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martes, 30 de octubre de 2012

La verdad


En la cámara real de la Fortaleza del Dragón, entre tenebrosos pasillos, armaduras de héroes, esqueletos de cazadores, saqueadores y aventureros, armas de distinto linaje, gemas, piedras mágicas, y tesoros que van más allá de lo posible, un pequeño niño se acerca sigilosamente a la reina de los dragones.

–Antes que nada, quiero decirte que sin importar el contenido de tus palabras, esto no cambiará en absoluto lo que siento por ti; para mí, siempre serás la persona más importante en el mundo, el ser que me ha protegido, educado y velado, desde que tengo memoria. En pocas palabras, siempre serás mi madre. Pero espero que entiendas que tengo que saber la verdad. Es muy importante para mí, y no quiero que me mientas. Nada me haría más daño que una mentira tuya –dice el pequeño.

–Bueno, tarde o temprano te ibas a enterar, y qué mejor que sea yo y no otra persona quién te lo diga. No es nada fácil para mí contarte al respecto, e ignoro la razón por la cual he actuado de esta forma contigo. Te he criado desde que eras un bebé, te he visto crecer y siempre he pensado en ti como “mi hijo”. Pero la verdad es que te encontré abandonado en una de las ciénagas que rodean nuestro reino, y no tuve el corazón de dejarte ahí, indefenso y a la merced de los lagartos, los cazadores furtivos, o del inclemente tiempo. Sé que no debí haber procedido de esa manera. Tal vez sólo me engañé pensando que no te importaría ser diferente a mí –responde la reina, con una mirada triste y a punto de llorar.

–Con todo respeto madre, eso ya lo sé –dijo el niño, ante el asombro de la reina.

Hubo un largo silencio, y después prosiguió.

–Lo que realmente quiero saber es ¿por qué no puedo comer mi postre, hasta que los demás hayan terminado su guisado? 

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Imaginario

Siempre he sido una persona solitaria, desde niña la soledad ha sido mi mejor compañera de juegos, fantasías y sueños, con los cuales solía llenar el vacío de mi habitación, hasta que conocí a Jocelyn. Ella era tan solitaria como yo, pero entre las dos conseguimos crear una agradable compañía, al menos mientras duró.

Ella siempre era la más callada y reservada, por lo que generalmente la que terminaba diciendo no sólo lo que habríamos de jugar, sino también el lugar y la hora, era yo. Por supuesto que también me tocaba a mí el papel de la heroína o princesa mágica, mientras que ella siempre terminaba siendo la malvada bruja o despiadada reina, por lo que no importaba qué estuviéramos jugando, o que tan mal me estuviera yendo, al final siempre resultaba vencedora yo, lo cual no parecía molestarle para nada a ella. De hecho Jocelyn no solía contravenirme en nada, era casi como si al estar con ella en verdad jugara conmigo misma.

Cada día que pasábamos juntas era más maravilloso que el anterior, al grado que la idea de que Jocelyn no fuera otra cosa más que una ilusión, una amiga producida por el contubernio de mi soledad e imaginación, se hacía más fuerte en mi cabeza.

Yo hacía oídos sordos a lo que me decía la razón, y traté de no comentarle mis sospechas a ella, básicamente por temor a que desapareciera. Ella era mi mejor amiga, de hecho la única, y sabía que quizás no volvería a tener una igual en mi vida.

Sin embargo era imposible detener el reloj y conforme fui creciendo, la idea de conservar a una amiga imaginaria, no me pareció lo más sensato, ni sano. Pensaba que estaba lista para algo más, no sé, quizás una amiga de verdad.

El caso es que no sabía cómo decirle las cosas, e ignoraba de qué manera habría de reaccionar Jocelyn cuando se enterara de que ella no era real. Era absurdo, pero a pesar de que yo sabía que era imposible lastimar los sentimientos de un ser imaginario, me preocupaba el que la verdad fuera demasiado insoportable para ella.

