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domingo, 20 de noviembre de 2011

Ascenso

Por más de quince años he trabajado en la misma oficina y casi con los mismos compañeros. Pero en todo este tiempo nunca había tenido la oportunidad de conocer al Jefe, ni siquiera de lejos. Son pocos los que han tenido ese privilegio. Pero hoy es mi gran día.

            El Jefe nunca sale de su oficina (que está en el penthouse del edificio), ni recibe visitas. La única manera en que podemos comunicarnos con él es a través de su secretaria, quien lo contacta por tarjetas que le desliza por debajo de la puerta. Del mismo modo, él da indicaciones por medio de sobres cerrados que deja en el escritorio de ella. Suena algo demente, pero más de uno daríamos lo poco que poseemos por ocupar su puesto.

            Sé que no va a despedirme, porque de eso se encarga su secretaria. Además, considerando lo ocurrido con el último trabajador al que mandó a llamar, hace algunos años, a quien nombró director de una de nuestras oficinas en el extranjero, me imagino que habrá de darme un ascenso semejante. He trabajado duro y creo que me lo merezco.

            Hay varios elevadores, pero sólo uno va a donde tengo que ir y está abierto. El viaje dura muy poco y en cuestión de segundos ya estoy en mi destino. La secretaria me da los “buenos días”, e invita a pasar a la oficina principal que se encuentra vacía.

–En un segundo el Jefe lo atenderá –me dice y cierra la puerta por fuera.

El lugar es increíble, no me extraña que el “mandamás” no quiera salir de este sitio. Entonces él llega y me saluda como si fuéramos viejos conocidos.

–Permíteme empezar con una pregunta. ¿Si alguien te ofreciera poder, dinero y no envejecer ni un solo día por diez años, a cambio de no volver a ver o platicar con nadie, qué le dirías? –inquiere y espera mi respuesta.

–Quizás… ¿Dónde firmo? –respondo, fingiendo seguridad pero muerto de nervios.

Él me mira juicioso, sonríe y me extiende su mano, la cual no me demoro en estrechar con firmeza.

–Entonces es un trato –dice y me lleva hasta un ascensor distinto al que yo había tomado antes.

Entramos y oprime el único botón que existe en el tablero.

            –Hace varios años realicé este viaje. En ese entonces me acompañaba el Jefe en turno. Yo estaba un poco confundido como lo has de estar tú, pero lo comprendí todo tan pronto me presentó al verdadero dueño de este sitio –dice al tiempo que descendemos, mientras yo afirmo con la cabeza, como si supiera de qué diablos me ha estado hablando.

            El ascensor se detiene, abre sus puertas y salimos. El lugar está oscuro y huele a humedad. El Jefe avanza sin titubeos, y yo lo sigo hasta que damos con una puerta que se abre tan pronto nos acercamos a ella. En ese instante quiero salir corriendo, pero ya es demasiado tarde. En ese lugar hay un ser grotesco que parece estar hecho de cuerpos humanos.

–Ahora tú serás el Jefe. Tendrás poder, dinero y no envejecerás ni un solo día, pero no podrás tratar con nadie, hasta que hayan transcurrido diez años y vuelvas a este lugar con tu remplazo, y dispuesto a unirte a nosotros –me dice esa abominación, con una multiplicidad de voces, que me hacen estremecer.

Entonces el Jefe entra, la puerta se cierra y yo regreso a la oficina.., con mi ascenso bajo el brazo.

Sombras

-I-

Lo último que le dije a mi mujer fue que todo habría de salir bien, y le pedí que conservara la calma. En ese momento no pensé que le estuviera diciendo una mentira. Pero entonces nadie sabía qué era lo que estaba ocurriendo, por qué o cuánto tiempo más habría de durar esta pesadilla. Ahora todo eso es lo de menos.

            Como suele suceder, todo empezó de improviso y sin llamar la atención. Simplemente parecía que había más anuncios de personas desaparecidas que de costumbre. Los postes, semáforos y muros estaban tapizados de fotografías de personas que jamás pensé haber visto antes. Desconocidos que bien podían ser los nietos, hijos, o parejas de cualquiera. Rostros serios, o sonrientes, de mirada fija, que no me decían nada y que al principio ni siquiera me tomé el tiempo de mirar con detalle. Mi desinterés lo excusaba con las prisas y múltiples ocupaciones, aunque en el fondo sabía que no me importaba si los encontraban o no. Simplemente no eran nadie para mí, y pasaba por alto que podrían serlo todo para aquella persona que hubiera puesto el anuncio en la pared.

            Tomarme un minuto para ver sus rostros e intentar buscarlos en mi memoria, no habría sido demasiado, pero sabía que sería inútil. Pues tampoco era de los que prestaba mucha atención a las facciones de las personas que pudieran estar sentadas a mi lado, en el subterráneo, o haciendo fila en la parada del camión. Jamás pensé que algún día la foto de mi hijo se uniría al mosaico de rostros desconocidos que tapizaban las calles y estaciones del metro.

-II-

Mi pequeño Omar, de sólo siete años, desapareció un domingo mientras jugaba en su habitación. A él le gustaba sacar su pequeño ejército de muñecos y jugar con Isabel, su madre. Ella era historiadora, daba clases en la Universidad, y a través de sus juegos continuamente repasaba algunos pasajes históricos con nuestro hijo. Él acostumbraba formar a sus pequeños guerreros, y ella les ponía nombre y trama al conflicto. A mí me gustaba verlos e incluso les tomaba película, pues me parecía muy curioso que mis dos amores se entretuvieran tanto recreando las campañas de Alejandro Magno o Atila. A Isabel le gustaba Morelos, pero Omar prefería a Gengis Kan.

            Ese domingo Omar había estado jugando con su madre toda la mañana. Recreaban una de las grandes victorias del rey mongol. Isabel estaba tan entretenida que cuando vio que casi era la hora de comer, con tal de no dejar el juego me pidió que fuera por una pizza.

–¡Que no sea Hawaiana! –alcanzó a gritar Omar, sin soltar a su valeroso muñeco.

En ese momento, se me pudieron haber cruzado mil cosas por la cabeza, salvo que sería la última vez que lo volvería a ver.

            Cuando regresé a casa, encontré a mi esposa removiendo los muebles y buscando a Omar por todos lados.

–¿Qué pasó, a poco están jugando a las escondidillas? –le dije, sin saber lo que decía.

Ella me volteó a ver y desesperada, como nunca antes la había visto, dijo que no podía encontrar a nuestro hijo por ningún lado.

–Estábamos jugando y salí por un instante al baño, desde donde podía seguir escuchando cómo transcurría la batalla, cuando de repente dejé de oírlo. No pensé nada en ese momento, hasta que salí y no lo vi en la recámara, entonces creí que me estaba gastando una broma y lo empecé a buscar desesperadamente. Me asusté y hasta me molesté con él, le dije que si no salía de su escondite en ese instante recogería todos sus muñecos y jamás volvería a jugar con él… Pero no salió –dijo y se echó a llorar.

            Las puertas y ventanas estaban cerradas, pero aunque lo veíamos improbable no podíamos darnos el lujo de descartar un posible secuestro. Llamamos a la policía, quienes no tardaron en llegar a nuestro domicilio, pero se demoraron aún menos en desmoronar nuestras esperanzas. Nos dijeron lo que ya sabíamos, pero que no pensamos que terminaría afectándonos tanto: “Había demasiados desaparecidos en la ciudad y su capacidad operativa estaba rebasada”. Por lo que salvo que los posibles secuestradores se pusieran en contacto con nosotros, no nos daban ninguna garantía de hallarlo.

-III-

Ante la confesión policiaca, con un grupo de vecinos formamos una pequeña brigada para encontrar a nuestro hijo, sólo entonces nos dimos cuenta de los ciegos que estábamos respecto al problema. Pues no había familia en el edificio que no hubiera experimentado un caso parecido. Desde jóvenes que no volvían de la escuela o de alguna reunión con sus amigos, hasta personas adultas que desaparecían sin dejar rastro.

–No sé cómo decirle esto, pero en el mejor de los casos espero que su pequeño haya sido secuestrado y sus captores se pongan en contacto con usted lo más rápido posible. Sé que suena horrible y tendría todo el derecho de abofetearme o maldecirme, si así lo cree conveniente –le dijo una vecina a mi esposa.

