes de clavar su cuchara y probarla sin que pudiera decirle nada.

–¡Mmm! Está sabrosa. La mía también, ten, prueba un poco –dijo y me ofreció un poco de la suya con la misma cuchara.

En cualquier otro momento habría dicho “gracias, pero he perdido el apetito” y trataría de despedirme de ella lo más cortés que pudiera. Pero no lo hice, en cambio acepté su oferta y probé un poco de su nieve, que por cierto sí estaba muy buena.

Al final los dos terminamos probando un poco de cada uno, mientras platicábamos de todo y nada relevante, con toda la confianza del mundo, como si no nos acabáramos de conocer.    

-IV-

Tenía un acento un poco peculiar, algo familiar, aunque muy ambiguo para poderlo identificar del todo. En definitiva no era de ahí y quizás tampoco del país. Pero cualquier artimaña que usaba para saber su lugar de origen la evadía descaradamente.

Cuando le pregunté por primera vez de dónde era, me respondió que de todos lados aunque nunca hubiera estado en ninguna parte. Decía ser como el aíre. Cuando le volví a preguntar, respondió que era del mismo lugar donde yaciera su corazón. Cuando le pregunté dónde era eso, respondió que él yacía justo en mi pecho y me ofreció su última cucharadita de helado.

Ella era encantadora y sin darme cuenta me fui enamorando como un niño de la luna, al grado que empecé a sentir su latido pero en mi propio pecho.

-V-

Le conté que era pintor y vivía en un viejo edificio cerca del muelle con mi socia y amiga, Blanca. Ella y yo nos conocíamos desde pequeños y no creo que hubiera podido encontrar una mejor compañera de trabajo. Yo hago lo que me gusta, que es pintar, mientras ella busca compradores o patrocinadores de mi trabajo, mientras preparo las obras suficientes para montar mi propia exhibición en alguna galería.

Lorena me sonreía con cada palabra que decía y tan pronto concluí me contó que ella estaba en las mismas que yo. Me dijo que eso del baile callejero era sólo un pasatiempo que le permitía ganarse unas cuantas monedas, pero que en realidad era una escritora de fábulas.

–De hecho ahora mismo estoy trabajando en una historia que aún no sé cómo terminar. Se llama “El conejo y la col”. Quizás tú puedas ayudarme, tal vez le pongas un poco de color a mis palabras y sacarme de las sombras. ¿Quieres escucharla? –preguntó llena de ilusión e ingenuidad.

Como era de esperarse, accedí con gusto a escuchar cualquier cosa que viniera de ella. Entonces Lorena sacó de su morral un pequeño cuaderno de notas y empezó a leer:

            En un triste y abandonado huerto. Muy solo y contrariado vivía un pequeño conejo. Desde hacía varios meses, cuando el huerto no estaba ni triste ni abandonado, llegó a alimentarse de las legumbres que ahí crecían en abundancia; zanahorias, calabazas, brócolis, lechugas, berenjenas y otras cosas. El conejo vivía como rey y su palacio era el corazón de una col.

Por varias semanas el conejo devoró todo y de todo hasta que el huerto quedó desierto, salvo por él y la col. Ahora no sabía qué hacer. Si quería sobrevivir tenía que marchar a otro huerto, pero ya no tenía energía. Había invertido tanto esfuerzo en rascar hasta el último rincón de aquel campo, en búsqueda de comida, que estaba exhausto.

Ante él sólo quedaban dos posibilidades; devorar su col y quedarse sin casa o morir de hambre…

Cerró su cuadernillo y dejando escapar una ligera exhalación, me dijo que eso era todo.

–Veo que no sólo el conejito está confundido sobre qué es lo que tiene que hacer a continuación –dije y ella me respondió que sí con la cabeza y quitándose el listón del pelo. Entonces se puso a llorar.

Yo no sabía si la había ofendido de alguna manera o qué es lo que estaba ocurriendo con ella. La tomé de las manos, busqué su mirada y le acaricié suavemente su mejilla con las yemas de mis dedos. Ella pegó su cara hacia mi mano y le dio un beso.

–Apenas te conozco y creo que nunca me he sentido más viva y amada que ahora. El brillo de tus ojos habrá de ser mi perdición –dijo y me volvió a besar, pero ahora en los labios.

Yo correspondí y le dije que mi ruina habría de ser el sabor de su boca. Después nos volvimos a besar como si hubiéramos sido amantes desde siempre.

No sé por cuanto tiempo caminamos por el parque, ni en qué momento fuimos a dar al muelle, pero recuerdo que vimos juntos el amanecer.

–Ya es tarde y el lugar donde vivo no queda muy lejos de aquí. Hay una habitación extra y no creo que a Blanca le importe que tú la ocupes, al menos unas cuantas horas –dije y ella accedió con un beso y una sonrisa.