Recuerdo que todo lo planeé muy bien; estábamos en el parque y después de compartir nuestro último sándwich juntas, le dije todo. Ella no parecía entenderme y quizás hasta llegó a pensar que estaba bromeando, pero poco a poco y después de ver que no me reía, entendió que ésa sería la última vez que estaríamos juntas. Sus ojos se enrojecieron y parecía que en cualquier momento iba a empezar a llorar, pero le daba pena el que yo la viera de esa manera.

Verla tan afectada me destrozó el corazón, pero sabía que eso era lo mejor para las dos, no estaba bien seguir viviendo una mentira, pero traté de suavizar un poco las cosas, y la invité a un último juego. Por suerte eso pareció funcionar, ya que una tímida sonrisa se dibujó en su rostro.

Íbamos a jugar a “las escondidillas”, mi juego favorito. Por lo general yo siempre contaba y ella se escondía, pero en esa ocasión Jocelyn sería quien contara hasta el cien, mientras yo buscaba un lugar para ocultarme de ella, para siempre.

Ella pegó su cabeza contra un árbol y empezó a contar sin ninguna prisa. Ahora sólo era cuestión de que yo encontrara un escondite tan eficaz, como para que ella se cansara de buscarme, y aceptara que nuestra separación era definitiva. Jocelyn solía esconderse tras los arbustos, por lo que yo nunca demoré demasiado en encontrarla, pero sabía que la aterraban las alturas, de tal suerte que se me ocurrió subir a lo más alto de un árbol, para poder ver desde su copa todo el panorama, hasta que ella desapareciera.

La cuenta llegó a su fin y Jocelyn corrió gustosa a mi encuentro.

Buscó por todas partes y con cada nueva alternativa se le veía sonreír, sólo para decepcionarse al no hallarme donde esperaba. El ver eso me hizo llorar, pero ya no podía volver atrás. Esa relación tenía que acabar ese día, o la verdad me atormentaría para siempre.

Entonces sucedió algo que yo no esperaba.

–¡Jocelyn! ¡Hija! ¿Pero qué haces aquí tan tarde? Ven amor, vamos a la casa. Perdón si te he dejado mucho tiempo sola, sé que no he sido la mejor de las madres, pero te prometo que todo será muy diferente a partir de ahora –le dijo una mujer y Jocelyn se fue con ella, sin mirar atrás.

Cuando bajé del árbol no podía comprender qué era lo que había pasado, pensé que tal vez ella no era una ilusión como yo suponía, por lo que me dispuse a regresar a casa, pero cuando traté de recordar dónde vivía.., no pude. Ni siquiera sabía cómo me llamaba, entonces comprendí que la amiga imaginaria siempre había sido yo.

Y desde entonces aquí estoy, sola y en espera de que algún día Jocelyn regrese a buscarme.

Luceros

Había muy pocas cosas que le produjeran más placer a la joven Paulina que ver el cielo al anochecer. Amaba los colores de la tarde al tornarse cada vez más oscura, hasta convertirse en noche, pero sobre todas las cosas, se quedaba hasta muy tarde para ver el brillo de las estrellas, pero de todas ellas, había una que cautivaba por completo su atención. Un lucero azul que conoció de pequeña, y que había sido una de las pocas constantes en su corta vida, pero una razón suficiente para mantener sus hermosos ojos verdes abiertos por las noches.

Era tal su adoración a este cuerpo celeste, que todos los días se desvelaba hasta muy tarde, con tal de ver su brillo en el cielo, al menos que hubiera luna llena; ya que a ella Paulina la odiaba con todas sus fuerzas, por opacar con su brillo la belleza de su lucero.

En más de una ocasión, la luz del día la sorprendió recostada aún lado de la ventana. Su cuerpo la afligía, pero para ella valía la pena cualquier sacrificio y soportar el frío de la madrugada, con tal de contemplar a su único amor.

            Cada tarde era lo mismo y al volver la oscuridad, toda su atención se las dedicaba a su amor celeste. Hasta que una noche sucedió lo que jamás pensó que llegaría a ocurrir. Mientras veía a su querido lucero azul, éste se desplomó, convirtiéndose en una hermosa estrella fugaz. Paulina estaba horrorizada, sabía que nunca más lo volvería a ver, y aunque había más de una estrella en el firmamento, para ella la noche se había tornado más oscura que nunca.