–No me tome por una loca, o eche en saco roto lo que le voy a decir. Pero es cierto. Yo no sólo he perdido un hijo, sino también a mi esposo. Mi hijo de quince se estaba bañando cuando me pidió que le llevara la toalla que se le había olvidado en el cuarto. No era raro que pasara eso, ya ven… los jóvenes de hoy en día son tan distraídos que a veces me parecía extraño que no se le olvidara dónde vivía. En fin, cuando entré al baño ya con la toalla, la regadera seguía echando agua, su ropa limpia estaba colgada y la sucia sobre el piso mojado, pero a él ya no lo volví a ver. En su momento llamamos a la policía, a su novia y a amigos más cercanos, pero nadie supo darnos razón de su paradero. Mi marido siempre creyó que se había escapado, a pesar de las circunstancias. Aunque también fue él quien sugirió poner los carteles con su retrato por toda la ciudad. En realidad, pienso que él quería creer que nuestro hijo se había marchado por decisión propia. Incluso yo empecé a hacerme a la idea. Pero hace unas semanas, mientras estábamos desayunando, mi marido leía el periódico y yo tomaba café, cuando desapareció. En un parpadeo sólo estaba el diario sobre el plato vacío y sus lentes. Él que estaba más ciego que un gusano, no podría haber salido sin sus anteojos. La puerta estaba cerrada, las llaves en su lugar y el coche estacionado afuera –agregó temblándole la voz.

            Otro vecino que había escuchado la plática, se acercó un tanto receloso a contarnos su propia experiencia.

–Como casi todas las mañanas, aquel día mi esposa y yo íbamos de prisa. Ella tenía una cita muy importante en su trabajo y yo había quedado en llevarla en el coche. Pero estaba tan congestionado el tráfico que no veíamos manera de llegar a tiempo. Ella estaba desesperada viendo su reloj cada medio minuto y yo estaba a punto de estallar. Entonces prendí la radio para escuchar alguna otra alternativa vial, o cualquier tontería que nos distrajera un poco. Pasamos por un túnel, se perdió la señal, pero al salir noté que eso no era todo lo que había perdido. Mi mujer ya no estaba. Su portafolio yacía en el asiento, el cinturón abrochado y la portezuela con seguro. Detuve el vehículo de inmediato, e importándome muy poco los insultos de los demás conductores, salí para regresar al túnel. Casi me atropellan, pero yo estaba como fuera de mí. Desde ese día no he vuelto a saber nada de ella, ni las autoridades han podido ayudarme a encontrarla –concluyó y echó a llorar desconsolado.

            –Se trata del “Rapto”, eso es todo. No tienen de qué preocuparse. El fin del mundo se acerca y Dios ha empezado a raptar a los “elegidos”, para evitarles un mayor sufrimiento –aseguró otra vecina que había escuchado todo.

–A mí me raptaron a mis dos hijos, y dos días después a mi madre. Pero ya no lloro su ausencia. Les extraño, claro está, pero sé que están en un mejor lugar y pronto habré de reunirme con ellos –dijo sin dejar de frotar una pequeña cruz que le colgaba del cuello.

            Tanto Isabel como yo estábamos más confundidos que confortados. Nada de lo dicho tenía sentido, pero encajaba en parte con lo que habíamos vivido. De cualquier forma, los vecinos nos ayudaron a buscar por todos lados, tanto fuera como dentro de la colonia, pero no dimos con Omar.

-IV-

Isabel se sentía culpable y prefería estar sola en la habitación de nuestro hijo que en cualquier otra parte, o conmigo. Dejó de hablarme y la convivencia se volvió prácticamente imposible. Renunció al trabajo, y apenas comía o dormía. Yo estaba preocupado por Omar, pero aún más me alarmaba ella. Me resultaba insoportable ver como la piedra angular de mi familia se desmoronaba como la sal ante el agua. Ella siempre había sido la más centrada y fuerte de los dos. Cada vez que surgía un problema o imprevisto, lo discutíamos, a veces a gritos, pero lo resolvíamos juntos. Lo que había entre los tres era más fuerte que cualquier obstáculo, pero esta vez todo parecía muy distinto.

            De repente, un día que llegué del trabajo, encontré a Isabel esperándome en la puerta. Me abrazó como creí que nunca más volvería a hacerlo y empezó a llorar. Traté de consolarla, pero ella seguía temblando. Entonces me susurró al oído:

–Quiero enseñarte algo. Sé que no estoy loca. Aunque ya no estoy segura de nada.

Y remató con algo que contrajo mi corazón.

–Sé quién, o qué se llevó a nuestro hijo.

            Entramos a la casa y sin dejar que soltara el portafolio o me quitara el saco, me llevó a la habitación de Omar. Se sentó a los pies de la cama, en frente del televisor y me invitó a hacer lo mismo. Encendió el aparato, hizo lo propio con el reproductor de video e introdujo una de las cintas que les había tomado a los dos mientras jugaban.

–No te hagas más daño, por favor. Pronto encontraremos a Omar y volveremos a estar juntos los tres. Ya lo verás –dije, pero ella no me prestó atención. Sólo echó a andar la cinta y con la sola mirada me indicó que la viera.

            En la grabación pude ver a los dos jugando, dos o tres semanas antes de la desaparición de Omar. Recreaban la cuarta campaña de Morelos cuando sonó el teléfono. Entonces se ve que yo dejo de sujetar la cámara, para contestar, pero no la apago para que siguiera grabando el juego. La llamada era de mi suegra, por lo que le grito a Isabel que su mamá está al teléfono. Ella deja de jugar con nuestro hijo para atenderla y él sigue jugando solo sobre la cama. Yo vuelvo con él, recojo y apago la cámara.

            –Entonces, ¿qué viste? –inquirió Isabel.

–Nada, sólo a ti y a Omar jugando. ¿Qué más querías que viera? –respondí.

Pero esa no era la respuesta que ella esperaba escuchar, por lo que rebobinó la cinta y volvió a echarla a andar.

–Fíjate bien. Después de que sueltas la cámara y la dejas filmando, yo sigo con Omar hasta que me llamas. No sólo lo veas a él o a mí, observa lo demás –señaló, pero yo seguía sin entender qué es lo que quería que viera.

Para mí no había nada más ahí.

Ya molesta, Isabel señaló con su dedo índice a la pantalla, donde sólo se veía la cabecera de la cama un poco borrosa.

–Ni siquiera parpadees y fíjate bien en esa distorsión –dijo y yo acaté sus instrucciones.

Entonces lo vi con claridad. Aquello que veía borroso era algo más que un problema de enfoque, o una falla en la lente de la cámara, porque hay un momento de la grabación en que se alcanza a ver una figura humanoide, pero sin facciones, una silueta como una sombra proyectada cuando hay muy poca luz.

La piel se me erizó, pero aún conservaba la lógica.

–Puede ser que la grabación la haya realizado sobre una cinta ya usada. No sería la primera vez –traté de argumentarle, pero ella sin decir nada me pidió que siguiera viendo la pantalla.

En ese momento, justo antes de que se viera cómo regreso a recoger y apagar la cámara, aquella silueta difusa se para de la cama y se va, no sin desacomodar las almohadas y dejar marcada su presencia en las sábanas.

Podía sentir como si una corriente eléctrica recorriera mi espina dorsal, piernas, brazos y nuca.

–Eso no es todo –añadió mi esposa, cuando desconectó de súbito el televisor.

Entonces lo que vi en la pantalla apagada me heló la sangre, e hizo que experimentara un miedo que creía olvidado en los capítulos de mi infancia. En el cristal de la tele no sólo pude ver el reflejo de Isabel y el mío, sino al menos media docena de siluetas recostadas en la cama, con ojos brillantes y viendo hacia el monitor. Cuando volteé la mirada no había nada atrás de nosotros, ni en el cristal cuando volví a verlo otra vez.

–¿Qué… fue… eso? –le pregunté tartamudeando.

–No lo sé, pero creo que son la causa de las desapariciones masivas –dijo muy segura de sí misma.

Ella no acostumbraba hablar a la ligera, o sacar conclusiones apresuradas, por lo que su dicho no lo vi como una excepción a la norma.

Esa vez pasamos la noche en la misma habitación, sin poder dormir y con todas las luces de la casa encendidas, hasta que salió el sol. No sabíamos si eso habría de ahuyentar a las sombras o atraería más su atención, pero preferimos la incertidumbre a la seguridad de vernos rodeados de un manto de oscuridad.

