domingo, 20 de noviembre de 2011

El ropero

-I-

La tía Paulina ha muerto, y ahora me toca a mí velar por su memoria y hacerme cargo de sus pertenencias. No es una tarea sencilla, nunca es fácil tener que disponer de las posesiones de alguien más, sobre todo si esta persona ha sido tan importante como ella lo fue para mí.

            Hacía tiempo que no la venía a ver. Con las presiones del consultorio, a veces me resultaba imposible salir de la ciudad. Aunque siempre procuré estar al tanto de ella. Pero de niña la veía muy seguido, o al menos en vacaciones. Porque papá y mamá siempre nos traían a mis hermanas y a mí a esta casa en verano.

Recuerdo que de pequeña todo esto me parecía un castillo. Teniendo como referencia a los pequeños departamentos de la ciudad, venir a una casa tan grande, rodeada de árboles y a unos cuantos metros de una hermosa laguna, no era de extrañarse que a mis hermanas y a mí nos encantara estar acá.

            Ahora la casa se ve mucho más lúgubre, y la humedad ha terminado por deteriorar los pisos y techos de madera. La construcción es firme, pero tendré que invertir bastante tiempo y dinero para dejarla como antes. Es lo menos que puedo hacer por la tía Paulina. Aunque aún no sé si tendré que vender la propiedad o podré quedarme con ella. Mis hermanas me han aconsejado que me deshaga de la casa, pero no me gustaría hacer eso. Han sido tantos los momentos felices que viví aquí, que sentiría como si estuviera vendiendo un trozo de mi infancia.

            Además, la casa y el terreno han estado en la familia por generaciones. No sé si desde mis tatarabuelos o antes, pero esta propiedad siempre ha sido como parte de la familia. Sé que la abuela se la dejó a mi tía, con la condición de que nunca le negara hospedaje a sus hermanos y hermanas, o al menos eso es lo que ella contaba. La tía era como la encargada de la casa familiar. Por eso era común que en vacaciones nos encontráramos aquí con toda mi familia materna.

            A mis primas, primos y hermanas les encantaba venir aquí por el lago y la hermosa casa, pero a mí me gustaba convivir con mi tía, quizás por eso es que ella pensó en mí para dejarme a cargo de sus pertenencias. Teníamos una relación muy estrecha, la veía más como una buena amiga que como un familiar. Recuerdo que a ella le gustaba contarnos historias; algunas moralistas, otras chistosas, aunque tampoco faltaban aquellas que nos espantaban el sueño, o hacían ver fantasmas en los sombríos rincones, que por demás abundan en esta casa.

            No había un lugar que no tuviera su propio relato o historia. Nos hablaba de los duendes que vivían entre los frondosos árboles, a los que semanalmente les preparaba un postre para que no se metieran a la casa a esconderle sus cosas. También nos contaba de las hadas que por las noches revoloteaban por la laguna, alumbrando la superficie cristalina con sus brillantes colores. O de las brujas que por las noches surcaban los cielos como grandes bolas de fuego.

En alguna ocasión nos platicó de la gente que vivía atrás de los espejos; bromistas que se hacen pasar por uno e imitan nuestra apariencia, gestos y movimientos con tal precisión, que llegamos a pensar que somos nosotros mismos. En su momento esa historia me pareció divertida, incluso un día me coloqué delante de un enorme espejo donde podía verme de cuerpo entero, para poner a prueba las habilidades de estos imitadores, o la veracidad de aquel peculiar relato. Por horas me la pasé haciendo muecas, agitando y estirando los brazos, o fingiendo un movimiento que terminaba inesperadamente, para tratar de engañarlos. Ese día quedé tan agotada que no tuve ganas ni de salir a caminar a la orilla del lago.

Casi como un sueño, recuerdo que exhalé un poco de aire y me quedé fija mirando mi reflejo. De repente, no sé si lo imaginé pero me pareció ver que la imagen en el espejo me había guiñado un ojo. Aún puedo verme saliendo de la casa despavorida, en pos de los brazos de papá y mamá. No volví a asomarme por ningún espejo de la casa en lo que duró ese verano. Anduve como una semana con los pelos alborotados, cual diente de león, y fui la burla de mis hermanas y primos, pero prefería eso a arriesgarme de nuevo.