            Entonces Paulina se dio cuenta del poder de su mirada, por lo que decidió arrancarse los ojos con la punta de unas filosas tijeras. El dolor era indescriptible, paralizante, y la sangre inundaba sus cavidades, volviendo todo su mundo rojo y negro, hasta que la oscuridad se volvió lo único que fue capaz de distinguir. Pero ella prefería vivir una eternidad en las tinieblas, que aceptar volver a ver una noche sin aquello en lo que había puesto su mirada.

            Fabiola murió desangrada ese mismo día, pero se cuenta que a partir de esa fatídica noche, en el lugar donde antes brillaba aquel solitario lucero azul, ahora brillan soberbios, dos hermosos luceros verdes.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Imperceptible

-I-

No sé cómo, o cuándo obtuve esta habilidad, pero el caso es que desde que era pequeño he sabido que puedo volverme invisible para los demás. No es que realmente lo sea, o me desvanezca en el aire, es decir, aún no comprendo cómo opera todo esto, pero aunque aparentemente yo siga siendo visible todo el tiempo, simplemente dejo de ser perceptible para los otros. No me ven ni me oyen, hasta que los toco o por accidente ellos rozan conmigo, entonces la ilusión se rompe y pareciera que he regresado de la nada.

            Esta habilidad la descubrí sin querer. Yo estaba en el colegio, no estoy seguro de qué grado cursaba, pero recuerdo que me daba clase la maestra Estela, por lo que tuvo que haber sido tercer o cuarto año de primaria. La profesora hizo una pregunta y yo levanté la mano, pero ella hizo como si no me viera, o al menos eso pensé entonces. Me puse de pie, agité las manos y grité: “¡Hey, aquí!” Pero ella seguía viendo al grupo en espera de que alguien se animara a responder. Entonces me di por vencido y volví cabizbajo a mi asiento. Aún no comprendía nada.

Pasó la clase y al final la maestra llamó a Daniel, quien era mi mejor amigo, además de que vivíamos en el mismo edificio. La profesora le preguntó por mí y si él no sabía si me encontraba enfermo o cuál era la razón por la que no estaba yendo al colegio. Él le respondió que todos los días me veía entrar a la escuela, hacer honores a la bandera, ingresar al salón y jugar en el recreo, pero que ignoraba por qué no me quedaba a clase o dónde me metía. Entonces no aguanté más la broma, tomé del brazo a mi amigo y grité: “¡Ya basta de juegos!”, entonces al ver el rostro desencajado que pusieron los dos al verme ahí parado, me percaté de que en verdad no se habían dado cuenta de que yo estuve ahí todo el tiempo.

            Hasta ese día me di cuenta de que mamá y papá no mentían cuando aseguraban no haberme visto o escuchado en tal o cual circunstancia. El problema entonces era averiguar qué estaba pasando, o cómo remediar tal contingencia. Asunto que hasta hoy sigo sin descifrar.

Cuando era niño el poder hacerme imperceptible era algo que me parecía realmente terrible, una maldición, casi como si fuera un fenómeno de circo, pero muy pronto me di cuenta de las ventajas que esta habilidad podría ofrecerme. Pensaba que sería fabuloso poder hacerme invisible cuando jugaba futbol con mis amigos. Yo podría estar al lado del delantero, o portero contrario sin que este se percatara de mi presencia, hasta que fuera demasiado tarde. Podría hacer travesuras, esconderle sus cosas a mi hermano mayor o a mi hermanita, sin que pudieran culparme de nada. Sería capaz de ver dónde es que mis papás escondían los regalos de Navidad sin que me regañaran por fisgón. O simplemente desaparecer de su vista cada vez que mis tías nos vinieran a visitar. Pero el caso es que ignoraba cómo controlar esta habilidad.

Jamás me volví una pieza clave en el equipo de futbol, ni pude saber dónde mis papás escondían los regalos navideños, o hacer travesuras sin que me descubrieran en el acto, sin olvidar que mis mejillas siempre fueron presa fácil de las manos frías y uñas largas de mis tías.