-V-

No sabíamos con quién acudir, sin correr el riesgo de parecer dementes. No podíamos llegar con cualquier autoridad y decirles que “las sombras” se habían estado llevando a las personas. Pero no hubo necesidad. Porque alguien más se había dado cuenta y ya habían dado parte a la policía y a los medios de comunicación.

            No era extraño que desapareciera una o dos personas, de hecho comenzaba a ser habitual que fuera más de una por familia, pero la desaparición de todos los habitantes de una Unidad Habitacional (de las más pobladas en el país) y la misma noche, era algo que ningún medio de comunicación dejó pasar, ni las autoridades responsables pudieron eludir.

            Lo último que escucharon de sus habitantes fueron sus quejas a la compañía de luz, por un apagón que duró más de cuatro horas. Un transformador había hecho explosión y un grupo de trabajadores de la compañía de luz acudió al lugar a reemplazarlo. Pero les estaba tomando más tiempo de lo esperado y pidieron refuerzos a la central, pero cuando ellos acudieron no encontraron a nadie: ni trabajadores, vigilantes o colonos. La Unidad era un pueblo fantasma y en completa oscuridad.

            Como en dicho lugar se habían sustraído una gran cantidad de vehículos a lo largo de varias semanas, los vecinos se habían organizado, demandando a las autoridades una mayor seguridad para ellos y su patrimonio. Lo que obtuvieron fue un mayor número de guardias y la instalación de unas cuantas cámaras de vigilancia. Gracias a las cuales se volvió público lo que mi esposa y yo pensábamos.

Las cámaras funcionaban con energía alterna, por lo que fueron los únicos aparatos que no se vieron afectados por el apagón. De igual modo, estaban facultadas para obtener imágenes con muy poca luz. Por lo que pudieron dar testimonio del apagón, del arribo de los trabajadores de la compañía eléctrica, y de una horda de sombras borrosas que poco a poco fueron llenando los corredores, pasillos, estacionamientos y escaleras del lugar, hasta que todo fue poblado por ellas, y se desvanecieron entre las paredes.

Aquello era inexplicable y aterrador. Pero sólo fue el inicio y la paranoia hizo presa de todos. Nadie sabía qué o quiénes podrían ser esas sombras, o qué podrían querer de nosotros. Había quienes aseguraban que eran espectros, o quizás los espíritus de los propios desaparecidos. Otros decían que eran ángeles o centinelas de Dios, anunciando el fin de los tiempos. Unos más creían que eran extraterrestres, preparándonos para un inminente contacto. En fin, cada familia tenía su propia teoría y podía o no ser la misma para todos sus integrantes. El caso es que nadie sabía nada, pero el miedo que mi esposa y yo habíamos sentido al ver dichas siluetas en la pantalla, nos decía a gritos que no podía tratarse de nada bueno.

-VI-

La única versión concordante entre tantas discrepancias, era la relación del fenómeno con la ausencia de luz. Como nunca antes, el correcto abastecimiento de electricidad fue visto como un asunto de seguridad nacional. Sin embargo no dejó de haber desapariciones, sobre todo donde la red eléctrica llegaba a colapsarse, o en las comunidades donde tener luz de noche no es tan habitual como en las ciudades.

El problema no se limitaba a una cierta zona. Cada vez era más amplio hasta llegar a ser global. No había rincón del mundo donde no se hablara de ello. De igual modo los testimonios, las fotos y videos relacionados se volvieron masivos y no había medio electrónico, o plática entre conocidos que no los sacaran a colación.

Para muchos era el fin del mundo. Pero yo aún tenía fe y pensaba que todo habría de salir bien. Creía que sólo era cuestión de conservar la calma, hasta que mi mujer también desapareció. Se paró a media noche para ir al baño y nunca más regresó.

-VII-

Estaba solo y desconsolado como millones de personas alrededor del mundo. Temeroso de la noche, durante el día me preguntaba por qué seguir adelante. Bajo los rayos del sol había anarquía, caos y vandalismo. Se tenía que estar alerta de los demás y ellos de uno. Tras el último destello del astro rey, el miedo aumentaba y no había rincón oscuro o armario cerrado que no pudiera significar un escondite ideal para esos seres, incluso el refrigerador.

            La economía estaba por los suelos, con los trabajos y centros comerciales cerrados. La gente moría de hambre en sus casas o mataba por no hacerlo en la calle. Sólo estaban en servicio los hospitales, con la mitad de su planta laboral, y muchísimas más necesidades que de costumbre. Se podía respirar la tensión en el ambiente y sin mis dos amores la vida carecía de sentido.

            La demanda energética era demasiada y no había nación, por muy desarrollada que fuera, que pudiera darse abasto, o auxiliar a las que de por sí no eran autosuficientes. Poco importó el deterioro ambiental que el consumo desmedido de luz podría significar. La prioridad era simple; no permitir que la oscuridad nos ganara la partida, aunque luego la naturaleza pudiera cobrarnos la factura.

-VIII-

Conforme fueron pasando las semanas, y se volvió más complicado satisfacer las necesidades energéticas de los que quedábamos, el gobierno nos confinó a albergues temporales. Muchos no aceptaron tal invitación, pero las autoridades supieron disuadir a los disidentes cortando el suministro eléctrico, salvo en los puntos de reunión. Aún así, no faltó quienes decidieron quedarse en sus casas y desaparecer.

            Yo estaba tentado a unirme a la cada vez más grande lista de desaparecidos, pero tuve miedo. No quería vivir por más tiempo en la incertidumbre, pero de ser las cosas al revés, no me hubiera gustado que Omar o Isabel se hubieran dado por vencidos, y entregado a las sombras, sin tratar de averiguar quiénes eran o qué querían de nosotros. Como suele suceder, las respuestas no fueron prontas ni claras. Pero sí hubo un contacto. De hecho se capturó a uno.

            Del otro lado del mundo, pero hecho público en tiempo real y a nivel global, se nos presentó unas de estas sombras contenida en un envase de luz. El gobierno de aquel país, auxiliado por un grupo de científicos internacionales y militares, atraparon a una de esas “cosas” justo antes de que abdujera a una niña. La infante se alejó de la mirada protectora de la madre por un par de segundos, persiguiendo a un gato. Pero tan pronto la niña dejó la luz protectora del albergue, las luces comenzaron a tintinear, advirtiéndoles a los guardias que algo estaba mal. Casi de inmediato encontraron a la niña, quien sujetaba al gato con una mano y extendía la otra a una zona oscura, mientras parecía conversar con la pared. Entonces los militares hicieron uso de un arma experimental y lograron capturar al agresor. No explicaron qué pasó con la niña o el gato, pero salvo que esas criaturas también sangraran, no creo que aquella arma fuera del todo segura para los humanos y otros animales.

            En aquel tubo de luz la silueta parecía contorsionarse, desaparecer y reconstruirse. Por medio de ondas de radio y órdenes verbales, trataron en repetidas ocasiones de hacer algún tipo de contacto, pero nada parecía dar resultado. O esa cosa no entendía lo que se le preguntaban, o no quería contestarnos nada. El caso es que justo antes de dar por terminada la transmisión, aquella silueta oscura dejó de retorcerse y se quedó fija, como una gota de aceite flotando en el agua. Después desapareció, pero no sin dejar un mensaje que trascendió la pantalla y el lenguaje, alojándose en lo más profundo de nuestro pensamiento, como una corriente eléctrica que nos recorrió el cuerpo, helándonos los brazos y piernas. Una voz hueca nos gritó desde adentro de nuestras cabezas: “¡Muerte! ¡Oscuridad y muerte! ¡Para todos ustedes!”. Luego se perdió la señal y no volvimos a saber nada de aquel albergue.

            Después de tanto tiempo desafiando a las tinieblas con antorchas, velas, lámparas incandescentes, faros, o luces de neón, ahora compartíamos una emoción que habrían experimentado los primeros hombres que poblaron este planeta. Un sentimiento que ha estado con nosotros desde que existimos como especie, y que pudiera significar el final de la misma; el miedo a la oscuridad  y a las criaturas de la noche.