            Mis padres se molestaron con la tía, sobre todo mamá. Le pidieron que nos dejara de contar ese tipo de historias. Yo estaba muy apenada, pero mis hermanas no. Ellas se veían aliviadas de no tener que volver a escuchar los cuentos de la tía Paulina. Esa vez incluso hubo un pequeño pleito entre mis padres. Papá decía que era la última vez que nos quedábamos con la tía, aseguraba que estaba loca y su demencia terminaría por trastornarnos a nosotras también. Por su parte mamá no le hizo mucho caso, porque decía que según papá toda su familia estaba loca, cosa que ella también creía, pero de la de él.

La tía nos dejó de contar historias, pero no renunció a platicar conmigo. A veces nos sentábamos en una banquita a la orilla del lago, y mientras mis hermanas y primos chapoteaban, nosotras hablábamos de todo un poco. Ella decía que su estación favorita del año era el otoño, porque no hacía tanto frío como en invierno, ni tanto calor como en verano, y los atardeceres eran mucho más hermosos que en primavera. Yo no estaba de acuerdo, pues prefería mil veces el verano, pues era entonces cuando acostumbrábamos ir a su casa de vacaciones.

Sobre todo lo demás, me gustaba cuando se ponía a hablar de cosas intangibles pero importantes para mí. Por ejemplo, la ocasión en que se puso a divagar sobre la sustancia de las que están hechos los sueños. Ella decía que estaban formados de estrellas porque son como una guía muy lejana, pero tan brillantes que sobrepasan la oscuridad que las rodea. Yo pensaba que de nubes, pues sólo están ahí flotando a merced del viento, esperando que una les encuentre forma y sentido.

Con ella compartí mis primeros bocetos de vida, proyectos a corto y largo plazo. Desde qué ropa me iría a poner al día siguiente, hasta si me convenía o no estudiar tal o cual cosa, o andar con tal o cual muchacho. De hecho, después de informarles a mis padres, ella fue la primera persona a quién telefoneé para avisarle que me habían aceptado en la Facultad de Medicina de la Universidad.

-II-

Al ver todos estos retratos de gente que probablemente ni la tía llegó a conocer, pero conservó en la casa, es inevitable pensar en la soledad que tuvo que haber vivido. Nunca se casó, ni se le conoció algún amorío. Era muy abierta en cuanto a sus relatos, pero reservada en varios aspectos de su vida.

Mamá decía que su hermana siempre había sido muy alegre, juguetona y emprendedora. Pero recién que se hizo cargo de la casa y se fue a vivir sola, todo cambió. Se volvió callada y misteriosa. No hablaba, ni se escribía con nadie. Se tornó fría y ajena. De repente, cuando levantó la barrera que la separaba del mundo, ella empezó a hablar de cosas que no contaba antes; gnomos, fantasmas y brujas. Mamá decía que tal vez la fantasía había sembrado su semilla en la soledad de su hermana, dando como frutos duendes, hadas y demonios.

-III-

La habitación de la tía permanece cerrada. No he tenido el valor de abrirla sin sentir que estoy profanando su espacio o violando sus secretos. Una vez de pequeña me atreví a husmear sin que ella estuviera presente. Yo no pretendía nada, sólo echar un vistazo. Tenía unos siete años y mis ojos estaban hambrientos de cualquier cosa que pudieran captar. Para mi sorpresa, a diferencia del resto de la casa que siempre ha estado a reventar de adornos, retratos, macetas y floreros, en su cuarto sólo había una cama y un ropero. Las paredes estaban desnudas y las cortinas cerradas, impidiendo el paso del sol, volviendo mucho más lúgubre la habitación. Ahí lo único que atrapaba mi atención y alimentaba mi curiosidad era el viejo ropero de madera.