Para entonces ya sabía que el contacto físico me volvía otra vez perceptible, pero seguía ignorando cuál era la circunstancia que detonaba lo otro. No era la tensión o el miedo, porque ¿qué cosa puede volver más tenso a un niño que saber que si lo descubren habrá de pagar por sus actos? Tampoco era la alegría o algo semejante, porque éstos no eran precisamente los sentimientos que tenía cuando tomaba la clase de la maestra Estela.

Pasaron los años y nunca llegué a saber cómo controlar esto hasta que conocí a Raquel o mejor dicho, cuando ella me dejó. Pues su argumento para dar por concluida una relación de años fue que nunca se podía estar en paz conmigo. Casi textualmente, me dijo que no entendía por qué cada vez que estábamos en algún lugar agradable comiendo, viendo una película o conversando con ligereza, simplemente desaparecía.

            En ese momento me di cuenta de que no era una emoción en sí, si no la sensación de paz y plenitud lo que me volvía imperceptible. Por eso es que me desvanecía en clase sólo cuando sabía las respuestas. Entonces traté de explicarle a Raquel qué era lo que pasaba conmigo. Le conté todo con lujo de detalle, pero estaba tan “pleno” de haber descubierto cómo controlar esta habilidad, que ella no pudo verme u oírme nada, pues me había vuelto imperceptible.

            Desde ese día las cosas han cambiado y poco a poco he aprendido a sacarle provecho a todo esto. Puedo saber qué es lo que la gente opina de mí cuando creen que no estoy presente, teniendo cuidado de no sobresaltarme demasiado, o ser rozado. Del mismo modo he aprendido a escabullirme a voluntad, bajar mi ritmo cardiaco, modular la respiración, cuidar mis pasos y desaparecer para el resto del mundo, hasta el día en que éste fue el que desapareció para mí.

-II-

Hasta el momento nunca había hecho nada de lo que tuviera que arrepentirme o pudiera ser considerado ilegal, aunque podría tacharse de inmoral saber ciertos detalles que los demás no quisieran que supiera. Pero es que nunca creí que aprovechar las ventajas que la vida me ofrecía pudiera ser errado, hasta el día de hoy.

Esta mañana llegué al trabajo sin que nadie lo notara, organicé mi escritorio y entré a la oficina del jefe a husmear un poco en su agenda antes de que él llegara. Hoy se suponía que habríamos de presentar un proyecto que pudiéramos desarrollar en la empresa, y yo quería saber si había algún tipo de condicionante o requisito no mencionado en la convocatoria, para tomarlo en cuenta e integrarlo a mi trabajo.

Todo marchaba como de costumbre hasta que alguien abrió la puerta. Me asusté tanto que por un instante creí que me volvería perceptible de nuevo, pero me concentré para no perder la calma y no pasó nada. No era el jefe el que había entrado, sino Marcela, otra compañera, que seguramente había entrado para hacer lo mismo que yo, pensando que no habría nadie en la oficina. Pero para mi sorpresa ella no venía sola, pues tras de Marcela también entró Guillermo y Ricardo. Era obvio que todos ellos querían tener ventaja sobre mi proyecto.

Al ver a esa multitud yo traté de arrinconarme a la pared, para evitar un posible contacto que me descubriera. Fue tanto mi afán por salir sin ser notado, que no me di cuenta de que después de que entró Ricardo, también había ingresado Laura, con quien tropecé. Ella pareció un poco desorientada, pero no pasó nada, yo seguía imperceptible para todos.

Me asusté, mas no hice nada para controlarme esta vez. En lugar de huir del encuentro, rocé a todos los ahí presentes. Marcela abofeteó a Guillermo, mientras Ricardo y Laura voltearon a ver a todas partes, en búsqueda de una explicación que no encontraron. Yo estaba desesperado y empecé a revolver los papeles, expulsándolos fuera de sus carpetas. Abrí las gavetas, estrellé la ventana con un pisapapeles, y lo único que conseguí fue que todos salieran corriendo y gritando que ahí espantaban.

Yo ya no estaba en paz ni pleno, pero seguía sin ser perceptible. Salí corriendo y ofuscado de la oficina, chocando contra cualquiera que estuviera en mi camino. Luego tomé el elevador, con la idea de salir del edificio.

