viernes, 18 de noviembre de 2011

El fuego del dragón

La cazadora

-I-

Mi nombre es Adne y soy… más bien, era una “agente de la muerte” de la corona de la reina Helena. Soy una elfa nacida en los bosques más hermosos y verdes de todo el reino, pero fui traída a las tierras monárquicas de los humanos desde que aún era muy joven e ingenua. En el bosque la vida era apacible, sin bullicio, ni traiciones. No sabíamos nada de intrigas o engaños.

Crecí entre los árboles en una comunidad donde la reina de las elfas (Aria) era reconocida como la madre de todos, como una representación elfica de la madre naturaleza. Por lo mismo todos los elfos nos veíamos como hermanos y cuidábamos de nosotros como una sola familia.

La razón por la que abandoné el bosque y mi familia estaba más allá de mis deseos o voluntad. Los elfos y humanos siempre habíamos tenido nuestras diferencias y conflictos, hasta el día en que se firmó un “acuerdo de paz y colaboración entre ambos pueblos”, o al menos así lo llamaron ellos. Los elfos conservaríamos nuestro bosque y reino, a cambio de reconocer a la corona humana como un reino superior al nuestro, y de cuando en cuando algunos de nosotros nos uniéramos a sus fuerzas para engrosar su armada.

Para la mayoría de los elfos, incluyendo a la reina Aria y el consejo de ancianos, más que un acuerdo de paz y colaboración, eso era una exigencia de subordinación ante los humanos. Sin embargo sabían que de no cumplir con el tributo de elfos o desconocer la autoridad del reino de los hombres, nuestro bosque estaría en peligro. Pues los humanos no dudarían en acabar con todo hasta que no quedara un solo árbol en pie y por lo mismo, ni un solo elfo vivo.

El acuerdo era humillante y por eso muchos desertaron y se exiliaron en las montañas o bajo tierra, pero la mayoría pensó que era preferible la subordinación antes que condenar a muerte a nuestra raza, cultura y mundo.

-II-

Los elfos varones por lo general son reclutados inmediatamente en la infantería, por su habilidad innata en el manejo de muchos tipos de armas, sobre todo en el uso del arco y la flecha (ya sea juntos o cada uno empleado como un arma en sí misma).

Hay un dicho entre mi gente que reza así: “un elfo sin flechas no es menos peligroso que uno con el carcaj lleno”. Esto es parte de nuestra cultura y desde muy pequeños se nos enseña a tirar con el arco a la par que a caminar. Es una herramienta que está íntimamente ligada a lo que somos, es como una extensión más de nuestro cuerpo. Pero los humanos piensan que sólo los elfos varones son capaces de emplear al máximo la potencialidad de este tipo de armas. Por lo que a las elfas nos toca el trabajo de guardabosques y guías del reino, sobretodo cuando los nobles se aventuran más allá de sus pastizales, fortalezas y murallas. No se fían de nosotras para la guerra.

-III-

Conforme fueron pasando los años, me fui ganando su confianza y terminé como la guía oficial de la familia real. Cada vez que alguno de sus miembros decidía salir del palacio y jardines, para cazar algún siervo por gusto o deporte, me llamaban para guiarlo y enseñarle los mejores lugares para realizar su actividad sin ningún problema. Así fue hasta que un día el príncipe heredero, para tratar de impresionar a su prometida, decidió salir sin mi compañía y se internó con su amada en el bosque en pos de un jabalí.

Yo siempre he sabido hacer mi trabajo, por lo que si mi deber es acompañar a la familia real eso es lo que hago, y si la contraorden es no hacerlo, de todas maneras lo hago pero sin que se den cuenta de que estoy ahí, sólo por si acaso. Siempre preferí una sanción por estar donde se me necesitaba, cuando se suponía que no debería estar ahí, que un castigo por no realizar el trabajo que se me ha encomendado desde un inicio.

Por lo que lo seguí sin que él lo notara. Paso a paso nos fuimos internando cada vez más al bosque, hasta llegar a lugares donde no recordaba haber estado antes. El príncipe se sabía perdido, pero era incapaz de admitirlo delante de su prometida, por lo que se internó aún más. Hasta que por fin localizó a su presa; un enorme jabalí negro.

El príncipe dejó a un lado su arco y sacó de su morral una potente ballesta. Un arma cuyo disparo es capaz de perforar hasta la más blindada de las armaduras, pero tan poco práctica aún para los más experimentados, que en la misma cantidad de tiempo que le toma a ésta expeler una flecha, un arquero novato puede disparar dos, y un maestro hasta siete.