Recuerdo que estaba a punto de abrirlo cuando ella me sorprendió. No me regañó, ni nada parecido. Simplemente colocó su mano sobre la mía y dijo que en ese lugar guardaba algo muy desagradable. Entonces mis ojos curiosos expresaron lo que los labios cerrados no se atrevieron a preguntar. Y ella, tan cálida y sincera me dijo:

–Ahí guardo el corazón de un demonio.

Una vez más yo salí corriendo de ahí, pero no dije nada a mis papás, por miedo a que me dieran una reprimenda por entrometida, y se molestaran con mi tía por asustarme así.

            A partir de ese día su habitación se volvió un sitio vedado, el único en toda la casa. No me importaba que la puerta estuviera abierta o mi tía lejos de ahí, jamás intenté poner a prueba su dicho. No fuera a ser como con los espejos.

Ya en casa, veladamente le pregunté a mamá si era posible matar a un demonio y sacarle el corazón como en los cuentos. Ella se extrañó por la duda, pero regalándome una sonrisa y alborotándome el pelo, respondió que no, porque los demonios no existen, salvo en los relatos de miedo y cuentos de mi tía.

–No es de los seres fantásticos, de los que te habla mi hermana, de los que debes tener cuidado, sino de otras cosas, como la gente mala que sólo quiere molestarte o hacerte daño. Bueno fuera que todo aquello que pudiera lastimarte tuviera cuernos, garras y dientes, al menos los verías venir. Lo malo es que en ocasiones los verdaderos peligros no parecen tan amenazantes. Por eso hay que mantener los ojos abiertos, no aceptar nada de desconocidos, ni abrirles la puerta o marcharte con ellos. ¿Te quedó claro? –dijo y besó mi frente.

Yo aún era muy niña, pero lo dicho por mamá y la tía Paulina me había impactado tanto que nunca lo olvidé.

-IV-

Del miedo pasé a la incertidumbre y de ahí a la curiosidad nuevamente. Cada vez que volvíamos a este lugar, las ganas de que mi tía me platicara algo más de ese demonio crecían, pero nunca me atreví a sacar el tema. Además, ella le había prometido a mis padres no volver a contarnos ese tipo de cosas.

            Sin embargo, cuando cumplí trece me armé de valor y le pedí que me hablara del corazón que guardaba en el ropero. Ella se me quedó viendo extrañada, luego respondió que no.

–A tus papás no les gusta que les cuente este tipo de cosas, y no lo haré –dijo tajantemente.

Yo insistí, pero el resultado fue el mismo.

Una vez vencida, me senté a su lado algo decepcionada y me crucé de brazos. Mi tía me miró con esa ternura que sólo mamá y ella poseían, y prometió contarme todo, pero cuando cumpliera quince.

–Sólo entonces me sentiré libre de contarte hasta los detalles más desagradables de esa historia –dijo y se paró del sillón a tomar el fresco.

            Yo sentí haber obtenido una victoria, pero esperaba que no fuera pírrica y más adelante tuviera que arrepentirme de lo ocurrido ese día.

-V-

Cuando cumplí los quince y mis papás preguntaron qué quería de regalo, se sorprendieron cuando les respondí que me llevaran con la tía Paulina, y le permitieran volver a contarme sus historias.

–Sólo a mí, si mis hermanas no quieren, o ustedes consideran que no es prudente, no hay problema, pero ya no me cierren esa puerta –dije con firmeza.

Ellos lo discutieron unos cuantos minutos y aceptaron. Papá lo hizo a regañadientes, no le había gustado el tono de mi voz, pero mamá estaba orgullosa de mí.

–Mi niñita se está volviendo una mujer –agregó mamá y me abrazó con fuerza y los ojos humedecidos, pero no lloró, el que sí lo hizo fue papá, que para evitar ser visto salió de la habitación.

-VI-

Dos días después llegué a la cita pactada con dos años de antelación. A mí tía le extrañó ver el auto de la familia llegar a la casa, pero cuando me vio bajar emocionada, cruzó los brazos, dijo que no con la cabeza, pero me regaló una sonrisa.

