domingo, 20 de noviembre de 2011

El costal

Aún era muy temprano para que el sol saliera, pero yo ya estaba en las calles acomodando el periódico que habría de vender ese día. Sólo el frío de la mañana me ayudaba a no quedarme dormido, mientras esperaba que mi hermano volviera con la camioneta llena de revistas nuevas y periódicos de la capital. Los transeúntes eran escasos y ni siquiera la señora del atole y los tamales había hecho acto de presencia en su esquina.

            El puesto ya estaba abierto, los periódicos en exhibición, mi hermano brillaba por su ausencia, y yo estaba congelándome a un lado de mi “diablito”, pensando en lo bien que me caería un buen vaso de chocolate caliente. En eso me encontré con Lupita, una clienta que conozco desde que era una niña y venía con su papá a comprarme revistas y el suplemento de los domingos. Me extrañó verla tan de madrugada, pero me pareció aún más raro que viniera arrastrando un enorme costal de mimbre.

            –Buenos días Lupita, ¿a dónde vas tan temprano y con esa carga tan pesada?

            –Buen día don Miguel. Voy a la barranca a deshacerme de esto, no puedo dárselos a los de la basura, porque me cobrarían “un ojo de la cara” por llevárselo, y lo hago a esta hora porque no quiero que algún policía me vea arrojando esto y me meta en problemas.

            –¡Ay Lupita! Al menos deja que te ayude con eso –le dije e intenté colocar el costal sobre mi diablito, pero sólo conseguí lastimarme la espalda.

            –Pero que pena don Miguel. El bulto está muy pesado, ya no lo intente más y déjeme seguir yo sola –dijo, pero no le hice caso.

            –Nada de “peros” Lupita, que tal si mejor me ayudas a colocarlo encima del diablito para que lo podamos llevar a la barranca –dije y ella me miró sorprendida.

            –Pero su periódico y el puesto…

            –Naaa… te dije que nada de “peros”. A esta hora no pasa nadie por aquí y no ha de tardar en llegar mi hermano. Además, tu padre, que en paz descanse, era uno de mis mejores clientes.

            –Pero mi padre no está muerto –me aclaró.

            –¿Entonces por qué el viejo ya no viene por su periódico todas las mañanas?

            –Porque ya no vive en el pueblo. Hace más de un año que se fue a vivir a la ciudad con mi hermana.

            –¡Ya…! ¡Sí claro! ¡Qué memoria! Pero ahora también recuerdo que el viejo… perdón, tu padre me encargó que te apoyara en todo lo que pudiera. Por lo que ya no se hable más y ayúdame a colocar el costal en el diablito –dije y ella accedió.

            Camino a la barranca le hablé de cómo era el pueblo cuando yo era pequeño, sus calles adoquinadas, los camellones verdes y el hermoso estanque que ahora no es más que una sucia barranca, pero ella sólo se limitaba a asentir con la cabeza a todo lo que le contaba. De repente me sentí como una radio que han dejado prendida y sin nadie alrededor que pudiera escuchar o apagarla.

            –Pero cuéntame algo niña. ¿O es qué no me tienes confianza? Dime, ¿cómo te trata la vida de casada?

            –Pues no muy bien. Al principio todo era maravilloso, pero después… ya no –dijo cabizbaja.

            –Es normal, perdona que te lo diga de esta manera, pero creo que te precipitaste con ese muchacho. Se hubieran esperado un poco más, hasta que se conocieran mejor. Pero “la juventud de ahora piensa más con la hormona que con su materia gris”, o algo así era lo que solía decir el abuelo a mi padre cuando era joven –dije y ella me sonrió un poco.

            –Quizás tenga razón, pero es que él no era así cuando lo conocí; era atento, considerado, amable… en fin, distinto. Pero de repente se volvió egoísta, grosero, inseguro, y hasta violento –dijo y guardó silencio como si ya hubiera hablado demasiado.

            –¿No me digas que ese infeliz se atrevió a golpearte? Porque si es así, nada más dímelo para que lo denunciemos a las autoridades y si éstas no hacen nada… entonces el abusón se las vea con la contundencia del bate que guardo en el puesto –dije molesto.

            –No, don Miguel. Sí, me llegó a levantar la mano, pero no le di tiempo de que me pusiera ni un dedo encima y lo corrí de la casa hace como una semana. Lo que está en el costal es lo último que me quedaba de él –dijo con serenidad y satisfacción.

            –Al menos si regresara a reclamar sus posesiones, no creo que llegaras a tener problemas en decirle dónde puede recuperarlas –dije y ella asintió con la cabeza y una tímida sonrisa.

            Cuando llegamos a la barranca apenas se asomaban los primeros rayos del sol. Entonces recordé lo hermoso que era ver el amanecer reflejado en las cristalinas aguas de aquel lugar, pero ya no quedaba nada de eso. Es tanta la podredumbre que ahí se ha almacenado que más que barranca parece basurero. En fin… a la orilla de aquel hediondo agujero nos detuvimos, luego bastó un empujoncito para que el costal cayera pesadamente hasta el fondo, perdiéndose enseguida en ese mar de basura y olvido.

            –Bueno, ya está. En caso de que el patán de tu marido regrese y trate de intimidarte… ya sabes que cuentas conmigo y mi hermano para protegerte –dije y ella me besó tímidamente en la mejilla, me regaló una sonrisa y volteó a ver el fondo de aquel despeñadero.

            –Gracias don Miguel, pero no creo que nadie pueda regresar de tan lejos –dijo y me dejó helado.

Cada semana Lupita sigue llegando por su revista y el suplemento dominical del periódico. Se le ve tranquila, contenta y platicadora. El marido aún no aparece y mi certeza de haber sido cómplice de un crimen crece. Pero la veo tan dulce e inocente que me resulta imposible creer que ella fuera capaz de hacer semejante cosa.

Como sea, hace unas semanas leí que iban a sanear la barranca, por lo que sólo entonces saldré de la duda. Mientras tanto, no tengo por qué dejar de saludarla cordialmente u ofrecerle los servicios de mi diablito, si es que la veo arrastrando otro costal.              

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