Nadie podría haber adivinado la duración de la contingencia, pero el tiempo lo teníamos encima. Cada vez eran menos los albergues con los que se tenía contacto, y en el que yo estaba no habían cesado las desapariciones. Las luces no se apagaban en ningún momento, los generadores estaban a toda su capacidad, e incluso se encendieron hogueras gigantescas para iluminar las paredes exteriores, pero la oscuridad no se iba.

Desde pequeños sabíamos que era imposible despistar a las sombras, pero nunca había sido tan apremiante intentarlo. Por más que ilumináramos las paredes, techos y pisos, no parecía suficiente, porque éramos concientes de que las tinieblas no sólo reinaban afuera, sino adentro. En el palpitante corazón, circulando por las intrincadas venas, entre los impulsos eléctricos de la espina dorsal y cerebro, al procesar el oxígeno o digerir los alimentos, la oscuridad navegaba a voluntad por todo nuestro cuerpo. Incluso al cerrar los ojos a la hora de dormir o sólo parpadear. Desde el cálido vientre de la madre hasta la fría tumba, la ausencia de luz era una presencia imbatible e incontrolable.

            Muchos desaparecieron en frente de mí. No era como un acto de magia, sino como una infección. La carne se volvía oscura y vaporosa, después sólo quedaba una sombra que se perdía entre las paredes, o se escurría por el suelo. No parecía ser doloroso y quizás los afectados ni siquiera eran conciente de su condición, hasta que eran absorbidos por las sombras.

            Entonces algunos optamos por no volver a dormir, por miedo de cerrar los ojos y perdernos en la oscuridad de un sueño. Los primeros días no hubo ningún problema, pero a pesar del consumo de píldoras y estimulantes, cuando el cuerpo está exhausto, hasta el café más cargado parece un analgésico. Algunos se quedaban dormidos de pie, y ahí mismo eran absorbidos por las sombras. Otros tuvimos suerte, si es que se le puede llamar así al sobrevivir toda esta locura. No faltaba el que lamentara no haber desaparecido antes, pero no hubo quién estuviera dispuesto a salir del albergue, o apagar la luz de su habitación. No se le temía a la muerte, sino a desaparecer.

Se dice que cuando ya nada puede salir mal, lo más probable es que empeore antes que mejorar. No es una sentencia optimista, pero rara vez se equivoca. Es parte de la sabiduría popular, pero no deja de sorprendernos ingratamente cuando llega a ocurrir. Eso nos sucedió hoy, que ya pasa del alba pero el astro rey sigue sin hacerse presente. Son como las ocho de la mañana, pero el cielo sigue siendo un manto negro, infinito e impenetrable. Sin estrellas o luna, la bóveda celeste es como la tapa de una hoya vista desde su interior.

            El amanecer no es más un respiro para nuestra desconsolada existencia. Pero no veo miedo en las miradas cansadas que me acompañan, sino resignación, como cuando al fin llega algo que has estado esperando angustiosamente por un largo tiempo. Sabemos que hemos perdido la guerra, sin haber ganado una sola batalla, ante un enemigo etéreo que tal vez nunca llegaremos a comprender. La muerte oscura se avecina y habrá de reclamar su presea arrebatándonos la luz de nuestras vidas. Mas no parece llevar prisa, tal vez no tendría por qué apresurar las cosas, al fin de cuentas la eternidad es suya y nosotros sólo somos una ínfima parte de ella; una efímera y pálida chispa en un vasto y profundo mar de oscuridad y sombras.  

viernes, 18 de noviembre de 2011

El conejo y la col

-I-

La conocí un viernes por la tarde en un parque del puerto donde vivo. Yo sólo andaba por ahí matando el tiempo, mientras ella bailaba en la acera como una artista callejera más. La acompañaba un muchacho con una guitarra y una joven con una pandereta. Ella traía puesto un vistoso vestido amplio con vivos de colores, e hilos dorados que cada vez que daba una vuelta parecían batirse en duelo con su larga y castaña cabellera.

Debo admitir que cuando la vi por primera vez no me pareció que su exhibición fuera algo por lo cual debiera detener mi camino, pero lo hice, mas no sé por qué razón. Desconozco si bailaba bien o mal, porque no sé nada de baile, pero tampoco me pareció que su belleza fuera algo que destacar, aunque no era nada fea. Podría decirse que era bonita, pero no era para tanto. Aunque en ese momento lo fue y me quedé viendo su presentación hasta que terminó su acto.

Su público era muy pobre; un vagabundo, algunas palomas y yo. Pero por alguna extraña razón algo dentro de mí me decía que tanto el vagabundo como las aves estaban de sobra, porque ese espectáculo era sólo para mis sentidos. Puede sonar pretencioso, pero las pocas ocasiones en que nuestras miradas se llegaron a cruzar, pude sentir que ella estaba bailando sólo para mí. No era la mujer más encantadora que hubiera conocido, ni siquiera la más interesante que estuviera en el parque en ese momento, pero por alguna razón que desconozco, no podía dejar de observarla. Sus movimientos eran hipnóticos y su sonrisa encantadora.

-II-

Cuando concluyó su actuación me acerqué a su pequeño grupo para depositar un billete de poca denominación en su canasto. En cualquier otro momento eso habría sido todo, pero en esa ocasión no fue así. Porque haciendo a un lado al sentido común me acerqué a ella y tímidamente, la invité a tomar un café o comer algo conmigo.

Para suavizar el latente “no” que sentí que se avecinaba a salir por su boca, hice extensiva la invitación a sus demás acompañantes. Pero para mi sorpresa, ella accedió y excluyó a sus compañeros con un:

–Ellos ya comieron, pero yo aún no.

Entonces se despidió de sus músicos, recogió su pelo con un listón, tomó del suelo un viejo morral que se colocó en el hombro y se volvió a despedir de sus compañeros moviendo los dedos juguetonamente. Me tomó del brazo como si fuéramos amigos de años, y me sugirió al oído que en vez de un café mejor le invitara un helado de los que venden en el kiosco, y me regaló una sonrisa. Ante tal hermoso argumento, no encontré cómo decirle que no.

-III-

Ella pidió un helado de vainilla y yo una nieve de limón. Luego nos sentamos a los pies de la estatua de un héroe de la revolución.

–Me llamo Lorena, aunque mis amigos me llaman “flaca” o “huesitos”. Ya ves, me dicen así porque afirman que siempre olvido las curvas en mi otro vestido. Pero tú dime de cualquier forma o invéntame un nombre bonito, uno que sea exclusivamente para ti. De cualquier forma no pienso hacerte mucho caso –dijo al tiempo que le encajó a su helado la primera cucharada y se la llevó a la boca.

Después soltó una sonora carcajada, que hizo que más de un paseante volteara su mirada hacia el lugar donde estábamos sentados.

–No te creas, sólo estoy bromeando contigo. Ya sabes, para romper el hielo… Por cierto… ¿Me das un poco de tu nieve? Se ve que está buena. –dijo un segundo antes de clavar su cuchara y probarla sin que pudiera decirle nada.

–¡Mmm! Está sabrosa. La mía también, ten, prueba un poco –dijo y me ofreció un poco de la suya con la misma cuchara.

En cualquier otro momento habría dicho “gracias, pero he perdido el apetito” y trataría de despedirme de ella lo más cortés que pudiera. Pero no lo hice, en cambio acepté su oferta y probé un poco de su nieve, que por cierto sí estaba muy buena.

Al final los dos terminamos probando un poco de cada uno, mientras platicábamos de todo y nada relevante, con toda la confianza del mundo, como si no nos acabáramos de conocer.    

-IV-

Tenía un acento un poco peculiar, algo familiar, aunque muy ambiguo para poderlo identificar del todo. En definitiva no era de ahí y quizás tampoco del país. Pero cualquier artimaña que usaba para saber su lugar de origen la evadía descaradamente.

Cuando le pregunté por primera vez de dónde era, me respondió que de todos lados aunque nunca hubiera estado en ninguna parte. Decía ser como el aíre. Cuando le volví a preguntar, respondió que era del mismo lugar donde yaciera su corazón. Cuando le pregunté dónde era eso, respondió que él yacía justo en mi pecho y me ofreció su última cucharadita de helado.

Ella era encantadora y sin darme cuenta me fui enamorando como un niño de la luna, al grado que empecé a sentir su latido pero en mi propio pecho.