De camino a la planta baja, traté de tranquilizarme y recobrar el control. Volví a modular mi respiración, el ritmo cardíaco, y la presión sanguínea, que para entonces parecía golpear con martillo mi cerebro.

Una vez abajo, se abrieron las puertas del ascensor y abrí los ojos en pos de cualquiera que me corroborara que ya era visible, pero no pude encontrar a nadie. El edificio estaba vacío y lo mismo ocurría en la calle. Sólo había autos estacionados en la acera, pero el concierto de claxon que ahí se podía escuchar a toda hora había desaparecido o al menos ya no era perceptible.

Y aquí estoy, sin saber si he perdido al mundo o fue éste el que ha prescindido de mí. Ignoro qué está pasando o si algún día todo volverá a ser como antes. No sé si he perdido el juicio y todos siguen aquí, viéndome actuar como un demente, por lo que han preferido evitar cualquier contacto conmigo.

No sé… quizás en cualquier momento despierte de esta pesadilla y descubra que simplemente me he quedado dormido otra vez sobre el pupitre.            

domingo, 20 de noviembre de 2011

La capa

-I-

Apenas tiene cinco años de edad, pero ya sabe qué es lo que quiere ser cuando sea grande; un superhéroe. Su más grande anhelo es combatir a los malos, ayudar al desprotegido y, sobre todas las cosas, surcar el cielo como un avión, pero sin motor o propulsores.

Hasta hace una semana había dos inconvenientes con su proyecto de vida. El primero de ellos lo resolvió fortuitamente en la casa de sus abuelos paternos.

Mientras el abuelo tomaba su siesta de las doce, la abuela y él examinaban el contenido de un viejo baúl.

–Aquí es donde guardamos los recuerdos más preciados de la infancia y juventud de tu padre. Por lo que debes ser muy cuidadoso y no tomar nada sin pedirlo primero –señaló la abuela y el pequeño asintió con la cabeza.

El baúl era el cofre de tesoros de los abuelos, pero aunque estaba repleto de todo tipo de cosas; desde carritos, muñecos rotos, discos de vinilo y hasta la foto enmarcada de la primera novia de su papá, no había nada que llamara la atención del pequeño. Hasta que la abuela sacó de una bolsa de plástico una hermosa capa negra con un forro interior rojo y tiritas de colores que le colgaban. Eso lo dejó boquiabierto.

–¿Te gusta? Esta es la capa que utilizó tu padre cuando estaba en la estudiantina del colegio –dijo la abuela y se la colocó al nieto, para que él se la viera puesta en el espejo de la recámara.

–Te ves muy guapo, como tu papá, quizás un día también te unas a una estudiantina y tengas la tuya propia –agregó y le sonrió al pequeño.

Todo ese día él estuvo jugando con la capa puesta. Podía hacerlo, tenía el permiso de sus abuelos, siempre y cuando no la ensuciara o maltratara demasiado. Para él no sólo era una prenda que le perteneciera a su padre cuando era joven, sino algo más; era una “capa mágica”. Artículo indispensable para levantar el vuelo y dar el primer paso para convertirse en un verdadero superhéroe. Aunque aún no sabía cómo hacerla funcionar, porque por más que corría por los pasillos no conseguía despegarse ni un poco del suelo. Pero estaba seguro de que algún día habría de descubrir su secreto y volaría con ella.

Al llegar la tarde y la madre por su hijo, el niño se despojó de la capa con los ojos tristes y la entregó a su abuela. Ella lo vio con ternura y no tuvo corazón para quitársela.

–¿Sabes? Ya casi no queda espacio en el viejo baúl, por lo que tomando en cuenta lo bien que la has estado cuidando, ¿por qué no la conservas tú? ¿Qué te parece? Cuídala por nosotros al menos por un tiempo, sabemos que harás un excelente trabajo. –dijo la abuela y el niño estaba que no cabía de felicidad.

Él siempre había sido muy cariñoso, pero esa tarde colmó con el doble de besos y abrazos a sus dos abuelitos, quienes sintieron que les arrancaban un trozo de vida cuando lo vieron partir con su madre. 

