jueves, 24 de noviembre de 2011

El desafío

-I-

En ese entonces había tantos dioses sobre la Tierra como estrellas en el firmamento, o caídos en el Mictlán (lugar de los muertos). Pero así como en el cielo hay un astro que brilla mucho más que los otros, Huitzilopochtli, el Dios del Sol y de la Guerra, gobernaba por encima de cualquier otra deidad o criatura que volara, nadara, se arrastrara o caminara por el Tlaltípac (tierra de los mortales). Dioses y hombres le rendían tributo y sacrificio. Saciaban con sangre y carne su apetito, y con monumentos honraban su presencia entre ellos. Pero no todos estaban de acuerdo con eso.

Entre los dioses le temían demasiado Huitzilopochtli, como para planear algo en su contra, pero aunque la mayoría de los hombres compartían dicho miedo, multiplicado por cada guerra y corazón arrancado en su nombre, había un viejo chamán que se jactaba de ser mucho más poderoso que cualquier otro mortal, e incluso decía ser capaz de derrotar al más poderoso de los dioses.

En ese entonces los dioses sangraban y morían como los hombres, o los gigantes que alguna vez caminaran sobre esta tierra, por lo que el viejo sabía que si los jaguares habían sido capaces de devorar y erradicar a esta casta del mundo, él habría de ser quien venciera y ocupara el trono dorado del Dios Sol.

El viejo caminó por varios amaneceres, en pos de la pirámide más alta del Tlaltípac. Una vez ahí, la escaló con las manos desnudas y habiendo alcanzado la cima, alzó la voz y retó a Huitzilopochtli a un duelo. El que perdiera se postraría ante el otro y el ganador podría erguirse soberbio ante todos.

–Sin necesidad de vencerte ya me alzo por encima de las nubes más altas. ¿Qué podría ganar yo con tu derrota? Recuerda que yo soy el que al momento de nacer se enfrentó a Coyolxauhqui (Diosa de la Luna) y la dejé vencida, desmembrada a mis pies, e hice de su cabeza ese faro que te ilumina por las noches –arremetió Huitzilopochtli.

–Quizás nada, pero si no aceptas quedarás en ridículo ante todos, por rehusarte a enfrentar a un simple “viejo”.

Huitzilopochtli sonrió. Se acomodó su hermoso penacho de plumas azules, y aceptó el desafío. No hacía falta nada más, el Señor de la Guerra había hablado y acordado que su encuentro se llevaría al cabo después de la luna llena.

–Prepárate bien, porque tan pronto muera la noche más brillante, y yo vuelva a emerger del vientre de Coatlicue (Diosa de la Tierra), te estaré esperando en la calzada de mi templo.

En ese momento el viejo bajó de la pirámide y Huitzilopochtli regresó a su eterno combate contra la oscuridad de la noche.

-II-

De regreso en su casa, al chamán ya lo estaban esperando las malas noticias. En su ausencia, el único hijo que aún le quedaba vivo, había enfermado y estaba al borde de la muerte. Los ríos se habían desbordado, los campos de cultivo estaban anegados, y tanto el maíz como el cacao yacían ahogados en el fondo. Los terrenos cercanos estaban invadidos por serpientes, y nadie quería quedarse a trabajar ahí.

            Entonces una sacerdotisa le dijo al viejo que todo era su culpa, por andar desafiando a los dioses y retar a Huitzilopochtli a un duelo.

            –No debemos meternos con los dioses, ellos son la lluvia que nos moja, el viento que nos seca, el fuego que nos calienta y la tierra que nos da sustento. Son el vuelo del colibrí, el canto del quetzal, la voz de los ríos, la luz del rayo, el llanto de un bebé y el rugido del jaguar –dijo ella.

            –Quizás sea cierto todo eso que dices, pero yo no me retractaré. Soy el hombre más viejo que ha nacido en el Tlaltípac. Cuando abrí los ojos por primera vez no había dioses, ni mortales. La noche eterna era el único escenario, y sobrevivir la única exigencia. Después llegaron los dioses y con ellos se complicó todo. Se distinguió el arriba del abajo, la vida de la muerte, el bien del mal, y lo mortal de lo divino. Pero te aseguro que algún día se irán, como tú, y todos serán olvidados, pero yo seguiré aquí, hasta que las sombras devoren mi cuerpo y me arrastren al Mictlán –dijo el viejo, y se marchó a ver a su hijo, que aunque era el menor, ya era un hombre de edad avanzada.