–Lo prometido es deuda y ya es hora de que cosechemos juntas esa semilla de curiosidad que sembré hace tanto tiempo en tu joven jardín –dijo y me abrazó complacientemente.

–Ustedes pueden marcharse si quieren, yo se las cuido. Regresen por ella más tarde, que tampoco es tanto lo que tengo que contarle –les dijo a mis padres, quienes decidieron dejarme sola con ella y regresar al atardecer.

            Yo estaba ansiosa, y las manos me sudaban como cuando tenía que presentar algún examen o hablar en público. La tía preparó un poco de té helado y nos sentamos a platicar en la salita de la casa. Primero desvió el tema y me preguntó sobre la escuela, amistades, pretendientes y gustos musicales.

–Mis papás habrán de venir por mí en unas cinco horas, si te platico todo eso no tendrás tiempo de contarme sobre el demonio que vive en el ropero –dije y me sonrió al saberse descubierta.

–Muy bien, sólo tengo que aclararte algo, ningún demonio vive en esta casa… Al maldito lo maté hace mucho tiempo. Lo que guardo en el cuarto sólo es su corazón, ahogándose en alcohol y dentro de un frasco de conservas –dijo y la que dejó de sonreír fui yo.

–No sé cuál fue la impresión que te dí el día que te sorprendí en mi cuarto, pero la historia del corazón del demonio no es de aventuras, ni siquiera tiene un final feliz, sino sangriento. En el momento que tú me digas te contaré todo. De igual modo, interrumpiré el relato cuando así lo desees. ¿Estamos de acuerdo? –señaló y yo accedí con la cabeza y un tímido sí que no se animaba a salir de mis labios.

–Hace muchos años, cuando terminé la escuela y apenas me estaba haciendo cargo de esta casa, conocí a un ángel en el pueblo, o al menos eso me hizo pensar. Como una tonta me dejé seducir por sus encantos, y poco a poco me fui enamorando de él. Se presentaba como todo un caballero, un ser divino y hermoso como el sol. Era tal su brillo y candor que me tenía segada, y no pude percatarme de que en realidad ese ángel era un demonio –dijo con firmeza y sin dejar de mirarme a los ojos.

–En una semana yo ya estaba rendida a sus pies. Era presa de sus encantos y me sentía afortunada, bendecida. Hasta el día que me reveló su verdadera naturaleza. Recuerdo que lo invité a la casa a tomar un poco de té caliente. Era invierno y la tarde era tan fría como el amanecer, pero a su lado todo era mucho más cálido. Entre una taza y otra platicamos de todo, mas no recuerdo mucho del contenido de sus palabras o de las mías. Yo estaba en trance, hechizada por sus diabólicas artes. Entonces me besó en los labios. Cerré los ojos y me sentí flotar entre las nubes. Pero cuando volví a abrirlos ya no era un ángel quien me besaba, sino un demonio el que me tenía sujeta de los brazos y aprisionada contra el piso. Forcejeé, pataleé y grité mil veces que se detuviera. Pedí auxilio y dije que no. Pero el demonio me tenía sometida –dijo, luego sus manos empezaron a temblar y se le humedecieron los ojos.

–No sé cómo, pero logré liberar un brazo y lo golpeé con el puño cerrado en el estómago. Pero mi fuerza no fue suficiente para dañar su resistente piel. El golpe sólo consiguió hacerlo enojar, por lo que me regresó el presente más de una vez y en la cara. Me rompió la nariz y tiro unos cuantos dientes. Después sólo recuerdo el olor y sabor a sangre en mi garganta y perdí el sentido –dijo mi tía, bajando la mirada, acariciando suavemente su tasa de té.