-V-

Le conté que era pintor y vivía en un viejo edificio cerca del muelle con mi socia y amiga, Blanca. Ella y yo nos conocíamos desde pequeños y no creo que hubiera podido encontrar una mejor compañera de trabajo. Yo hago lo que me gusta, que es pintar, mientras ella busca compradores o patrocinadores de mi trabajo, mientras preparo las obras suficientes para montar mi propia exhibición en alguna galería.

Lorena me sonreía con cada palabra que decía y tan pronto concluí me contó que ella estaba en las mismas que yo. Me dijo que eso del baile callejero era sólo un pasatiempo que le permitía ganarse unas cuantas monedas, pero que en realidad era una escritora de fábulas.

–De hecho ahora mismo estoy trabajando en una historia que aún no sé cómo terminar. Se llama “El conejo y la col”. Quizás tú puedas ayudarme, tal vez le pongas un poco de color a mis palabras y sacarme de las sombras. ¿Quieres escucharla? –preguntó llena de ilusión e ingenuidad.

Como era de esperarse, accedí con gusto a escuchar cualquier cosa que viniera de ella. Entonces Lorena sacó de su morral un pequeño cuaderno de notas y empezó a leer:

            En un triste y abandonado huerto. Muy solo y contrariado vivía un pequeño conejo. Desde hacía varios meses, cuando el huerto no estaba ni triste ni abandonado, llegó a alimentarse de las legumbres que ahí crecían en abundancia; zanahorias, calabazas, brócolis, lechugas, berenjenas y otras cosas. El conejo vivía como rey y su palacio era el corazón de una col.

Por varias semanas el conejo devoró todo y de todo hasta que el huerto quedó desierto, salvo por él y la col. Ahora no sabía qué hacer. Si quería sobrevivir tenía que marchar a otro huerto, pero ya no tenía energía. Había invertido tanto esfuerzo en rascar hasta el último rincón de aquel campo, en búsqueda de comida, que estaba exhausto.

Ante él sólo quedaban dos posibilidades; devorar su col y quedarse sin casa o morir de hambre…

Cerró su cuadernillo y dejando escapar una ligera exhalación, me dijo que eso era todo.

–Veo que no sólo el conejito está confundido sobre qué es lo que tiene que hacer a continuación –dije y ella me respondió que sí con la cabeza y quitándose el listón del pelo. Entonces se puso a llorar.

Yo no sabía si la había ofendido de alguna manera o qué es lo que estaba ocurriendo con ella. La tomé de las manos, busqué su mirada y le acaricié suavemente su mejilla con las yemas de mis dedos. Ella pegó su cara hacia mi mano y le dio un beso.

–Apenas te conozco y creo que nunca me he sentido más viva y amada que ahora. El brillo de tus ojos habrá de ser mi perdición –dijo y me volvió a besar, pero ahora en los labios.

Yo correspondí y le dije que mi ruina habría de ser el sabor de su boca. Después nos volvimos a besar como si hubiéramos sido amantes desde siempre.

No sé por cuanto tiempo caminamos por el parque, ni en qué momento fuimos a dar al muelle, pero recuerdo que vimos juntos el amanecer.

–Ya es tarde y el lugar donde vivo no queda muy lejos de aquí. Hay una habitación extra y no creo que a Blanca le importe que tú la ocupes, al menos unas cuantas horas –dije y ella accedió con un beso y una sonrisa.

-VI-

Ya en el departamento, Blanca estaba despierta y aunque era habitual que yo regresara al día siguiente de haber salido, se sorprendió al ver que no estaba llegando solo. Hice las presentaciones del caso y brevemente le expliqué a mi amiga quien era Lorena, y por qué estaba ahí. Blanca me veía un poco contrariada, lo cual no me extrañó. Ese no sólo era el lugar donde vivíamos, sino también mi estudio, y por lo general a mí no me gustaba que nadie ajeno lo perturbara, por lo que era sumamente irregular que fuera precisamente yo quien llevara a una mujer que acababa de conocer.

–Ten cuidado, este tipo de chicas suelen ser peligrosas. Pueden parecer tiernas e inocentes, pero a menudo son un lobo con disfraz de cordero. Hazme caso, qué muchacha decente deambula por la calle toda la noche con un fulano que acaba de conocer, o acepta ir a su casa. ¿Quién te dice a ti que su objetivo no es otro? No sé, quizás robarte o… qué se yo, arrancarte el corazón a mordidas –me cuchicheó Blanca en la cocina, pensando que Lorena no podría escucharnos.

Yo no hice caso y le pedí que le diera una oportunidad.

–Ella no es todo eso que te imaginas, y si lo es, créeme cuando te digo que con tal de estar con ella, vale la pena correr cualquier riesgo –Blanca no se quedó conforme, pero ya se le hacía tarde para un acudir a un compromiso.

–Después hablamos, si es que no te encuentro muerto y despedazado para cuando regrese –dijo y se fue azotando la puerta y sin despedirse de Lorena.

Yo estaba muy apenado con ella y le pedí que disculpara a Blanca, al tiempo que me ofrecí a enseñarle el departamento y el lugar donde habría de dormir, al menos unas horas.

–Tal vez tu “amiga” está celosa. Quizás tiene miedo de que le robe su “minita de oro” o distraiga demasiado a su “gansa” y deje de dar “huevos dorados”. Porque sin ti ella no tendría nada. Es obvio que te necesita más que tú a ella –dijo con cierta mueca en los labios y cruzándose de brazos.

Le pedí que no lo tomara así y no cometiera el mismo error que mi amiga.

–No la juzgues sin conocerla bien. Blanca ha sido mi amiga desde que los dos éramos pequeños. Pero no es lo que piensas, entre nosotros no hay más que una buena amistad y una saludable sociedad comercial. No me veas con esa cara, te juro que nunca ha habido nada más entre ella y yo. De hecho, tú eres más de su tipo –dije y “huesitos” sólo atinó a hacer otra mueca.

Luego, un poco apenada y entre dientes se disculpó por lo que había dicho sobre Blanca.

–Es que me enojó eso de que te “arrancaría el corazón a mordidas”. Yo quería que eso fuera una sorpresa –dijo con cierta mirada maliciosa, luego me sonrió y abrazó como si hubiera querido fundirse para siempre conmigo.

-VII-

Sobra decir que el cuarto de huéspedes permaneció intacto y ella y yo no volvimos uno en mi colchón. No era sólo pasión u hormona lo que nos llevó a eso. Había otra cosa, algo mágico que hasta el momento se escapa a mi entendimiento, mas no a mi corazón. El caso es que en ese momento, con mi cara enredada entre su pelo y su cuerpo rodeado por mis brazos, ella no sólo me pareció la mujer más hermosa del mundo, sino la única. Si la muerte era vivir eternamente ese instante, con gusto podría darme por muerto en cualquier momento.

No sé por cuánto tiempo fui su almohada y ella mi cobija, pero permanecimos juntos hasta que el tráfico del medio día nos regresó a la realidad, y nos sacó de nuestra prematura “luna de miel”.

Entreabriendo los ojos, ella le echó una mirada al reloj de la pared y espabilándose del todo, se sobresaltó cuando vio la hora que era.

–¡Pero que tarde es! ¡Ya me tengo que ir!

Le pedí que se quedara más tiempo.

–Sólo unas setenta y dos horas más –dije y ella me sonrió, juntando sus labios con los míos.

–Por mí, me quedaría contigo hasta que los incansables árboles lograran asirse del cielo, pero no puedo. ¿Sabes? Creo que ya sé cómo voy a terminar mi fábula, pero no te lo pienso decir aún –dijo mientras silenciaba mis labios de la mejor manera posible; con un beso más.

–Deja al menos que te acompañe a donde tienes que ir –dije con insistencia y ella accedió con una sonrisa y un parpadeo.

-VIII-

Me llevó por calles que no recordaba haber recorrido antes, callejones y escalinatas de piedra que ni siquiera sabía que existieran en aquel lugar. Hasta que en un estrecho paso, entre dos edificios abandonados, nos detuvimos frente a una puerta vieja y apolillada.

Ella hurgó en su morral y sacó una enorme y antigua llave. Entonces me miró con otros ojos, no parecía ser la misma mujer con la que había despertado ese medio día, estaba distinta, había algo que heló mi sangre por un instante y detuvo mi corazón por un segundo. Luego tomó delicadamente los dedos de mi mano y preguntó:

–¿Qué es lo que quieres de mí?

Yo estaba confundido por el tenor de su interrogante, pero no dudé por mucho tiempo y dije sin pensarlo siquiera:

–Todo, absolutamente todo de ti.