El joven heredero preparó torpemente su arma y apuntó a su presa, esperando el momento preciso para accionar su peligroso juguete, pero para entonces el gigantesco jabalí ya lo había visto y se prestó a embestirlo salvajemente.

El príncipe disparó el arma, pero la flecha no terminó en el cuerpo de la bestia, sino en el tronco de un árbol seco. Entonces, cuando el jabalí estaba a sólo unos centímetros de alcanzar su objetivo, cayó fulminado por una flecha salida de mi arco, atravesándole el cráneo de lado a lado. La prometida del príncipe yacía tirada en el suelo como una hoja seca, desmayada por el susto. El príncipe estaba temblando de miedo, pero agradecido.

–Si alguien me preguntara yo respondería que su majestad fue quien cazó a la bestia –le dije.

Él asintió con la cabeza y dijo que eso que había hecho por él no habría de olvidarlo nunca.

Una vez en palacio, el príncipe me mandó a llamar. Entonces me dijo que había hablado de mis habilidades con su madre la reina y que era el deseo de ambos hacerme su guardaespaldas personal.

–Necesito de alguien que esté conmigo sin que nadie, ni yo mismo, lo note. Y haga acto de presencia únicamente cuando lo necesite y no antes, ni después –dijo y como era de suponer no aceptaría un “no” como respuesta. Después de todo, eso no era una consulta sino el aviso de mi nueva asignación.

-IV-

Desde esa tarde fui su guardaespaldas, pero dejé de serlo al día siguiente de su coronación. Hasta entonces todos aquellos que pudieran poner en peligro su vida, terminaban de la misma manera que aquel enorme jabalí; fulminados por una flecha que les atravesaba sus cráneos de lado a lado. No eran pocos sus enemigos, pero nunca tuve que preocuparme por cuántas flechas cargaba conmigo.

Todos decían que el príncipe contaba con la protección de un ángel arquero, y desde entonces él me empezó a llamar “Ángela”.

Al día siguiente de su coronación, aquella que era su prometida y ahora sigue siendo la reina Helena, iba a salir con un grupo de nobles de la corte a recorrer los alrededores de sus dominios, para conocer las “necesidades” de sus habitantes y demostrar a sus súbditos el “interés” que la corona tenía por ellos.

Era un evento meramente alegórico, donde la familia real hacía como que estaba al tanto de lo que ocurría en su reino, los duques, varones y demás nobles escondían lo más feo de sus tierras para resaltar lo “mucho” que todos sus habitantes habían prosperado, y éstos hacían como si lo dicho por los otros fuera “absolutamente cierto”. El rey lo sabía, pero también reconocía el protocolo real, por lo que le pidió a su reina que realizara el recorrido por él, mientras él atendía otros asuntos más importantes en palacio.

–Ángela, te pido que protejas a la reina como lo haz hecho conmigo, sé que corren tiempos difíciles. Toda sucesión real lo es. Tú has sido mi fiel protectora en todos estos años, y en verdad agradezco que los elfos no envejezcan con la misma velocidad que los humanos, porque así sé que podré encomendarte a mi descendencia y ellos a las suyas, con toda seguridad de que su ángel arquero estará ahí aunque no lo vean. Ya lo has hecho por mí, ahora te encargo el cuidado de Helena –dijo en voz baja, confiado de que yo estaba ahí, aunque no supiera dónde y pensando que nadie más lo había escuchado.

Yo tomé mi nueva encomienda y por primera vez en muchos años me separé de aquel muchacho que conocí tan insolente, ensimismado y arrogante, pero que día a día se fue transformando en rey; como una oruga que se convierte en mariposa, sólo que antes de que aprendiera a usar sus alas, tan pronto salió del capullo un camaleón estiró su lengua y lo devoró.

Cuando regresamos de aquel recorrido todos nos topamos con la noticia de que habían asesinado al rey. Decían que él se encontraba solo en la sala de armas revisando unos mapas, cuando uno de sus guardias escuchó un quejido. Al entrar al salón se topó con el cuerpo sin vida del monarca, tirado en el piso con una pequeña daga clavada en su corazón. El arma estaba envenenada, por lo que el rey murió al instante. Nadie vio, ni escuchó nada, por lo que el asesino podría ser cualquiera, hasta su guardia personal. Todo era posible.

-V-

La reina estaba deshecha, sola y llena de preguntas sin respuesta que la atormentaban por las noches y seguían con ella en la mañana. Entonces fue que me hice presente. Tan pronto me vio me propinó una bofetada que me dejó sangrante la nariz, pero no le respondí como en otras circunstancias lo hubiera hecho.

