viernes, 18 de noviembre de 2011

De guardia

Era mi primer día como guardia, de un edificio de condóminos en una zona muy exclusiva de la ciudad. El anterior vigilante había abandonado el empleo, pero no quisieron decirme por qué. El caso era que yo no habría de desaprovechar la oportunidad que su ausencia me estaba ofreciendo. El trabajo era sencillo; de domingo a jueves tenía que hacer guardia por las noches, de siete a seis de la mañana del día siguiente, y el resto de la semana lo tenía libre.

La paga era relativamente buena y mis responsabilidades no eran demasiadas. El edificio era nuevo y apenas lo habitaban unas cuatro familias. Por lo que no creí que pudiera llegar a tener problemas o al menos no muy graves. Ahora que tengo un hematoma en la cabeza, estoy amordazado y atado de pies y manos a una silla, obviamente no opino lo mismo.

            Todo empezó a las ocho de la noche. Acababa de realizar mi última ronda y estaba acomodándome en el mostrador de vigilancia, cuando alcancé a ver en uno de los monitores del panel de control, que una jovencita, de no más de veinte años, corría desaforadamente por el pasillo del segundo piso. Pensé que sólo se trataba de una joven inquieta que con algo de prisa ignoraba los letreros que pedían “no correr en los pasillos”. Apunté el reporte en la bitácora de ese día e iba a tomar asiento, pero volví a ver el monitor, y me di cuenta de que la joven estaba sangrando de la cabeza, además de que un sujeto, de no menos de cuarenta años, la estaba persiguiendo con un hacha en la mano, como las que están colocadas junto a los extintores de cada piso.

            Inmediatamente verifiqué si mi arma estaba cargada, quité el seguro y lo más rápido que pude subí por las escaleras de emergencia, sabía que así atraería menos la atención que si utilizaba el elevador. Ahora pienso que debí de haber pedido refuerzos, llamar a la policía o algo así. Pero en ese momento creí que tenía todo bajo control. Pensé que sería un héroe. No lo sé, quizás sólo fui impulsivo, poco juicioso o imprudente.

            Cuando llegué al segundo piso aquel hombre, que también sangraba un poco de la cabeza, tenía acorralada a la joven.

–¡Suelte el hacha muy despacio y pegue sus palmas abiertas contra la pared! ¡No intente nada estúpido, que estoy armado y apuntándole a la cabeza! –grité sujetando con firmeza la pistola.

–Usted… no entiende… –me dijo con la voz entrecortada.

Entonces le repetí la orden y él, como no queriendo, accedió y soltó el hacha.

            La chica estaba echa un mar de llantos. Temblaba y se frotaba los brazos llena de terror y angustia. Su mirada lo decía todo.

–¡No le crea oficial, no es lo que usted piensa! –me gritó aquel hombre.

Yo no presté atención a su alegato y avancé hacia ellos sin dejar de apuntarle con el arma. De repente, en un descuido de mi parte, la joven trató de tomar el hacha y el hombre se le fue encima. Entonces apreté el gatillo, casi por instinto, y el sujeto cayó muerto sobre la chica, con el cráneo perforado.

            Yo estaba aterrado. Se suponía que tenía todo bajo control y no habría muertos que lamentar. Pero no fue así. Mas no tenía cabeza para comprender nada en ese momento, sólo me preocupaban dos cosas; haber herido a la joven con la misma bala con la que maté al hombre, y las consecuencias que atraerían dicho acto.

            La joven estaba bien. Salpicada de sangre y restos del cerebro de aquel sujeto, pero sin ningún indicio de que la bala la hubiera rozado o lastimado de alguna manera, salvo psicológicamente. Ella estaba bien aunque yo podía darme por desempleado.

Mi preocupación laboral cedió su lugar a una mucho más apremiante, cuando la joven entre sollozos me dijo que su familia estaba prisionera en su departamento. Traté de calmarla, le dije que no se preocupara, que todo estaba bajo control y que en ese mismo momento iríamos a ese lugar a liberarlos. De nuevo prevaleció mi falta de pericia, ante lo poco que me quedaba de buen juicio. Ahora sé que debí de haber reportado el hecho a las autoridades competentes. Pero en ese momento creí que esa autoridad era yo.

            Entonces fuimos a su departamento, que era el último del pasillo en el tercer piso. Pensé que seguramente aquel hombre la habría estado persiguiendo desde ese lugar, hasta que le dio alcance en el segundo. Creí que la joven había corrido con muchísima suerte, pero no sabía si esa buena fortuna también habría persistido con sus familiares.

La puerta del departamento estaba abierta y sospeché que quizás aquel hombre no habría estado actuando solo. Por lo que le pedí a la joven que se quedara afuera mientras yo entraba a echar un vistazo. Ella no dijo nada, sólo accedió con la cabeza.

            Con más miedo que ganas, entré con el arma desenfundada y la lámpara de mano encendida. El lugar estaba completamente oscuro y no quise prender la luz. Pensé que de esa manera sorprendería más a sus posibles cómplices, si es que los había, o no hubieran escuchado el disparo. En ese momento no sospechaba que mi suerte ya estaba echada desde mucho antes de haber cruzado la puerta.

            Todo el lugar estaba desordenado y había manchones de sangre en las paredes, piso y algunos muebles. Temí lo peor y eso fue lo que encontré en la habitación principal. En la cama yacía el cuerpo sin vida de una mujer con huellas de tortura. Estaba llena de moretones, heridas producidas por algún tipo de navaja y tenía marcas de haber sido amarrada por las muñecas y los tobillos.

Ya no quería estar ahí. No sabía cómo le iba a explicar a la joven el deceso de su familiar. Pero seguí adelante en búsqueda de los demás, si los había, pues tampoco tenía ese detalle. En la premura no se me ocurrió preguntarle cuántos miembros componían su hogar. Todo era un desastre, mas no dejé de cruzar los dedos con la esperanza de encontrar a alguien con vida.

            Seguí buscando, pero no logré dar con nadie. Entonces, aún no sé por qué, se me ocurrió echarle un vistazo a unas fotos que decoraban la pared. Quizás no debí, o tal vez lo tuve que haber hecho desde un inicio. Porque al verlas sentí como si un chorro de agua helada me corriera por la espina dorsal hasta llegar a las piernas. En las fotografías aparecía una pareja, quizás de recién casados. La novia era la mujer que había encontrado muerta en la habitación, y el novio era el hombre al que le había destrozado la cabeza en el pasillo de abajo.

            Entonces escuché un ruido por detrás de mí, como pisadas. Traté de reaccionar, pero recibí un golpe fortísimo en la cabeza. Todo se volvió confuso y oscuro, hasta que no supe nada más y perdí el sentido.

            Cuando recuperé la conciencia me encontré amordazado, amarrado de pies y manos, con un terrible dolor de cabeza y cierto gustito a sangre entre los labios. Delante de mí estaba aquella joven con una sonrisa siniestra, y un hacha entre las manos, quizás la misma que aquel hombre cargaba. Y aquí sigo.

Ella sólo me ve fijamente y no dice nada. Una vez más, su mirada lo dice todo.


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