viernes, 18 de noviembre de 2011

Fuego

-I-

El frío cala hasta los huesos, y el viento hiere como un centenar de agujas. Pero no puedo desfallecer ahora. La misión que mi Señor me ha encomendado es más importante que cualquier desavenencia que el tiempo pueda significar.

            Hace años, cuando aún era muy pequeño perdí a mi familia en un incendio. Mi papá alcanzó a ponerme a salvo, pero cuando regresó a ayudar a mamá a rescatar al resto de mis hermanos, el techo de la casa colapsó y el fuego los devoró a todos. No quedó nada y mi vida entera se volvió fuego, humo y cenizas.

            Cuando se pierde todo y no se tiene a alguien que vele por uno, a veces no basta una idea para aferrarse a la vida y seguir adelante. Aunque en ocasiones sí, en mi caso, ese peldaño que detuvo mi abismal caída fue Dios.

            De albergue en albergue, Dios era el único que me acompañó en todo momento, o al menos ese pensamiento me ayudó a no sentirme solo en el mundo. Pero como suele suceder, conforme fueron pasando los años, mi fe se volvió más blanda y las dudas, como ráfagas de viento, fueron apagando poco a poco cada una de las veladoras que de niño le había prendido a mi Señor.

            Si Dios era tan bueno y todopoderoso, ¿por qué dejó que mi familia muriera de esa manera? ¿Por qué permitió que un niño quedara desamparado y no pudiera encontrar un nuevo lugar donde sentirse seguro y protegido? Mi familia era amorosa y cuidaba bien de mí y mis hermanos. ¿Qué mal pudieron haber cometido para ser consumidos por el fuego, ante un Dios impávido que no hizo nada por ellos?

            Las dudas abrazaron mi corazón y no lo soltaron hasta que decidí deshacerme de Él y terminé aferrándome a lo único que me quedaba; la ilusión de reunirme con mi familia en igualdad de circunstancias.

            Recuerdo que junté todo el cartón y papel periódico que pude encontrar tirado en la calle, así como un poco de alcohol como combustible y una cajita de cerillos. Ese día había cumplido mi mayoría de edad, y planeaba celebrarlo a lo grande con mis seres queridos.

Llegué a la pequeña bodega donde vivía y cerré la puerta conmigo adentro. Apilé el papel, lo rocié con alcohol y encendí un fósforo. La llama iluminó la oscuridad que la ausencia de Dios había dejado, pero cuando estuve a punto de arrojarme a su poder, una luz aún más brillante y cegadora me detuvo.

La hoguera que había prendido se apagó de inmediato, y una voz ambigua me contuvo. Dijo que no sacrificara mi vida en vano.

–Tengo otros planes para ti. Sólo tienes que salir y hablar a los demás de mí. Junta a más almas perdidas como tú. Enséñales la luz que yo te estoy entregando y reúnelos ante mí. Curarás a los enfermos e inyectaras nueva vida a los que no tengan nada más por qué seguir adelante. Te convertirás en el heraldo y arquitecto de mi templo. Difunde lo que te he dicho y tan pronto tengas a todos reunidos, me presentaré ante ti –dijo y pude sentir cómo una fuerza descomunal me sujetó de las manos, hirviéndome la piel y las entrañas hasta que perdí el conocimiento.

Desperté en aquella bodega, no sé cuánto tiempo después. Todo parecía un sueño, quizás una alucinación producida por el papel y la tinta del periódico consumido por el fuego. Pero no era así, porque mi Señor había dejado la evidencia de su presencia en ese sitio, de una manera imborrable sobre mi piel. Mis manos estaban completamente quemadas aunque no sentía ningún dolor, pero en las palmas había algo más que carne chamuscada. Mi Señor me había dejado un regalo, una marca, su señal; un ojo envuelto en llamas.

Yo ya tenía lo que me hacía falta para seguir adelante: una misión de naturaleza divina.