-II-

Hoy es un nuevo día y todo esta listo. Se ha puesto la capa, ha recogido las puntas de ésta y agita sus brazos como un murciélago, pero aún no consigue separarse del suelo. Se siente un poco frustrado, pero sabe que un superhéroe no debe rendirse nunca, pues hay miles de personas que dependen de su determinación y perseverancia.

Piensa que quizás necesita partir de una mayor altura. Entonces toma un pequeño banco de madera y se sube en él. Vuelve a intentarlo e incluso da un pequeño salto, pero no levanta el vuelo, sólo cae una y otra vez.

–Tal vez no funcionas en espacios cerrados –le dice a la capa y salen juntos al jardín, cargando con el banquito.   

            Ahora sí, no hay forma de que algo salga mal. Se para sobre el pequeño mueble y cuando está apunto de empezar el aleteo se da cuenta de que ha estado haciendo las cosas mal. Ningún superhéroe agita sus brazos para volar, sólo los levantan, toman un pequeño impulso y se elevan. Entonces lo hace de esa manera. Cierra los ojos, da un pequeño saltito, extiende sus brazos hacia enfrente y ya ésta.

            Por fin está volando, siente cómo el aire le roza la cara, alborota el pelo y hace que su capa ondeé cómo una bandera. No lo puede creer pero sabe que es cierto. Se siente en las nubes e imagina los múltiples paisajes aéreos que ha recorrido, y los miles de testigos que lo han de estar viendo surcar el cielo (atónitos) con su capa mágica. Entonces abre los ojos y ya está de vuelta sobre el banquito.

Ha sido un aterrizaje perfecto, a pesar de haberlo realizado con los ojos cerrados. Ese es el otro problemita que obstaculiza su vocación profesional. El pequeño tiene miedo a las alturas, e incluso subirse al banquito sin cerrar los ojos fue la primera proeza de hoy. Pero sabe que algún día, cuando menos se lo espere o más lo necesite, habrá de elevarse entre las nubes, portando su hermosa capa mágica y entonces sí, lo verá todo, al menos con un ojo.

Princesa

Hoy Paloma ha decidido ser una princesa. Ya dibujó un hermoso castillo en la pared, se colocó el saco de papá a manera de capa, y la diadema de mamá es su corona. Ayer fue una arqueóloga que buscaba tesoros escondidos en su armario, y el día anterior un temible fantasma, cubriéndose con una sábana blanca y asustando a todos en la casa.

La semana pasada fue una astronauta con ayuda de la vieja escafandra del abuelo, que era tan pesada que terminó sustituyéndola por una caja de cartón, con una ventanita cuadrada que le cortara mamá. Era como un nuevo amanecer pues habían pasado por un momento muy delicado, y era el primer día que ella se despertaba sin nauseas o dolores. Papá le había comprado una hermosa muñeca, pero ella se la cambió por una linterna y se aventuró al espacio profundo del ropero de mamá.

Aún no ha pensado que habrá de ser el día siguiente. Bien sabe que el mañana es una promesa que puede o no llegar a cumplirse. Aunque ésta ha sido una buena semana, o al menos no han vuelto los dolores, nauseas, fiebre y mareos que le producen la quimioterapia y el medicamento. A veces se pregunta si no habrá otro modo de combatir esa cosa que lleva consigo, para poder extirparla de una buena vez. A veces sólo abre los ojos por la mañana y disfruta de la luz de un nuevo amanecer.

A papá y mamá los pone muy contentos verla jugar de esa manera. Los juegos de su pequeña hacen que al menos un instante se les olvide la enfermedad, y puedan hacer a un lado la zozobra y miedo que asalta su corazón. La incertidumbre se pospone por unas horas y disfrutan a su pequeña, viendo cómo se divierte y aferra a la vida llena de magia, ilusión y fantasía. Están orgullosos del valor y madurez con la que su hija ha tomado las cosas, pues ella es conciente de su condición, pero eso no es un impedimento para ser feliz, al menos por este día.