–Cuando desperté estaba desnuda, ensangrentada y adolorida a muerte sobre la cama. La bestia estaba a mi lado durmiendo plácidamente. Las sábanas blancas y el colchón guardaban las huellas del ultraje. Apenas podía ponerme de pie, pero lo más doloroso era caminar. Un hombro me colgaba, pero la dislocación era el menor de mis problemas. Tenía miedo, quería salir corriendo pero no sabía con quién acudir. A pesar de mi estado, pensé que ninguna autoridad creería mi historia, ni yo misma lo podía hacer. Me sentía sola y a merced de un demonio que tal vez ya había hecho lo mismo con otras, bajo su disfraz de ángel. Había sido una ingenua hasta llegar a la estupidez. Eso me llenó de rabia y me dio fuerzas para exigir algún tipo de retribución, por el daño recibido –dijo cerrando los puños y encendiendo la mirada.

–Con cuidado de no hacer ruido, para no despertar a la bestia, fui a la cocina por el cuchillo más grande, pesado y filoso que pude encontrar, y regresé al cuarto. Ya había decidido que habría de cobrarme la afrenta con su vida –dijo serena y pausadamente, ante mi mirada atónita.

–Pero tía, ¿cómo mataste a un demonio con un simple cuchillo de cocina? –pregunté ingenuamente.

–Como se mata cualquier otra cosa, primero le cortas lo que más te haya hecho daño y luego, cuando esté retorciéndose de dolor, le atraviesas el corazón –respondió fría y dueña de sí.

–Su muerte fue más lenta de lo que había pensado. Pero yo no llevaba prisa. ¿Sabes lo difícil que es abrir un pecho con una sola mano? El caso es que cuando por fin tuve acceso a su corazón, éste seguía tibio y latiendo. Ya tenía mi paga, había un demonio menos sobre la tierra, uno extra en el infierno, y los muebles, cuadros y demás adornos de la habitación estaban rociados con su malévola sangre. Por eso me deshice de todo y no volví a decorar jamás ese cuarto. De hecho sólo duermo ahí cuando todos los demás están ocupados –dijo con tristeza en la mirada.

–Entonces guardé el corazón en una prisión de vidrio y alcohol, esparcí cal sobre el cadáver de la bestia, me vestí y caminé al pueblo a buscar ayuda. Por suerte un patrullero me encontró antes y me llevó al hospital. A nadie le hablé sobre el demonio que me había vejado. Mentí y aseguré que me había caído de las escaleras –dijo entre lágrimas.

–Con la nariz y hombro en su lugar, regresé a la casa para deshacerme de todo. No te daré muchos detalles de qué hice con el cuerpo, sólo te diré que desde entonces mis rosas han crecido más grandes y bellas que nunca. Luego cambié de cama, pinté los muros y lo único que conservo de la habitación original es el ropero, de donde decidí sacar toda la ropa, para guardar ahí mi diabólico trofeo, el resto lo tiré a la basura –concluyó, dejando escapar su mirada por la ventana abierta.

En su momento no sabía qué pensar. Ya no era una niña para seguir creyendo todo lo que se me decía, sobre todo si se trataba de ángeles y demonios, pero no cuestioné nada, ni pedí más explicaciones. Estaba claro que era un tema muy sensible para ella y yo no quería causarle más incomodidades.

-VII-

Nunca pensé que la tía estuviera loca como decía papá, pero sólo con el paso del tiempo fui descifrando las metáforas escondidas en las extrañas historias que nos contaba, hermanándolas con los eternos consejos de mamá. Quizás disfrazar los peligros tras las fachadas de demonios, duendes y brujas, le ayudaron a soportar lo ocurrido a ella. De hecho no sé si realmente mató y extrajo el corazón de su violador, o sólo lo hizo en su cabeza. Pero esa idea la ayudó a seguir adelante, aunque sólo parcialmente, porque nunca más le abrió la puerta de su vida a ninguna otra persona.

Por supuesto que no me la imagino abriéndole el pecho a nadie, para sustraerle el corazón y guardarlo como trofeo, o pago, pero quién sabe. En la Facultad de Medicina tuve que abrir más de un cadáver y no es nada fácil, aún con los instrumentos adecuados. Sólo puedo imaginarme lo difícil que tuvo que haber sido con un simple cuchillo de cocina y el hombro dislocado, si es que realmente pasó.