–Tú eras el ángel arquero del rey, ¿no es así? ¿Dónde estabas cuando todo esto ocurrió? Mi marido me hablaba todo el tiempo de lo seguro que estaba bajo tu protección, pero le fallaste y traicionaste su confianza –dijo, pero antes de poderle responder me soltó otra bofetada, que aun pudiendo esquivar, decidí recibir de pie y sin dar un sólo paso atrás.

Le expliqué que el rey me había ordenado protegerla en su lugar, seguro de que en palacio estaría a salvo de cualquier amenaza, pero no tanto de la seguridad reinante a las afueras de la casa real y del bienestar de la reina.

Ella me miró, trató de articular alguna palabra pero no pudo, sólo se me quedó viendo, llena de lágrimas y dolor, luego me abrazó y con la voz entrecortada me pidió perdón, algo que seguramente nunca había hecho antes en su vida, por lo que me sentí de alguna manera halagada, aunque no pude evitar sentir pena por ella.

Al final de la ceremonia fúnebre, la reina se quedó sola en la cámara mortuoria real, enfrente del ataúd de su rey. Entonces me encomendó mi última misión como guardaespaldas, y la primera encomienda como agente de la muerte de la corona.

Al igual que el rey, ella sabía que estaba cerca aunque no supiera dónde me localizaba. Por lo que se acercó al ataúd de su marido y susurró:

–Encuentra a todos aquellos que hayan tenido que ver con su muerte y devuélveles el regalo que le dieron al rey.

Su voz era fría, estaba más llena de ira y venganza que sedienta de justicia.

–No me importa si está involucrado algún noble, cortesano o clérigo, mátalos a todos y no sólo a la mano ejecutora. Los quiero muertos con tu firma; tú sabes… una flecha atravesándoles de lado a lado sus cabezas, así sabré que fuiste tú e impediré cualquier investigación. Tú cuidaste de él en vida, ahora que me lo han arrebatado, sé mi ángel de la muerte –agregó y concluyó besando el frío mármol de la lápida de su marido.

-VI-

La cacería no fue fácil, el arma empleada para asesinar al rey era más común que una sanguijuela en el botiquín de un curandero orco. Pero el veneno no era nada corriente y me condujo rápidamente a la vivienda de un alquimista. Me oculté entre las sombras y esperé hasta que él llegara. No debía matarlo hasta conocer la identidad de todos los demás involucrados. No me importaba por qué lo habían hecho, sólo me interesaba cumplir con la misión.

Aquel hombre llegó despreocupado casi a la media noche, cuando la luna yacía oculta tras las nubes y apenas alumbraba la calle, por lo que mi trabajo se tornó aún más fácil. Tan pronto él entró a la vivienda, la punta de mi flecha se encontró apoyada firmemente en su sien.

–Soy el ángel de la muerte y tú sabes por qué estoy aquí –le dije sin revelar ningún tipo de emoción u orgullo. Él sólo hacía como si no supiera nada, mientras yo le apoyaba cada vez más dentro la punta de la flecha en su cabeza.

–¡Está bien! ¡Está bien! ¡Pero no me mates, te lo diré todo! ¡Yo no quería… en serio, pero me ofrecieron condonar mis deudas si accedía a prepararles el veneno! ¡Vino el varón de Akona, con el duque de Monsqueda, y un asesino montaraz… un tal Mesti o Mastid! ¡Me dijeron que la muerte del rey ascendente era lo mejor para el reino. Con él la corona perdería fuerza frente a las hordas invasoras del norte, o enfrascaría a la región en una guerra interminable! ¡Eso es todo… de verdad es todo lo que sé! ¡Ahora… perdóname la vida… y vete! –dijo tartamudeando y apunto de defecar en sus pantalones.

–Yo nunca dije que te dejaría vivir, lo único que has ganado con tu confesión es hacer de tu muerte algo menos doloroso de lo que podría haber sido, es más… he sido tan gentil contigo que mientras hablabas he estado apoyando cada vez más adentro la flecha. Tan suavemente que ni siquiera has notado que sólo me falta un empujoncito para acabar con mi trabajo y caigas ante mí, tan muerto como lo habrán de estar todos los demás que estén involucrados –dije, pero creo que ya no alcanzó a escuchar lo último.