-VI-

Ya en el departamento, Blanca estaba despierta y aunque era habitual que yo regresara al día siguiente de haber salido, se sorprendió al ver que no estaba llegando solo. Hice las presentaciones del caso y brevemente le expliqué a mi amiga quien era Lorena, y por qué estaba ahí. Blanca me veía un poco contrariada, lo cual no me extrañó. Ese no sólo era el lugar donde vivíamos, sino también mi estudio, y por lo general a mí no me gustaba que nadie ajeno lo perturbara, por lo que era sumamente irregular que fuera precisamente yo quien llevara a una mujer que acababa de conocer.

–Ten cuidado, este tipo de chicas suelen ser peligrosas. Pueden parecer tiernas e inocentes, pero a menudo son un lobo con disfraz de cordero. Hazme caso, qué muchacha decente deambula por la calle toda la noche con un fulano que acaba de conocer, o acepta ir a su casa. ¿Quién te dice a ti que su objetivo no es otro? No sé, quizás robarte o… qué se yo, arrancarte el corazón a mordidas –me cuchicheó Blanca en la cocina, pensando que Lorena no podría escucharnos.

Yo no hice caso y le pedí que le diera una oportunidad.

–Ella no es todo eso que te imaginas, y si lo es, créeme cuando te digo que con tal de estar con ella, vale la pena correr cualquier riesgo –Blanca no se quedó conforme, pero ya se le hacía tarde para un acudir a un compromiso.

–Después hablamos, si es que no te encuentro muerto y despedazado para cuando regrese –dijo y se fue azotando la puerta y sin despedirse de Lorena.

Yo estaba muy apenado con ella y le pedí que disculpara a Blanca, al tiempo que me ofrecí a enseñarle el departamento y el lugar donde habría de dormir, al menos unas horas.

–Tal vez tu “amiga” está celosa. Quizás tiene miedo de que le robe su “minita de oro” o distraiga demasiado a su “gansa” y deje de dar “huevos dorados”. Porque sin ti ella no tendría nada. Es obvio que te necesita más que tú a ella –dijo con cierta mueca en los labios y cruzándose de brazos.

Le pedí que no lo tomara así y no cometiera el mismo error que mi amiga.

–No la juzgues sin conocerla bien. Blanca ha sido mi amiga desde que los dos éramos pequeños. Pero no es lo que piensas, entre nosotros no hay más que una buena amistad y una saludable sociedad comercial. No me veas con esa cara, te juro que nunca ha habido nada más entre ella y yo. De hecho, tú eres más de su tipo –dije y “huesitos” sólo atinó a hacer otra mueca.

Luego, un poco apenada y entre dientes se disculpó por lo que había dicho sobre Blanca.

–Es que me enojó eso de que te “arrancaría el corazón a mordidas”. Yo quería que eso fuera una sorpresa –dijo con cierta mirada maliciosa, luego me sonrió y abrazó como si hubiera querido fundirse para siempre conmigo.

-VII-

Sobra decir que el cuarto de huéspedes permaneció intacto y ella y yo no volvimos uno en mi colchón. No era sólo pasión u hormona lo que nos llevó a eso. Había otra cosa, algo mágico que hasta el momento se escapa a mi entendimiento, mas no a mi corazón. El caso es que en ese momento, con mi cara enredada entre su pelo y su cuerpo rodeado por mis brazos, ella no sólo me pareció la mujer más hermosa del mundo, sino la única. Si la muerte era vivir eternamente ese instante, con gusto podría darme por muerto en cualquier momento.

No sé por cuánto tiempo fui su almohada y ella mi cobija, pero permanecimos juntos hasta que el tráfico del medio día nos regresó a la realidad, y nos sacó de nuestra prematura “luna de miel”.

Entreabriendo los ojos, ella le echó una mirada al reloj de la pared y espabilándose del todo, se sobresaltó cuando vio la hora que era.

–¡Pero que tarde es! ¡Ya me tengo que ir!

Le pedí que se quedara más tiempo.

–Sólo unas setenta y dos horas más –dije y ella me sonrió, juntando sus labios con los míos.

–Por mí, me quedaría contigo hasta que los incansables árboles lograran asirse del cielo, pero no puedo. ¿Sabes? Creo que ya sé cómo voy a terminar mi fábula, pero no te lo pienso decir aún –dijo mientras silenciaba mis labios de la mejor manera posible; con un beso más.

–Deja al menos que te acompañe a donde tienes que ir –dije con insistencia y ella accedió con una sonrisa y un parpadeo.

