domingo, 20 de noviembre de 2011

La reunión

Hacía tiempo que no sabía nada de mis antiguos compañeros del bachillerato. Recién que terminamos la escuela nos reuníamos dos o tres veces al año, pero poco a poco nos fuimos distanciando al grado de no volver a encontrarnos nunca, hasta hace una semana que Jenny, una de mis mejores amigas del colegio, llamó para invitarme a una reunión donde habríamos de juntarnos todos de nuevo. El motivo era que ella estaba a sólo unos días de salir del país, por un tiempo indeterminado, y quería volver a vernos quizás por última vez.

Por supuesto que acepté sin pensarlo demasiado, ni revisar mi agenda para saber si tendría algún pendiente para ese día. La reunión se llevaría al cabo en el parque donde acostumbrábamos perder el tiempo los viernes por la tarde, después del colegio, y terminaría hasta el amanecer. Siempre habíamos querido hacer eso de jóvenes, pero nunca encontramos un pretexto adecuado para que en nuestras respectivas casas nos autorizaran el no llegar a dormir una noche.

            Un día antes de la reunión procuré despachar todos mis asuntos pendientes, confirmé mi asistencia con Jenny y, para asegurarme de que ningún imprevisto pudiera interponerse en mis planes, descolgué los teléfonos y apagué mi celular.

El día del evento me ausenté de la oficina y me quedé en casa a dormir, no sin antes colocar un pequeño ejército de despertadores que interrumpieran mi sueño, en caso de no despertar a tiempo.

            Yo estaba muy emocionado por volver a ver a mis amigos y ansioso por saber qué había sido de ellos en todos estos años, sobre todo de Jenny, pero no me costó ningún trabajo conciliar el sueño hasta que llegó la tarde.

La reunión era a las ocho de la noche y apenas pasaban de las cinco de la tarde, por lo que tenía tiempo suficiente para alistarme y llegar al encuentro tan fresco y espabilado como un adolescente.

            Llegué con cinco minutos de antelación y para mi sorpresa no era el primero, pues a los pies de la estatua del General Ignacio Zaragoza, que tantas veces nos cobijó de los rayos del sol, ya estaba sentado el que fuera uno de mis mejores amigos: Saúl.

            –¡Hermano! ¿Cuánto tiempo tiene que no nos vemos, viejo? Aunque se ve que el tiempo tampoco ha sido muy generoso contigo –dije y nos abrazamos calurosamente.

            –Todo lo contrario, amigo mío, el tiempo me ha dado tanto que apenas quepo en los pantalones y ya ni me cierran las corbatas –agregó y nos reímos juntos.

            Saúl se veía conmovido y yo no creo haber lucido menos emocionado. Por un rato nos quedamos en silencio, tratando de reconocer en los ojos del otro a ese jovencito que alguna vez fuimos y que ahora yacía envuelto en un traje sastre, rodeado de arrugas, responsabilidades y con un pelo cada vez más encanecido.

            –Supe que te casaste –comentó.

            –Sí, pero no dure así mucho tiempo. Ya vez cómo son las cosas, de repente un día me desperté y caí en la cuenta de que odiaba a la persona que estaba a mi lado, y ella me correspondía con intereses el mismo sentimiento –dije con una mueca en forma de sonrisa.

            –Jenny también está disponible, ¿por qué no la has buscado?

            –No, lo nuestro pasó hace mucho tiempo.

            –Nunca entendí por qué terminaste con ella, hacían muy bonita pareja y jamás escuché que ella se quejara de ti –agregó mirándome a los ojos.

            –Veo que aún no logras perdonarme que ella hubiera preferido estar conmigo que…

            –No… Nada de eso. Te equivocas. Lo único que digo es que ustedes dos se veían realmente felices cuando estaban juntos y nunca entenderé qué fue lo que los separó, es todo –puntualizó.

            –Quizás yo tampoco lo entienda algún día, pero todo eso es pasado y ahora ella está a sólo unos días de irse de aquí, y tal vez para siempre –añadí.

            –Pero qué melodramático te pusiste. ¿Quién te viera? Recuerda que el único viaje del que no hay regreso es hacia la muerte y ya ves…, existen sus excepciones.

            Los minutos fueron pasando, las palomas levantaron el vuelo, los jóvenes trasnochadores invadieron la plaza y tanto Saúl como yo nos estábamos helando, pero el resto de los muchachos brillaban por su ausencia, incluyendo a la propia convocante.

            –Quizás no vengan –dijo.

            –Esperemos otra media hora y si nadie aparece, ¿qué te parece si honramos la ocasión tú y yo solos? –le pregunté.

            Él asintió y esperamos infructuosamente por cuarenta y cinco minutos más.

            –Lo malo es que dejé el celular en casa, porque hubiéramos podido hablar con alguno de los chicos, o Jenny, para saber el motivo de su tardanza. Sólo espero que estén todos bien y no haya pasado algo grave –comenté.

            –Yo creo que ya esperamos bastante y conozco un sitio que no cierra en toda la noche. Ahí sirven un vino exquisito y ni hablar de la botana, es tranquilo y hay un trío de bohemios que tocan hasta las doce, ¿quieres conocerlo? –preguntó y nos despedimos del viejo General.

            La velada (aunque quizás habría de decir “desvelada”) se fue como el agua y el amanecer nos descubrió a la deriva y perdidos en un mar de recuerdos y anécdotas de cuando éramos jóvenes, soñadores e idiotas. La luz del sol nos fue iluminando de a poco, dejándonos ver que quizás en el camino perdimos la juventud y los sueños, pero seguíamos siendo un par de idiotas.

            Al momento de despedirnos no faltó la promesa de volver a encontrarnos pronto.

            –No me importa que el resto no haya venido, me encantó volver a verte –dije al tiempo que el estrechón de manos se volvió un abrazo de despedida.

            –Cuídate y no vivas tan aprisa, no dejes que la muerte te encuentre demasiado cansado y te pille sin que te des cuenta, recuerda que sólo se vive un segundo y que el resto sólo es proyección y memoria, no lo desperdicies sin sentirlo –dijo y no pude evitar sentir la humedad en mis ojos.

            En casa me esperaba una cama sin tender, una docena de llamadas sin contestar y la misma cantidad de mensajes en el teléfono celular, y todos eran del número de Jenny. Le urgía comunicarse conmigo y yo seguí el consejo de Saúl. Por lo que me tomé un tiempo para prepararme un café cargado y hablar con la que siempre había sido el amor de mi vida. Pero antes de que pudiera descolgar la bocina, el teléfono sonó nuevamente y era ella.

            –¿Raúl? ¡Pero ¿dónde has estado en toda la noche?! He tratado de comunicarme contigo desde ayer… –dijo alterada.

Pero antes de que yo pudiera responderle, ella me informó de algo que hizo que mi pulso se congelara por un segundo.

            –No sé cómo lo vayas a tomar, pero… Saúl murió ayer en la madrugada, su esposa me localizó en la tarde y lo velamos anoche. De sus amigos sólo tú faltaste a la ceremonia, pero quisiera que me acompañaras a su entierro –dijo y yo estaba mudo.

–A él le hubiera gustado que todos sus amigos estuviéramos con su viuda en ese momento, sobre todo tú y yo… ¿sabes? Cada vez que me lo llegaba a encontrar, no dejaba de recordarme lo felices que nos veíamos los dos cuando estábamos juntos –agregó y yo no supe qué contestarle.

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