-VII-

Akona y Monsqueda fueron presas fáciles, casi como atravesar el cauce de un río que ha permanecido seco por varios años. Ellos se encontraban juntos y festejando el éxito de su plan, en compañía de algunos miembros de la corte real y otros nobles. Por primera vez revisé mi carcaj para verificar que contara con las suficientes flechas para todos ellos, pues no esperaba encontrarme con tantos. Podría matarlos sin necesidad de ellas, pero la reina había sido muy precisa en indicarme la manera en que los quería muertos.

Sin demora, y justo cuando todos se encontraban elevando sus copas de cristal, uno a uno cayeron fulminados por mis flechas. Estaban muertos sobre sus rodillas, aún antes de que pudieran soltar las copas y éstas se estrellaran contra el suelo.

-VIII-

Al montaraz lo encontré en el que sería el mejor día de la vida de un comerciante de pieles, aunque quizás nunca lo supiera, o imaginara siquiera. Mastidis, que es como se le conocía por los alrededores, se encontraba a las afueras de la casa del mercader Varún, quien tenía cierta deuda o conflicto con alguien lo suficientemente poderoso, o interesado en cobrarse de cualquier manera, como para mandarlo a matar.

Si alguna vez Varún conoció la muerte por órdenes de aquel acreedor… no lo sé. Pero esa noche la dejó plantada, o tal vez fue ella quien le pospuso la cita, pues su verdugo murió por unas de mis flechas, antes de que pudiera sujetar alguna de las dagas envenenadas, que le habían quedado de recuerdo de su trabajo anterior.

-IX-

La reina estaba complacida con mi trabajo, pero no por eso se podía decir que estuviera feliz. Su venganza estaba completa, pero ninguna de esas muertes le devolvió la vida a su rey. Las buenas noticias eran que la corona ahora tenía menos enemigos y una nueva agente de la muerte.

Mi trabajo era simple; tenía que recorrer el reino, de pueblo en pueblo, para ejecutar a aquellos que pudieran ser, o fueran un peligro para la integridad de la reina y sus súbditos. Sin esperar el agradecimiento de alguno de ellos.

En mis recorridos maté nobles, orcos, troles, magos, hechiceras, desertores e incluso a un dragón que tenía sometido a todo un pueblo. De esa encomienda salí con varias quemaduras y rasguños, matarlo no resultó nada fácil, y no bastó una flecha sino un millar para verlo caer ante mí.

De las quemaduras, moretones y rasguños nunca demoré mucho en recuperarme, pero con cada misión y muerte, sentía que perdía algo de mí. Evidentemente ya no era la misma elfa que había salido del bosque. Aunque sabía que con cada muerte estaba haciendo más segura la vida de todos los habitantes del reino, no podía dejar de pensar que me estaba convirtiendo en algo que iba en contra de mi propia naturaleza. Ya no era más una guardiana de la vida, sino una cosechadora de la muerte.

-X-

Hace unos días maté a una hermana elfa. Se le acusaba de asesinar a un grupo de soldados y la querían muerta. La misión me estremeció y provocó mil dudas antes de aceptarla. Al final decidí hacerme cargo, teniendo en mente que era una hermana y yo tenía la obligación de darle la oportunidad de explicarse. Ése era un regalo que nunca le había dado a nadie, pero ella era de la familia.

Rastrear a una elfa que no desea ser encontrada, es tan difícil como salir seca de un lago después de haberte dado un chapuzón. Ningún soldado de la corona podría dar con ella, ni arrasando el bosque, pero yo no era como ellos, sino como ella, por lo que podía intuir con mayor facilidad dónde podría esconderse una de mis hermanas, sobre todo si no deseaba ser descubierta.

La localicé dos días después, en las viejas ruinas de un templo donde se solía venerar a la Diosa de la Luna. Se le veía asustada, sentada sobre uno de los monolitos. No estaba escondida, pero lucía temerosa. Recuerdo que pensé: “Ahora con calma, acércate y habla con ella, deja que te explique”. Pero cuando me di cuenta ella ya se había abalanzado sobre mí y yo, que he aprendido a no acercarme a una presa sin el arco bien tenso, hice lo que siempre he hecho y la maté.

Ella ni siquiera estaba armada, bien hubiera podido esquivarla y tratar de razonar con ella, pero el caso es que no lo hice, sólo liberé la flecha del arco y dejé que le atravesara el cráneo de lado a lado.

Por primera vez en mucho tiempo, lloré y arrojé mi arma contra las piedras. Actué por instinto, como seguramente ella también lo había hecho, tal y como aquel jabalí negro.