            Aún no había llegado a la casa del enfermo, cuando uno de sus múltiples tataranietos lo encontró en el camino y le informó del deceso de su hijo. El viejo se sentía impotente y molesto. Pero no se derrumbó. Sabía que enfrentarse a los dioses traería consecuencias, pero jamás pensó que éstas las pagarían sus descendientes, y menos con la vida.

            Lleno de rabia y resentimiento, tan pronto el viejo vio enterrado a su muerto, regresó a su casa para preparar los brebajes con los que habría de nutrir su cuerpo, para enfrentar a Huitzilopochtli y vencerlo.

            De camino a casa no se encontró con nadie. Todos le huían y temían, por creer que él era la causa de todo lo que había ocurrido con el campo y la siembra. Pero él no les hizo caso y siguió su marcha, hasta que pudo distinguir una columna de humo que provenía del lugar donde tuviera su casa.

            Su vivienda estaba en ruinas y no pudo rescatar nada. Todos sus brebajes, ungüentos, hierbas y amuletos estaban destruidos por el fuego. Nadie se atrevió a decirle lo que había pasado, pero para él ya no había duda de que el Dios Sol había intervenido.

Pero eso no intimidó al chamán, quien partió a las colinas a buscar los ingredientes necesarios para sustituir lo perdido. Sin embargo, la lluvia que había acabado con los cultivos, no fue menos devastadora con las plantas que el viejo chamán empleaba en sus bálsamos, y no pudo encontrar una sola que no estuviera muerta o fuera inservible. La tierra estaba envenenada por la podredumbre, y el agua estancada no podía distinguirse del fango.

Esa noche el viejo durmió en la intemperie, y así lo descubrió el frío de la mañana. Porque ni siquiera sus parientes querían darle refugio, por miedo a provocar aún más la ira de los dioses. Nadie le dirigía la palabra, o siquiera lo volteaban a ver. Se había convertido en un indeseable entre su gente, y su estómago le exigía alimento, que él no le podía proveer. 

-III-

Vencido, sin siquiera haber llegado el día de su enfrentamiento con Huitzilopochtli, el viejo recogió sus pasos y volvió a la pirámide donde había retado al Dios Sol. Escaló con dificultad, apenas evitando las mordeduras de las múltiples serpientes que también habían huido de la inundación.

            Ya en la cima, ahora no alzó su voz, ni increpó a los dioses. Sólo cayó sobre sus rodillas y le suplicó a Huitzilopochtli que lo perdonara por su atrevimiento. El viejo lloró como no lo había hecho por la muerte de todos sus hijos caídos, y su lamento atrajo la atención del Dios de la Guerra.

            Huitzilopochtli soltó su pesada e incandescente arma a un lado del viejo, la cual se apagó y cimbró el suelo con sólo tocarlo, y se despojó de su hermoso penacho. Después hizo un ademán con la mano y le ordenó al viejo que se largara de ahí, y que jamás volviera a poner un pie sobre su templo. El chamán agachó la cabeza y obedeció sin intercambiar palabras.

            El Dios del Sol recogió su hacha, la cual volvió a arder con el mero tacto de su Señor, pero cuando estaba a punto de volver a su guerra contra Metztli (la noche), un viejo sacerdote que había sido testigo de todo, se atrevió a preguntar a Huitzilopochtli qué le había hecho a aquel hombre, que se veía tan endeble y disminuido.

            El Dios detuvo su ascenso, miro a su sirviente y le respondió que él no le había hecho nada.

            –Hace unos días aquel viejo vino, me retó a un duelo, y yo acepté. Quedamos en enfrentarnos a la mañana siguiente después de la luna llena, y no volví a saber de él. De hecho ya hasta me había olvidado de su desafío, hasta que lo vi recorrer mi calzada y escalar pesadamente mi templo –dijo Huitzilopochtli, se acomodó el penacho, se aferró con firmeza a su escudo e incandescente hacha, y volvió a su eterna batalla contra la noche.

2 comentarios: