domingo, 20 de noviembre de 2011

A mí lado

Por más de seis años ella ha sido la mejor razón que yo pudiera tener para abrir los ojos cada mañana. Despertar y verla a mi lado; dormida o somnolienta, viéndome con dulzura o regalándome una sonrisa, era la mejor excusa para amanecer sin maldecir al reloj despertador, o al rayo de luz que se asomaba descaradamente por la ventana. Por ese instante todo parecía tener un propósito en este mundo, y se me olvidaba que su salud se había ido deteriorando día a día, y que además de con el amor, compartíamos nuestro lecho con la muerte.

            Ella había perdido a sus padres y yo también, aunque ellos siguieran vivos. No teníamos hermanos o algún familiar con el que mantuviéramos contacto. Tampoco frecuentábamos a los que se decían nuestros “amigos”, pero sólo eran “conocidos” para nosotros. Únicamente estábamos los dos en el mundo y eso era suficiente.

            Ella había estado enferma desde que la conocí, pero entonces no me importó, y fue mucho más fuerte mi amor por ella, que el miedo que pudiera provocarme su potencial ausencia. Ahora no sé si pienso lo mismo. Las cosas han cambiado y ella ya no me ve con la misma dulzura, ni me regala más sonrisas por la mañana. Nos hemos distanciado.

            Verla a mi lado, tan plácida e indolora, era un alivio ante todo lo que habíamos pasado y el tormento que habría de venir en el futuro. Aunque era consciente de que esa paz no habría de ser duradera y pronto volvería la muerte a dormir entre nuestras cobijas, no le hice caso al sentido común, a la cordura o al buen juicio y me quedé a su lado.

            Al principio creí que sería una buena idea seguir juntos a pesar de todo. Sabía que no me era posible vivir sin ella, y no habría de permitir que nada se interpusiera entre nosotros, ni siquiera la muerte. Pero cada vez se volvía más insoportable despertar a su lado. Ya no era la misma y su incesante deterioro era un suplicio que no sólo la afectaba a ella, sino a todo lo que nos rodeaba.

            Cada día nos alejábamos más. Al principio dormía con ella entre mis brazos y sin pijama alguna de intermediaria. Luego nos fue separando una sábana, más tarde una cobija, después las almohadas, hasta que terminé durmiendo en otra habitación, y pocas semanas después en otra casa.

Yo la seguía amando como cuando la conocí, o quizás más que entonces, pero era insoportable seguir viviendo con su cadáver.

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