-VIII-

Me llevó por calles que no recordaba haber recorrido antes, callejones y escalinatas de piedra que ni siquiera sabía que existieran en aquel lugar. Hasta que en un estrecho paso, entre dos edificios abandonados, nos detuvimos frente a una puerta vieja y apolillada.

Ella hurgó en su morral y sacó una enorme y antigua llave. Entonces me miró con otros ojos, no parecía ser la misma mujer con la que había despertado ese medio día, estaba distinta, había algo que heló mi sangre por un instante y detuvo mi corazón por un segundo. Luego tomó delicadamente los dedos de mi mano y preguntó:

–¿Qué es lo que quieres de mí?

Yo estaba confundido por el tenor de su interrogante, pero no dudé por mucho tiempo y dije sin pensarlo siquiera:

–Todo, absolutamente todo de ti.

Entonces ella me dio un último beso y después, entre lágrimas, dijo que la olvidara y me alejara de ese lugar y de ella.

–Cuando te conocí no pensé que las cosas fueran a terminar de esta manera. Se supone que sólo serías uno más. No habría dudas y a la mañana siguiente serías historia. Pero no lo eres y aún siento mi corazón latiendo en el tuyo. Dejemos las cosas de esta manera. No querrás saber quién o qué soy realmente –dijo, abrió la puerta, se internó en las sombras y cerró sin voltear a verme.

Yo permanecí ahí, de pie en frente de aquella entrada. No sabía si quedarme en ese lugar hasta que ella volviera a salir, marcharme del callejón o echar abajo la puerta y exigirle a Lorena una mejor explicación. Al final hice lo segundo y me fui sin mirar atrás.

No muy lejos de ahí me encontré con Blanca, quien salía de un café después de haberse reunido con un posible comprador. Se extrañó al verme ahí, tan lejos del muelle. Le expliqué que había acompañado a Lorena hasta el lugar donde vivía. Ella se me quedó viendo como si no supiera de qué estaba hablando, hasta que hizo patente su interrogante.

–¿Quién es Lorena?

–Tú sabes, la chica con la que llegué hoy por la mañana, la bailarina de la que me advertiste que tuviera cuidado –le dije un poco molesto.

–Pues qué raro que esta mañana no hubiera notado que estabas completamente borracho, porque hoy llegaste a la casa tú solito –dijo con cierto tono burlón.

–Vamos juntos al sitio donde la dejé, si es que no me crees, porque a mi parecer, la que debió de haber estado “completamente borracha” esta mañana eres tú –dije y di media vuelta hacia aquel callejón, sin esperar que ella me respondiera nada.

-IX-

Cuando llegamos a aquel sitio ya no lucía como lo había visto antes. El callejón seguía igual de sucio, lleno de muebles rotos, televisores descompuestos, tambos quemados y basura en general, pero el edificio al que había entrado Lorena era diferente. Tanto la puerta como las ventanas estaban tapeadas con madera podrida y clavos oxidados, como si hubieran permanecido así desde hace mucho tiempo.

Entonces empecé a dudar de mi cordura. Molesto, eché abajo los tablones y derribé la puerta de una patada. Del interior del inmueble, salieron despavoridas un grupo de ratas que corrieron a esconderse a lo largo del callejón.

–¿No pensarás entrar ahí? –inquirió Blanca, dando un par de pasos hacia atrás.

Yo no le respondí nada y entré.

Ese lugar era una ruina, con olor a humedad, orín, sal, óxido y abandono. La duela del piso crujía con cada paso y el techo amenazaba con venirse abajo con cualquier pisada de gorrión. Entonces entró Blanca y me invitó a salir, argumentando que ese no era un lugar seguro para andar curioseando.

Resignado me encaminé hacia la entrada, pero ya no estábamos solos. A nuestro alrededor yacían tres sombras. No las podía ver con claridad pero sentía su presencia y respiración en mi piel, y su peso sobre la duela. No eran ratas o vagabundos, sino algo completamente ajeno a mi cotidianidad.

Dos de esas cosas rodearon a Blanca, mientras que sólo uno permaneció junto a mí. Pese a los múltiples orificios del techo, la luz que se colaba era insuficiente para ver quién o qué era eso que tenía enfrente. Era como si un manto de oscuridad los rodeara sólo a ellos, e impidiera que los alcanzáramos a ver con claridad.

Sólo podía percibir un par de ojos brillantes y una imponente presencia. Eran como tres animales enormes, bestias o algo más. El caso es que los dos que rodearon a Blanca se le echaron encima y en cuestión de segundos la destrozaron frente a mis ojos. No quedó nada de ella, ni siquiera sangre. Era como si mi amiga jamás hubiera entrado a ese lugar.