-II-

Deambulé por el mundo, como hacía años lo había hecho por los orfanatos de mi pueblo. Pero ahora no sólo era una idea lo que me impulsaba a seguir adelante. Era portador de una señal divina y me encargué de difundir el mensaje que se me había encomendado.

            Al principio me acusaron de charlatán, estafador y blasfemo. Pero conforme mi Dios, a través de mis manos quemadas, fue curando a todos los enfermos que llegaban hasta mí, las cosas empezaron a cambiar. Los enfermos terminales, desahuciados y aquellos que lo habían perdido todo y estaban dispuestos a creer en lo que fuera, si eso los ayudaba a salir adelante, fueron los primeros en unirse al llamado de mi Señor, y acudieron a mí. Todos ellos quedaron satisfechos con el tratamiento. Con sólo un toque de mis manos, hasta el más delicado de los enfermos salía rebosante de salud, fe y esperanza. 

            Ya eran muy pocos los que me llamaban “El Charlatán del fuego”. Y ante los ojos incrédulos de las diferentes Iglesias y escépticos, el pequeño grupo de seguidores y fieles se fue engrosando, hasta convertirse en legiones de incondicionales que ya se podían contar por millones.

            Desde la prensa, pasando por la comunidad científica, hasta los más empecinados ateos, quedaron enmudecidos ante el poder de mi Maestro. Públicamente todos ellos tuvieron que admitir, en sus respectivos espacios, que no habían podido encontrar ningún tipo de fraude o engaño en mi peregrinaje. Las curaciones eran reales y libres de cualquier fármaco. La receta era sencilla y al alcance de cualquiera que estuviera dispuesto a creer en milagros, pues el medicamento empleado era la fe.

Ante las cámaras de televisión, la luz de mi Señor contenida en mis manos, soldó huesos rotos, desintegró tumores malignos, consumió cánceres, cicatrizó heridas en segundos y hasta consoló almas desamparadas.

–No soy yo el que realiza todos estos milagros. Yo sólo soy el instrumento con el que el Ser supremo opera –les decía todo el tiempo.

Lo último que quería era que me vieran a mí como su salvador. Pero algunos no entendieron el mensaje y empezaron a rendirle culto a mi persona, en vez de a mi Maestro.

-III-

Confundido y apesadumbrado por el repentino cambio de rol, me alejé de todo y fui en búsqueda de mi Señor. Sabía que él estaba en todas partes, pero era tanta la gente a mi alrededor, que resultaba imposible escuchar su voz en mi corazón y cerebro. Por lo que como un prófugo me aislé en las frías montañas donde nadie pudiera saber de mí.

            Por días enteros estuve deambulando y muerto de frío, pero conciente de que debía permanecer en ese lugar hasta que mi Señor perdonara mi falta de pericia y volviera a hablar conmigo. Su legión estaba lista y se le habían edificado no uno, sino múltiples templos en todas partes del mundo, pero hacía falta que Él se manifestara ante sus fieles, para que ellos pudieran ver quién era realmente su salvador, y quién el heraldo.

            Entonces sucedió otra vez. Aquella luz que me salvara la vida se presentó ante mí.

–Haz hecho lo que te he pedido y me complace saber que no te aprovechaste del regalo que te di. Cualquier otro en tu lugar se hubiera olvidado de mí y se asumiría como “el mensaje” y no sólo “el mensajero”. Pero tú no, por lo que no tienes nada de qué avergonzarte. No me has traicionado y ya es hora de que cumpla mi palabra y me muestre como soy ante ti y las legiones de fieles que me has reunido. Tráelos contigo, hazlos venir a estas montañas, que yo me haré presente ante todos ellos –dijo aquel destello y se esfumó en el aire.

            Como aquella primera vez, sin duda alguna o reproche, acepté y acaté sus deseos. Volvería con mis hermanos y los traería ante Él.

-IV-

Del mismo modo que fueron reclutados, poco a poco la montaña se ha ido llenando de fieles emocionados hasta las lágrimas, ante el gran acontecimiento. Este imponente lugar parece pequeño, y hierve de gente como un hormiguero. No importa el frío o el viento, nadie hace el menor intento por irse o siquiera se queja del punto de reunión. Todo está listo y sólo resta esperar que Él se haga presente ante todos nosotros.

No hay cámaras, ni grabadoras, sólo fieles de todos los estratos económicos y sociales, unidos por un mismo fin. Incluso los otrora retractores más severos, científicos, escépticos y ministros de otros cultos, están a mi lado sin una pizca de duda en sus corazones, y llenos de esperanza.

Aún no se presenta el Maestro y ya ha dado su primera lección de perseverancia, humildad, hermandad y camaradería. Todo habrá de ser un éxito. Hoy la luz hará a un lado a las sombras y el mundo brillará más fuerte que el sol.

-V-

Pasan los minutos. El frió paraliza los cuerpos, pero no paraliza nuestra fe, la cual es aún mayor que cuando llegamos. Nadie dice nada, mas no es un silencio incómodo sino apaciguador. Es casi como si el frío y el viento estuvieran purificándonos hasta del ruido que la muchedumbre implica. Si cierro los ojos puedo sentir como si estuviera solo. Apenas escucho su respiración y sólo uno que otro roce involuntario me hace saber que están todos ahí.

            Entonces sucede; la tierra bajo nuestros pies se sacude, el viento cesa, las nubes se apartan y una intensa luz se proyecta desde el cielo. Es como una lluvia que nos baña a todos y ahuyenta el frío. Hasta que se concentra en un solo punto y desaparece. Todos nos reímos y abrazamos. Hemos sido testigos de la presencia de Dios y nos ha bañado con su luz purificadora.

            Pero eso no es todo. Porque en medio de nuestro júbilo, la tierra tiembla otra vez y se agrieta. Todos nos alejamos y las fisuras se agrandan, a la vez que se profundizan. Entonces empieza a emanar luz como si fuera agua, tan brillante y cálida como la de mi Señor. Pero ahora siento algo distinto.

            Hay un nuevo temblor, y del interior de la grieta más grande emerge una descomunal bestia. Su pelo es fuego y la rodea por todos lados. Parece tener decenas de cabezas que se asoman de su espalda, hombros y pecho. Tiene varias extremidades y garras sobre las que se planta con firmeza en la tierra, la cual vuelve a cimbrarse ante su enorme peso. De su torso surgen múltiples brazos como tentáculos, que se alzan al cielo provocando a los rayos y centellas que no tardan en aparecer. En su estómago tiene una marca que me hiela el corazón y el espíritu; un ojo gigantesco envuelto en llamas con el párpado cerrado.

            No es paz ni armonía lo que percibo ahora, sino miedo y vacío. La voz me habla una vez más, un tanto distorsionada, y dice que he hecho bien mi trabajo. Luego el ojo gigantesco se abre, fija su mirada en mí y se revela tal cual es. No es un ojo, sino un hocico que se abre y nos baña con fuego líquido, que brota sin cesar hasta que nos envuelve entre sus llamas.

            El dolor en mi pecho es indescriptible y el olor a ropa, piel y pelo quemado es nauseabundo. Todo arde a mi rededor, pero las llamas no me tocan. Siento cada pelo y trozo de carne ardiendo, como si todos me regalaran su propio dolor, pero permanezco intacto, ni siquiera un poco chamuscado, aunque mi espíritu está deshecho.

            El grotesco festín de fuego termina y sólo quedamos la bestia y yo, entre un mar de cenizas, madera y piedras ardiendo. El viento barre un poco los restos consumidos, pero el aroma a muerte persiste y envenena mis sentidos.

–¡Tráeme más! –dice con un gruñido que hace retumbar al cielo y a la montaña misma.

–¡La próxima vez, tráeme el doble! –agrega ante mi silencio.

No sé qué pensar, no tengo deseos de formar parte de su infinita voracidad.

Pero él es mi Señor… y me ha encomendado una nueva misión… la cual habré de cumplir sin demora.      

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