Entonces ella me dio un último beso y después, entre lágrimas, dijo que la olvidara y me alejara de ese lugar y de ella.

–Cuando te conocí no pensé que las cosas fueran a terminar de esta manera. Se supone que sólo serías uno más. No habría dudas y a la mañana siguiente serías historia. Pero no lo eres y aún siento mi corazón latiendo en el tuyo. Dejemos las cosas de esta manera. No querrás saber quién o qué soy realmente –dijo, abrió la puerta, se internó en las sombras y cerró sin voltear a verme.

Yo permanecí ahí, de pie en frente de aquella entrada. No sabía si quedarme en ese lugar hasta que ella volviera a salir, marcharme del callejón o echar abajo la puerta y exigirle a Lorena una mejor explicación. Al final hice lo segundo y me fui sin mirar atrás.

No muy lejos de ahí me encontré con Blanca, quien salía de un café después de haberse reunido con un posible comprador. Se extrañó al verme ahí, tan lejos del muelle. Le expliqué que había acompañado a Lorena hasta el lugar donde vivía. Ella se me quedó viendo como si no supiera de qué estaba hablando, hasta que hizo patente su interrogante.

–¿Quién es Lorena?

–Tú sabes, la chica con la que llegué hoy por la mañana, la bailarina de la que me advertiste que tuviera cuidado –le dije un poco molesto.

–Pues qué raro que esta mañana no hubiera notado que estabas completamente borracho, porque hoy llegaste a la casa tú solito –dijo con cierto tono burlón.

–Vamos juntos al sitio donde la dejé, si es que no me crees, porque a mi parecer, la que debió de haber estado “completamente borracha” esta mañana eres tú –dije y di media vuelta hacia aquel callejón, sin esperar que ella me respondiera nada.

-IX-

Cuando llegamos a aquel sitio ya no lucía como lo había visto antes. El callejón seguía igual de sucio, lleno de muebles rotos, televisores descompuestos, tambos quemados y basura en general, pero el edificio al que había entrado Lorena era diferente. Tanto la puerta como las ventanas estaban tapeadas con madera podrida y clavos oxidados, como si hubieran permanecido así desde hace mucho tiempo.

Entonces empecé a dudar de mi cordura. Molesto, eché abajo los tablones y derribé la puerta de una patada. Del interior del inmueble, salieron despavoridas un grupo de ratas que corrieron a esconderse a lo largo del callejón.

–¿No pensarás entrar ahí? –inquirió Blanca, dando un par de pasos hacia atrás.

Yo no le respondí nada y entré.

Ese lugar era una ruina, con olor a humedad, orín, sal, óxido y abandono. La duela del piso crujía con cada paso y el techo amenazaba con venirse abajo con cualquier pisada de gorrión. Entonces entró Blanca y me invitó a salir, argumentando que ese no era un lugar seguro para andar curioseando.

Resignado me encaminé hacia la entrada, pero ya no estábamos solos. A nuestro alrededor yacían tres sombras. No las podía ver con claridad pero sentía su presencia y respiración en mi piel, y su peso sobre la duela. No eran ratas o vagabundos, sino algo completamente ajeno a mi cotidianidad.

Dos de esas cosas rodearon a Blanca, mientras que sólo uno permaneció junto a mí. Pese a los múltiples orificios del techo, la luz que se colaba era insuficiente para ver quién o qué era eso que tenía enfrente. Era como si un manto de oscuridad los rodeara sólo a ellos, e impidiera que los alcanzáramos a ver con claridad.

Sólo podía percibir un par de ojos brillantes y una imponente presencia. Eran como tres animales enormes, bestias o algo más. El caso es que los dos que rodearon a Blanca se le echaron encima y en cuestión de segundos la destrozaron frente a mis ojos. No quedó nada de ella, ni siquiera sangre. Era como si mi amiga jamás hubiera entrado a ese lugar.

Yo estaba parado ahí sin poder hacer nada, salvo esperar mi turno, pero éste no llegó. La criatura que tenía enfrente no hizo el menor intento por atacarme, más bien parecía contener a las otras dos, impidiendo que se me acercaran. Después los tres desaparecieron entre las sombras. La oscuridad cesó y la luz fue llenando poco a apoco el interior del edificio.

No había rastro de mi amiga, sólo un viejo cuadernillo; el de Lorena. Temeroso de que ella hubiera tenido el mismo fin que Blanca, corrí hacia él para recogerlo del suelo, casi como si no fuera sólo un cuaderno, sino los restos de mi amada.

Muerto de miedo, mareado y confundido, salí de ese lugar sin poder comprender qué es lo que había pasado. Era como una pesadilla, como si nada hubiera ocurrido y tanto Blanca como Lorena sólo existieran en mi memoria.

-X-

Sin rumbo preestablecido, caminé hasta encontrarme en el parque donde había conocido a Lorena, hacía menos de veinticuatro horas. Entonces me senté en la banca donde me enamoré de ella, y sin saber por qué, me puse a leer cada una de las fábulas que yacían atrapadas en su viejo cuaderno.

Una a una, todas me hablaban un poco de ella, casi como si las hubiera escrito y dejado ahí especialmente para mí, para que yo pudiera comprender lo que había pasado entre nosotros. Como si cada palabra escrita fuera un susurro a mi oído. Hasta que llegué a su historia inconclusa, que para mi sorpresa ya no lo estaba:

El conejo tenía hambre y conforme fueron transcurriendo las horas, la col se volvía cada vez más apetitosa. Pero no se la comió. No comprendía el sentido de su duda

–Es un vegetal más y sólo eso –pensaba.

Pero bien sabía que no era así. En el fondo comprendía que la col no sólo había sido su casa, sino su “hogar”: el lugar donde podía conciliar el sueño y sentirse a salvo. Era su propio corazón.

El conejo optó por perecer ahí, al lado de su col, pero el azar lo sorprendió cuando en la tarde de ese mismo día, un granjero acudió al huerto a cosechar la única verdura que quedaba.

El conejo no podía permitir esa atrocidad, la col era sólo suya y no iba a tolerar que nadie más dispusiera de ella. Por lo que le tendió una trampa al granjero.

Con lo que le quedaba de fuerza, cavó un hoyo tan hondo como para contener a un hombre y lo cubrió con ramas y pasto seco. Luego distrajo al granjero, quien corrió atrás de él, conciente de que éste era la causa de su pobre cosecha.

Cegado por la ira, el granjero tropezó y se rompió la cabeza contra una piedra. La col estaba a salvo y el granjero estaba muerto, pero eso no era lo que tenía pensado el conejo.

Hambriento y sin energía, al conejo le pareció que el cuerpo de aquel hombre no era muy diferente a las calabazas, lechugas o zanahorias que solía comer. Por lo que decidió probar un poco de su carne, sólo para ver a qué sabía. El sabor era muy diferente, pero era comer eso o devorar su corazón.

Cuando el conejo terminó de comer, ya no era más un conejo, sino otra cosa; una bestia, un monstruo. Ya no podía vivir en su col. Salió corriendo del huerto, por miedo a borrar de un mordisco los hermosos momentos vividos en ese huerto y matar lo que más había querido.

Dejó atrás aquel triste y abandonado huerto, pero lo que más le dolía era haber dejado solo a su corazón. 

-XI-

Hasta el día de hoy sigo sin saber qué pasó. La policía no ha sabido darme razón de Blanca o de Lorena. Hasta la fecha sólo las reportan como “desaparecidas”, al lado de tantas otras personas.

Yo sigo pintando y en unas cuantas semanas exhibiré mi obra en una de las galerías más prestigiadas del puerto. Ahora vivo solo y me las he ingeniado para no involucrarme con nadie.

En cuanto a lo demás, todos los viernes por la noche me sigo sentando en la misma banca del parque donde conocí a Lorena. Ahí me quedo por horas en espera de que algún día la vuelva a ver bailando, pero no he tenido suerte.

Algo me dice que ella también acude a ese sitio y me observa desde algún lugar entre las sombras. Ha de saber cómo esconderse de mi vista, aunque no de mi corazón. Lo sé porque la siento, así como puedo percibir su aroma cada mañana en mi cuerpo, en su almohada vacía y en cada rincón de la habitación.