Después de tanto tiempo y parada en el portal de su habitación, todas sus historias se disipan como las sombras de la noche frente a la luz del día. Al entrar siento cómo esa inocencia infantil que aún quedaba guardada, se muere un poco o se aleja, como la magia, el miedo y las fantasías que se fueron gestando tras estas paredes y espejos.

Un paso más y el olor a humedad me habla del paso del tiempo, la soledad y el encierro.

La habitación está tan vacía como siempre, quizás un poco más, pues ya ni los fantasmas la habitan. Corro las cortinas y el sol se divierte husmeando en lugares donde ni la propia tía Paulina había asomado la mirada. Por un segundo y delante de aquel intimidante ropero, me siento como una niña llena de curiosidad y miedo. Pero sólo por un instante, porque de golpe vuelvo a ser una mujer a la que no le gusta vivir con la duda. Por lo que me detengo y busco entre un puñado de llaves, aquella que me permita develar sus misterios.

Me pregunto si aún servirá la cerradura, mientras contemplo la vieja llave encontrada y la inserto en la ranura del mueble. Pero me detengo, pues no sé si realmente debería estar haciendo eso.

Lo contenido en este ropero no es asunto mío. Tal vez sería mejor que cerrara la habitación y me ocupara del resto de la casa que ya es bastante. Quizás debería dejar todo tal y como está, regresar a la ciudad y olvidarme de este sitio. Pero no, no puedo hacer eso, la tía Paulina confió en mí, dejándome a cargo de todo, incluyendo lo contenido en su recámara. No puedo darle la espalda a esta responsabilidad, sería como ignorar o huir de una deuda que algún día habrá de dar conmigo.

Tomando un respiro profundo, giro la llave y abro de par en par a aquel fiel guardián de madera…

Su contenido me deja muda y me obliga a retroceder, devolviéndole a la casa todos los fantasmas, duendes, brujas y demonios que yo creí muertos, enterrados y en el olvido. Lo que me había dicho mi tía no había sido una metáfora o una fantasía, pues frente a mí yace un corazón gigantesco, cinco o seis veces más grande que el de un ser humano común, y con más aurículas y ventrículos de los que posee cualquier otro ser vivo que conozca.

El músculo está encerrado en un envase de vidrio, ahogado hasta el tope, pero sigue latiendo sin descanso, aunque muy lentamente, como si aún no terminara de perecer, o sólo estuviera en reposo. El sol se oculta tras una nube y una repentina oscuridad se apodera de todo.

Estamos a más de treinta grados Celsius, pero tengo frío. Aquel corazón palpitante me llama. Me grita y pide que lo saque de su prisión de cristal y alcohol...

Yo no sé qué hacer…

Cierro los ojos y tapo mis oídos pero sigue gritando mi nombre. Siento como si se estuviera apoderando de mí. Es una presencia muy fuerte e intimidante. Mi cabeza se llena de imágenes violentas, muerte y sangre…

Es demasiado…

No puedo más…

Estoy a punto de tomar el frasco y estrellarlo contra el suelo…

Entonces una ventisca cierra de golpe el ropero y vuelve el silencio a mi cabeza. La razón y la cordura quizás no regresen nunca.

Aún siento que me falta el aire, pero tengo suficiente como para ponerle llave al ropero y salir corriendo a respirar un poco. Las piernas y brazos me tiemblan, la cabeza me da vueltas y siento el ambiente pesado, pero cualquier cosa es preferible a lo que viví hace un instante. ¿Qué diablos fue eso? Esta vez no creo habérmelo imaginado.
Las nubes se alejan y los rayos del sol alumbran, ahuyentando el frío de mi cuerpo. Quizás por eso a la tía le gustaba tanto estar afuera. La luz y el calor me relajan, pero sé que he de volver adentro. No voy a huir esta vez. Ya no saldré corriendo. Quizás nunca más vuelva a abrir la habitación de la tía, o mande a tapiar su puerta y ventana, pero no renunciaré a su legado. Sus fantasmas, demonios, duendes y brujas son míos ahora. Su locura… esa quizás siempre lo ha sido. Papá diría que eso es cosa de familia.    

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