Yo estaba parado ahí sin poder hacer nada, salvo esperar mi turno, pero éste no llegó. La criatura que tenía enfrente no hizo el menor intento por atacarme, más bien parecía contener a las otras dos, impidiendo que se me acercaran. Después los tres desaparecieron entre las sombras. La oscuridad cesó y la luz fue llenando poco a apoco el interior del edificio.

No había rastro de mi amiga, sólo un viejo cuadernillo; el de Lorena. Temeroso de que ella hubiera tenido el mismo fin que Blanca, corrí hacia él para recogerlo del suelo, casi como si no fuera sólo un cuaderno, sino los restos de mi amada.

Muerto de miedo, mareado y confundido, salí de ese lugar sin poder comprender qué es lo que había pasado. Era como una pesadilla, como si nada hubiera ocurrido y tanto Blanca como Lorena sólo existieran en mi memoria.

-X-

Sin rumbo preestablecido, caminé hasta encontrarme en el parque donde había conocido a Lorena, hacía menos de veinticuatro horas. Entonces me senté en la banca donde me enamoré de ella, y sin saber por qué, me puse a leer cada una de las fábulas que yacían atrapadas en su viejo cuaderno.

Una a una, todas me hablaban un poco de ella, casi como si las hubiera escrito y dejado ahí especialmente para mí, para que yo pudiera comprender lo que había pasado entre nosotros. Como si cada palabra escrita fuera un susurro a mi oído. Hasta que llegué a su historia inconclusa, que para mi sorpresa ya no lo estaba:

El conejo tenía hambre y conforme fueron transcurriendo las horas, la col se volvía cada vez más apetitosa. Pero no se la comió. No comprendía el sentido de su duda

–Es un vegetal más y sólo eso –pensaba.

Pero bien sabía que no era así. En el fondo comprendía que la col no sólo había sido su casa, sino su “hogar”: el lugar donde podía conciliar el sueño y sentirse a salvo. Era su propio corazón.

El conejo optó por perecer ahí, al lado de su col, pero el azar lo sorprendió cuando en la tarde de ese mismo día, un granjero acudió al huerto a cosechar la única verdura que quedaba.

El conejo no podía permitir esa atrocidad, la col era sólo suya y no iba a tolerar que nadie más dispusiera de ella. Por lo que le tendió una trampa al granjero.

Con lo que le quedaba de fuerza, cavó un hoyo tan hondo como para contener a un hombre y lo cubrió con ramas y pasto seco. Luego distrajo al granjero, quien corrió atrás de él, conciente de que éste era la causa de su pobre cosecha.

Cegado por la ira, el granjero tropezó y se rompió la cabeza contra una piedra. La col estaba a salvo y el granjero estaba muerto, pero eso no era lo que tenía pensado el conejo.

Hambriento y sin energía, al conejo le pareció que el cuerpo de aquel hombre no era muy diferente a las calabazas, lechugas o zanahorias que solía comer. Por lo que decidió probar un poco de su carne, sólo para ver a qué sabía. El sabor era muy diferente, pero era comer eso o devorar su corazón.

Cuando el conejo terminó de comer, ya no era más un conejo, sino otra cosa; una bestia, un monstruo. Ya no podía vivir en su col. Salió corriendo del huerto, por miedo a borrar de un mordisco los hermosos momentos vividos en ese huerto y matar lo que más había querido.

Dejó atrás aquel triste y abandonado huerto, pero lo que más le dolía era haber dejado solo a su corazón. 

-XI-

Hasta el día de hoy sigo sin saber qué pasó. La policía no ha sabido darme razón de Blanca o de Lorena. Hasta la fecha sólo las reportan como “desaparecidas”, al lado de tantas otras personas.

Yo sigo pintando y en unas cuantas semanas exhibiré mi obra en una de las galerías más prestigiadas del puerto. Ahora vivo solo y me las he ingeniado para no involucrarme con nadie.

En cuanto a lo demás, todos los viernes por la noche me sigo sentando en la misma banca del parque donde conocí a Lorena. Ahí me quedo por horas en espera de que algún día la vuelva a ver bailando, pero no he tenido suerte.

Algo me dice que ella también acude a ese sitio y me observa desde algún lugar entre las sombras. Ha de saber cómo esconderse de mi vista, aunque no de mi corazón. Lo sé porque la siento, así como puedo percibir su aroma cada mañana en mi cuerpo, en su almohada vacía y en cada rincón de la habitación.

De alguna manera sé que ella me cuida, envuelta en su manto de oscuridad y silencio. Además sospecho que algún día la he de volver a ver, aunque eso signifique mi muerte. Pero me da lo mismo. Sin ella a mi lado, soy como una col que día con día se pudre un poco más en un huerto triste y abandonado, en espera de que algún día regrese su conejo, convertido en bestia a devorar su corazón.


No hay comentarios:

Publicar un comentario