De alguna manera sé que ella me cuida, envuelta en su manto de oscuridad y silencio. Además sospecho que algún día la he de volver a ver, aunque eso signifique mi muerte. Pero me da lo mismo. Sin ella a mi lado, soy como una col que día con día se pudre un poco más en un huerto triste y abandonado, en espera de que algún día regrese su conejo, convertido en bestia a devorar su corazón.


lunes, 17 de octubre de 2011

Flores para la abuela

-I-

La vida de Justa cambió drásticamente hace muy pocos años, debido a una enfermedad que le fue afectando la vista progresivamente, hasta llegar al punto de verse obligada a habitar en un mundo de luces difusas, penumbras y sonidos. Mas no tuvo que enfrentar semejante imprevisto sola, porque pese a haber perdido a sus tres hijos en un accidente de carretera, hacía más de quince años, y que su marido enfermara y muriera, sólo unos meses después, su nieta Nora, y de la cual no había sabido nada desde la muerte de su nuera, se ofreció a cuidar de ella.

A pesar de que Nora se había mantenido alejada de Justa, después de que su madre muriera de cáncer tres años atrás, ella quería mucho a su abuela y no dejaba de repetirle lo agradecida que estaba con ella por haber estado al tanto siempre de su madre, sobre todo después de la muerte de su papá.

            Nora y Justa se fueron a vivir a una casa antigua a las afueras de la ciudad. El sitio era grande y viejo pero estaba muy bien conservado, aunque la nieta aseguraba que había sido toda una ganga.

La casa tenía un hermoso jardín con flores de mil colores, de las que Justa sólo podía percibir el aroma y tocar su suavidad, porque no podía ver más que manchones de hermosas tonalidades. También tenía amplios ventanales, que dejaban entrar la luz y el calor del sol por todos lados. Para la abuela era como vivir en un palacio con paredes cálidas y brillantes.

La habitación de Justa era la más grande e iluminada de la casa. Además de que siempre conservaba un hermoso perfume, debido a los dos enormes floreros repletos de rosas rojas que reposaban a los extremos de la cabecera. Las flores siempre estaban rebosantes de vida, pues todos los días Nora se encargaba de sustituir a las muertas o marchitas por nuevas. Eso no era ningún problema para la nieta, pues era dueña de una florería y siempre veía la forma de conseguir flores frescas para su querida abuela. 

-II-

Con ellas vivían dos gatos. Uno se llamaba Sócrates; un minino regordete y melenudo, no muy agraciado pero sí muy agradecido, aunque en ocasiones parecía que su propósito de la vida fuera descontrolar a los demás. Uno podía verlo dormir plácidamente en un cojín y un segundo después se le podía ver dándole cacería a una mariposa intrusa o simplemente desaparecer de una habitación para aparecer en otra. Nora decía que era demasiado ágil para estar tan “rellenito”. Era un gato juguetón y saludable, aunque no era extraño que de repente se enfermara del estómago, por andar comiendo cuanta cosa se encontraba en su camino.

El otro gato se llamaba pomposamente Fredrich, aunque de cariño y en tono de broma todos le decían Nietzsche. Fredrich era un gatito de talla pequeña y “bigotón” que por lo general se la vivía en casa todo el día, a veces dormido o deambulando de un lado a otro; rasguñando y maullándole a las puertas cerradas, o restregando sus bigotes entre los rincones. Pero por las noches no parecía encontrar un placer más grande, después de hacer enojar a Sócrates, que ir a merodear a las afueras de una vieja iglesia y maullar con todas sus fuerzas a la luna, casi como si buscara sacar de quicio o espantarle el sueño al viejo sacerdote que vivía por ahí.

Nora decía que Sócrates llego solo, con todo el pelo revuelto y su inalienable cara de duda, en tanto que Nietzsche fue el regalo de un novio que después de que Sócrates hiciera confeti una carta de amor que él le mandara, le pareció que sería un justo castigo para el minino, el que le regalara a su dueña un gato que le hiciera ver a Sócrates lo feo que realmente era. A Nora no le agradó el propósito, por lo que botó al novio, que era bastante asfixiante, pero se quedó con el gatito.

            Nora, Sócrates y Nietzsche formaban una familia a la que Justa no le costó ningún trabajo adecuarse. Su nieta se levantaba de madrugada, cambiaba las flores muertas, preparaba lo necesario para que Justa no tuviera que preocuparse por su comida, ni la de los gatos, y después se iba a la florería.

Justa, si bien no podía ver bien, en casi todo se podía valer por sí misma. Se bañaba, vestía y arreglaba sola. Salía de su habitación y caminaba por la casa con toda libertad, apoyándose de un barandal especial que la conducía a cualquier sitio al que quisiera llegar, con excepción del sótano, dónde su nieta le tenía prohibido entrar por “su seguridad”, ya que era el único lugar de la casa en el que prácticamente no entraba ningún tipo de luz. Salvo esa restricción, Justa salía incluso al jardín con Sócrates y Nietzsche, para oler las flores, sentir el calor del sol y la suavidad del viento rozándole la cara.

            Por lo general los dos gatos acompañaban a Justa a todos lados. Mientras ella contara con un par de manos que acariciaran sus respectivas cabezas, espaldas y barrigas, ellos no parecían estársela pasando mal o aburridos con la abuela.

-III-

De martes a domingo, Nora llegaba sólo por las noches a la casa, por lo que durante el día su única relación con la abuela era a través de los gatos. Sin embargo la nieta siempre acudía a la habitación de Justa para platicar con ella, preguntarle por las novedades de su día con Sócrates y Nietzsche, además de contarle cómo es que le había ido a ella en la florería.

Pero los lunes que Nora no abría su negocio, los cuatro salían en la mañana a caminar por un pequeño parque que estaba a sólo unas cuantas cuadras de la casa. Entonces Justa disfrutaba de la compañía de Nora, su plática, el trinar de los pájaros y la tibieza del sol en su piel, aunque no podía ver más que bultos de colores rodeados de luz. Ya por la tarde se mantenían ocupadas limpiando su hogar. La abuela sacudía algunos muebles y cojines, la nieta barría y trapeaba, Nietzsche se acicalaba a sí mismo y a Sócrates, mientras él… bueno.., él sólo se dejaba acicalar por el otro.

            Pese a sus limitaciones visuales, Justa tenía una vida plena y normal como cualquiera pudiera tener. No sabía cómo lucía su nieta, pero la reconocía por la voz y sus palabras dulces. Ignoraba si Sócrates era tan feo como su mala fama decía, pero su pelo largo y alborotado era inconfundible. De igual modo, los bigotes que todas las mañanas la despertaban en la cama, era la señal de que el pomposo Nietzsche había llegado para darle los buenos días.

-IV-

Una madrugada, en la que Justa se despertó para ir al baño, le pareció escuchar cuchicheos provenientes del piso de abajo. Ayudándose por el barandal, bajó las escaleras en una total oscuridad y fue al lugar dónde había escuchado las voces; la cocina.

Sólo una ligera luz se podía ver encendida y caminó hacía ella. Era la primera vez que veía la casa tan lúgubre y oscura, por lo que con un poco de miedo dijo:

–Nora… ¿eres tú?

–Sí abuela, soy yo. Estoy preparando el caldo de verduras que tanto te gusta y picando un poco de carne para que comamos los cuatro –le respondió la nieta.  

–¿Con quién estás? Me pareció escuchar voces… No estás sola, ¿verdad? –agregó Justa.

–No abuela, perdón por el ruido pero es que este par de bribones; Sócrates y Nietzsche (quienes maullaron al escuchar su nombre), no me dejan picar la carne en paz. Insisten en que les dé un trozo, pero ya sabes que no me gusta darles la carne cruda –respondió Nora.

–Vaya problema el tuyo, con lo bien que huele el caldo no culpo al apetito de estos dos por querer un aperitivo. Préstame el cuchillo, que yo picaré la carne mientras tú vas por algo para que estos dos coman un poco y se calmen –dijo Justa, mientras terminó de lavarse las manos, e hizo a un lado a la nieta frente a la tabla de picar.

–No discutas conmigo, bien sabes que sus botanas las guardas en el sótano, para asegurarte de que no malcríe a tus angelitos, si pudiera ver bien yo misma bajaría. Déjame ayudarte con esto mientras tú vas por un poco de su alimento –remató la abuela y empezó a picar la carne que se encontraba en la mesa.

