domingo, 20 de noviembre de 2011

El muerto

Ayer murió un hombre a sólo unas cuadras de mi casa. Nadie sabe cómo sucedieron las cosas, sólo que lo encontraron muerto con cinco balazos en la espalda. Ya se han llevado el cadáver y limpiado la sangre que dejara salpicada en la acera, pero la zona aún conserva cierta atmósfera siniestra que hace imposible olvidar lo que ahí ha ocurrido.

La gente camina aparentemente despreocupada y distraída, pero evita a toda costa pasar por donde aún se pueden ver las manchas de sangre seca, que no pudo quitar el personal de limpieza, o no les importó hacerlo, consientes de que el tiempo borra hasta la más persistente huella.

Hace unas cuantas semanas murió un muchacho en la acera opuesta, cuando un conductor ebrio lo embistió y arrastró por varios metros hasta impactar contra un poste de luz. Hoy muy pocos se acuerdan de eso y no tienen ningún problema en detenerse a esperar que pase el camión, en la misma esquina donde el cerebro de aquel joven terminó embarrado en el pavimento.

Así son las cosas y sé que en unas semanas muy pocos recordaremos lo que ocurriera en la madrugada de ayer. Hoy todos hablan de ello y hasta el periódico local ha sacado un tiraje especial, donde publican las fotos que uno no quisiera ver ni en una película de terror, pero la edición se vende como pan caliente.  Al parecer la muerte es un tema que no pierde vigencia y del que nunca hemos tenido suficiente.

Cuando la ambulancia llegó al sitio ya había muy poco que los paramédicos pudieran hacer por aquel hombre, y sólo arribaron para dejar testimonio del hecho y anotar la hora de su muerte. Hasta que la policía apareció fue que acordonaron la zona y ahuyentaron a las decenas de mirones que ahí se habían congregado, para que los peritos hicieran su trabajo, pero para entonces al muerto ya le habían vaciado la cartera, dejándole sólo su credencial para votar y un boleto del metro, como si fuera a necesitarlo.

Tal vez sólo aquél que lo mató sepa por qué le arrebató la vida a ese hombre, o quizás ni siquiera a él le importara. Quizás el muerto sólo fuera un trabajo más en su larga lista de deberes de ese día. Uno más…, o mejor dicho, uno menos. Es inquietante saber que por unas cuantas monedas alguien puede disponer de la suerte de otra persona, sin tener algún problema personal con ella o conocerse siquiera.

Aunque también existe la posibilidad de que el muerto no fuera un objetivo preestablecido, sino sólo alguien que estaba en el momento, hora y lugar equivocado, como aquel joven que muriera unas cuantas semanas antes.

Es curioso reconocer la fragilidad de nuestra existencia, cuando cada vez que salimos de casa nos damos el lujo de decir “ahorita vuelvo”, sin saber si será cierto o si volveremos a ver a esa persona de la que nos despedimos al salir. Entonces llega la muerte y nos revela que sin importar que tan altos sean los edificios donde vivamos, o trabajemos, que tan veloces sean los vehículos en los que nos transportamos o sofisticados sean los atuendos que cubran nuestra desnudez, no dejamos de ser unas frágiles y atemorizadas criaturas, que no tienen lugar a donde esconderse de su mortal destino.

Nos fijamos demasiado en ciertos detalles que le dan sentido a nuestra frágil y fugaz existencia, pero damos por sentados aquellos aspectos que hacen de nuestra vida algo valioso.

Quizás nunca sepa por qué un hombre conoció la muerte ese día, pero eso ya no importa, ni siquiera a mí y eso que yo soy el muerto… Lo único que me inquieta es no haberme despedido adecuadamente de mi mujer. De haber sabido que no volvería a verla, quizás en vez de un simple “ahorita vuelvo, no me tardo”, la hubiera tomado entre mis brazos y con un beso le habría dicho: “te amo”.     

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