Ya no había nada que hacer, no se puede razonar con alguien que tiene una flecha atravesada en su cerebro. Pensé que jamás sabría por qué había hecho lo que hizo, y la respuesta a esta pregunta se sumaría a una larga lista de razones que me negué a escuchar.

Recogí el arco del suelo y me alejé de ahí sin voltear la mirada. Era necesario que le diera la vuelta a la página y siguiera mi camino, entre las sombras de los árboles, en pos de mi siguiente presa. La cual no habría de demorar mucho en aparecer.

-XI-

Esa misma noche y camino al siguiente pueblo, el canto de los árboles se vio interrumpido por un grito. Una joven aldeana que regresaba a casa fue sorprendida por un grupo de soldados que la rodearon con malas intenciones, pues la tenían sujeta del pelo, el cuello y los brazos, además de que le habían empezado a rasgar la ropa, mientras hacían alarde de las mellas presentes en sus escudos y espadas. Estaban cinco plantados en el camino y dos más a lomo de caballo.

Podría haber sido sigilosa, pero me había cansado de matar y escabullirme entre las sombras. Además, se supone que los soldados están para proteger a la gente y no para lo opuesto. Por lo que con el arco bien tenso me hice presente ante ellos.

Les dije que soltaran a la mujer, pero no quisieron escuchar. Uno de los que andaba a caballo desenfundó su espada y corrió a embestirme. Pero cuando estuvo lo suficientemente cerca para partirme en dos, una de mis flechas se alojó en su pecho. El otro montado huyó, pero los otros cinco me rodearon. Uno de ellos con una ballesta en la mano. Por supuesto que no tuvo tiempo de apuntar, ni los otros pudieron dar un solo paso, antes de caer muertos a mis pies.

La aldeana estaba asustada pero no herida, al menos no físicamente.

–Espera aquí –le dije y monté sobre el caballo del soldado muerto.

A todo galope fui tras aquél que había huido. No podía dejarlo con vida. La integridad física de la aldeana estaría en constante peligro si ese canalla llegaba a salvo a su cuartel. Tal vez la había ayudado esa noche, pero no estaría ahí para hacerlo siempre.

Los dos caballos eran igual de veloces, pero yo era mucho más ligera, por lo que no demoré en alcanzarlo, justo a la entrada de la ciudad. Entonces tomé mi arco y disparé la última flecha; el soldado ya estaba muerto cuando cruzó el umbral del cuartel.

La aldeana estaba a salvo, nadie que pudiera vincularla con lo ocurrido seguía con vida, pero no se podía decir lo mismo de mí, pues los guardias de la entrada me habían visto y yo no encontré ningún deseo de matarlos esa noche. Sólo di media vuelta y me alejé de ahí lo más rápido que pude.

La aldeana me esperaba en el mismo lugar.

–Te aconsejo que te dirijas a tu casa por otro camino, tras de mí han de venir otros soldados. No te preocupes por nada, ellos no podrán relacionarte con la muerte de sus compañeros… Ten estas monedas y cómprate un nuevo vestido. Sé discreta y cuídate –dije.

Ella asintió con la cabeza y tímidamente me dijo:

–Gracias ángel de la muerte.

–No “ángel de la muerte”, me llamo Adne y no tienes nada que agradecerme –agregué y me fui cabalgando de ahí.

El suelo retumbaba con cada zancada del caballo y su relinchar estremecía hasta a los árboles que me vieron pasar como testigos mudos. Hice el mayor ruido que pude. Todo con tal de que fuera a mí a quien escucharan los soldados, y no prestaran atención a la joven aldeana.

-XII-

Ahora estoy aquí en las viejas ruinas de la Diosa de la Luna. Apenas he enterrado los restos mortales de mi hermana, caída por mi propia flecha, y aguardo que vengan por mí. Dejé suficientes pistas en el camino y espero que no se demoren demasiado en dar conmigo. Aunque nunca se sabe con los humanos.

Quizás me ocurrió lo mismo que le pasó a mi hermana, y tal vez mi historia termine igual que la suya, no lo sé. Pero no caeré tan fácilmente como ella. No me abalanzaré desarmada contra los cazadores. Los esperaré preparada con mi arco bien tenso, aunque no tenga tiempo de hacerme de más flechas. Veré si es verdad aquel dicho, y esperaré ser tan peligrosa sin una sola flecha que como siempre lo he sido con el carcaj lleno.

Tal vez no pueda atravesarles el cráneo, ni les deje mi firma, pero eso no importa. Ya no soy el ángel de la muerte de la corona, tampoco “Ángela”. Mi nombre es Adne y soy una elfa cazadora.

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