            Antes de que Nora regresara con las botanas para sus gatos, Justa ya había terminado de picar todo.

–De haber sabido que eras tan buena con esto, hubiera echado mano de tu ayuda desde hace un buen tiempo. De cualquier forma (quitándole el cuchillo a la abuela y colocándolo en el fregadero), no me parece muy seguro que alguien que no puede ver bien, ande por la casa con un cuchillo en la mano –dijo la nieta, y tanto ella como su abuela rieron, mientras Nora estrechaba con cariño las manos de su abuela.

–Ahora eres tú la que has de obedecer e ir directito a la cama, aún es muy temprano y no quiero que te vayas a resfriar aquí abajo –dijo Nora y le dio un beso en la frente a su abuela.

–Tú sí que tienes la cara fría –señaló Justa.

–Ya verás que con el calor de la cocina vuelvo muy pronto a mi temperatura –agregó la nieta y la mandó de nuevo a dormir.

Justa asintió con la cabeza y subió a su habitación, acompañada de su par de peludos guardaespaldas, que una vez que fue saciado su antojo no vieron razón para permanecer un segundo más en la cocina.

            Justa se sentía segura en casa con su familia, como hacía mucho tiempo no se encontraba. Se sabía amada y ella a su vez amaba casi por igual a su nieta como a sus peludos compañeros. Sabía lo fundamental, pero aún así permanecían en las sombra varias cosas que era mejor que jamás se enterara.

Ignoraba que Nora había sido asesinada en la florería por su novio, el mismo día que ella rompiera con él, hacía más de tres años. Desconocía que todos esos paseos por el parque los fines de semana, no ocurrían bajo los tibios rayos de la mañana, sino bajo las sombrías nubes nocturnas. Tampoco se imaginaba que el sol había dejado de brillar hacía algún tiempo, y que la luz que veía y el calor que sentía en su piel todos los días, no provenían más que de su cabeza y corazón. Ella era quien llenaba con su luz la existencia de su nieta y gatos, alejándolos de las sombras.

De igual modo, Justa Ignoraba que las flores de su cama se conservaban rojas y aromáticas, alimentándose de los cuerpos humanos que todas las noches Nora y sus mascotas cazaban o recogían del cementerio.

Ni sospechaba que en la olla dónde su nieta preparaba su caldo de verduras, aquel que olía tan bien y llenaba de tanto calor toda la casa, flotaban las cabezas cercenadas de las víctimas frescas de su protectora.

Justa ignoraba que en el sótano Nora guardaba su cuerpo putrefacto, justo dónde lo dejara su novio después de haber envenenado a sus dos gatos, el mismo día que dio cuenta de ella.

Tampoco sabía que cada vez que se iba a la cama y cerraba sus ojos enfermos, tanto Sócrates como Nietzsche regresaban a las sombras, para formar parte del sin fin de ojos luminosos que celosamente cuidaban de su sueño, hasta el día en que no hubo un nuevo despertar para Justa, ni un nuevo amanecer para nadie más en esa casa…

Sudadera blanca

Ya casi son las seis de la tarde y el sol apenas se ve entre las densas nubes de humo del cielo citadino. Como siempre, yo permanezco alerta afuera del mercado. Sólo por si algún peatón desprevenido me da la oportunidad de hacerme de sus pertenencias. A veces he tenido que esperar por horas, pero en esta ocasión el primer “pichón” de la tarde no se ha demorado tanto en venir directo a mis “garras”.

Por los pasillos donde los mercaderes ya han cerrado sus negocios, camina despreocupadamente una joven con una sudadera blanca y capucha. No parece ser de por aquí y tampoco creo que traiga mucho dinero… Pero dicen que “a la oportunidad la pintan calva”, por lo que no debo perder mi tiempo con exigencias menores. Algo habrá de traer y no tiene por qué ser ningún problema quitárselo.

Casi estoy seguro de que no se ha enterado de que la vengo cazando con la mirada desde que se acercó al mercado. Despacio, pero con ligereza, me dispongo a seguirle los pasos, mientras tanteo el arma que guardo en el bolsillo de mi chamarra. Tan pronto entre en alguno de los pasillos, me acercaré lo suficiente para exigirle que me entregue todo lo que traiga consigo… hasta la sudadera.

Es curioso, pero siento como si algo no anduviera bien. No tengo por qué estar nervioso. No veo algún policía por el área, ni creo que las cosas lleguen a ponerse difíciles. Además, no importa que pudiera oponer resistencia, una bala ahuyenta a casi tantas personas como el grito lastimero de una mujer pidiendo auxilio. No será la primera a la que le quite la vida y tampoco tiene por qué ser la última, ni siquiera de esta semana.

Le sigo los pasos de cerca, pero con cada uno que doy me embarga la sensación de que más me valdría dar la media vuelta y salir corriendo de ahí… ¡Tonterías! Ya tengo un buen tiempo en este “negocio” y ningún “don nadie” me hará ver como un idiota. He sobrevivido a varias correccionales y tres penitenciarías ¿Qué peligro podría implicar una mujer para mí?

De pronto, aquella joven gira sobre sus pasos y medio sellando sus labios con el índice me dice: “Shhh… respiras tan fuerte que apenas puedo escuchar mis pensamientos”.

No sé bien qué es lo que estoy viendo, pero puedo jurar que sus ojos se encendieron como un par de bengalas en medio de la noche. Entonces me quedo estático, pierdo la fuerza de las piernas y me derrumbo sobre mis rodillas.

 El miedo me impide hacer cualquier movimiento. Incluso gritar se me presenta como una proeza que va más allá de mis facultades. Inmóvil, observo cómo esa mujer me vuelve a dar la espalda, se inclina sólo un poco y da un brinco que la lleva hasta uno de los pocos negocios abiertos del pasillo; una frutería que está como a unos diez metros de distancia. Ella cae de pie, justo encima del único cliente del puesto, y lo hace pedazos con el mero impacto. Aquel hombre no tuvo tiempo de nada, es más, casi puedo ver como sus manos siguen aferradas a las bolsas donde un segundo antes había guardado la mercancía adquirida. Yo no quiero ver más, pero mis párpados se niegan a cerrarse.

El comerciante, salpicado de sangre, apenas tiene tiempo de salir corriendo. Pero la joven no le da oportunidad de llegar muy lejos, pues de un salto lo embiste y se le aferra a la espalda con las piernas, mientras le destroza la cara con las manos. Rápidamente el pasillo se ve lleno de sangre, carne molida y huesos rotos.

La mujer rasga el cuerpo del vendedor y con fuerza le arranca grandes trozos de carne que después devora. No puedo creer lo que estoy viendo y no puedo hacer nada más que mirarla. Está muy lejos aún para mancharme con la sangre, pero demasiado cerca como para sentirme seguro.

Eso que está frente a mí no es una mujer, ni siquiera es una persona, no es posible que lo sea. Tiene que ser el mismo Diablo que ha venido por mí. Es la muerte en sudadera blanca y zapatos deportivos.

Sé lo que significa actuar con violencia. He matado a muchos, incluso sin necesidad de hacerlo, pero el ver esta carnicería me revuelve el estómago y la cabeza. Aquel vendedor y su cliente yacen reducidos a una masa sanguinolenta de carne machacada, entre trozos de tela que alguna vez fuera su ropa, huesos rotos y algunas frutas aplastadas.

Inmóvil y sobre mis rodillas, sé que mi futuro no tiene por qué ser distinto al de ellos.

De repente, esa cosa deja de devorar a sus presas y dirige su mirada hacia mí.

– He dejado de oler tu miedo…? ¿Será que tu temor se ha ocultado tras el olor a sangre o has dejado de secretar sólo miedo y sudor? ¿Quizás lo que ahora huelo es tu resignación? –dice con una voz áspera y profunda, un segundo antes de saltar sobre mis hombros y romperme la columna.

La muerte no llega tan instantáneamente como lo supuse antes, y el dolor de mis huesos rotos no es menor al de mi piel y carne al momento de ser desgarradas y desprendidas. Ahora sé que no me lo estaba imaginando. Al ver su rostro de cerca puedo ver que sus ojos son tan profundos como un par de hogueras encendidas, y su aliento es aún más frío que mi último invierno en la calle.

La muerte en sudadera me devora pacientemente, con plena consciencia de que siento cada tirón, rasguño y mordida que me da… Incluso el de la carne ya arrancada de mi cuerpo.