            Hoy el sol brilla sobre su piel y mamá se le ha unido al juego. Por momentos es la reina, pero también le toca ser su dama de compañía y sierva, dependiendo de si la princesa quiere que le cuenten un cuento de hadas o tiene sed, y quiere que su dama de honor le traiga un poco de agua o le prepare un bocadillo. Papá las ve desde lejos para no interrumpir la ilusión. Aunque a veces se integra a la aventura, como ayer que la ayudó a escalar la pirámide más alta del Mundo Antiguo (donde guardan los álbumes de fotos y otros recuerdos familiares). Pero hoy prefiere verlas jugar y vivir el momento.

            Hoy ha decidido ser una princesa, pero también la realeza se cansa. Ya casi es hora de comer y de tomar sus pastillas. Hoy papá ha sido el cocinero real y la reina está preocupada por el estado en que le habrá dejado la estufa, pero no dice nada. Más tarde, cuando la princesa tome su siesta, habrá de despedir al cocinero y recontratarlo como mozo, para que le ayude a limpiar el posible desastre que haya dejado en la cocina.

            Hoy ha sido un buen día, como ayer y el día anterior. Ya mañana será otro asunto y otra promesa por cumplir. Por el momento, mamá y papá se reconfortan viendo a su princesa dormir, mientras el sol de la tarde tiñe de rojo el hermoso castillo que Paloma pintara en la pared. Ninguno de los dos quiere borrarlo o cambiar de tapiz, pero saben que su pequeña habrá de tener la última palabra, y en sus manos estará la decisión de dejar intacta su obra de arte, o pedir que se le ponga un lienzo nuevo, para que pueda trazar el escenario de la que habrá de ser su próxima aventura, si es que hay un nuevo amanecer para ella.

Por el momento sus padres están contentos por la mañana y la tarde que vivieron, pero se preguntan qué estará soñando su pequeña. Quizás en su mundo onírico también sueñe que es una princesa, o una hermosa hada de algunos de los cuentos que mamá le contara hoy. Tal vez nada de eso y sólo sueña con estar bien, al menos un día más. O quizás se formule una y otra vez la misma pregunta: “¿Qué querré ser mañana?”   

El ropero

-I-

La tía Paulina ha muerto, y ahora me toca a mí velar por su memoria y hacerme cargo de sus pertenencias. No es una tarea sencilla, nunca es fácil tener que disponer de las posesiones de alguien más, sobre todo si esta persona ha sido tan importante como ella lo fue para mí.

            Hacía tiempo que no la venía a ver. Con las presiones del consultorio, a veces me resultaba imposible salir de la ciudad. Aunque siempre procuré estar al tanto de ella. Pero de niña la veía muy seguido, o al menos en vacaciones. Porque papá y mamá siempre nos traían a mis hermanas y a mí a esta casa en verano.

Recuerdo que de pequeña todo esto me parecía un castillo. Teniendo como referencia a los pequeños departamentos de la ciudad, venir a una casa tan grande, rodeada de árboles y a unos cuantos metros de una hermosa laguna, no era de extrañarse que a mis hermanas y a mí nos encantara estar acá.

            Ahora la casa se ve mucho más lúgubre, y la humedad ha terminado por deteriorar los pisos y techos de madera. La construcción es firme, pero tendré que invertir bastante tiempo y dinero para dejarla como antes. Es lo menos que puedo hacer por la tía Paulina. Aunque aún no sé si tendré que vender la propiedad o podré quedarme con ella. Mis hermanas me han aconsejado que me deshaga de la casa, pero no me gustaría hacer eso. Han sido tantos los momentos felices que viví aquí, que sentiría como si estuviera vendiendo un trozo de mi infancia.

            Además, la casa y el terreno han estado en la familia por generaciones. No sé si desde mis tatarabuelos o antes, pero esta propiedad siempre ha sido como parte de la familia. Sé que la abuela se la dejó a mi tía, con la condición de que nunca le negara hospedaje a sus hermanos y hermanas, o al menos eso es lo que ella contaba. La tía era como la encargada de la casa familiar. Por eso era común que en vacaciones nos encontráramos aquí con toda mi familia materna.

            A mis primas, primos y hermanas les encantaba venir aquí por el lago y la hermosa casa, pero a mí me gustaba convivir con mi tía, quizás por eso es que ella pensó en mí para dejarme a cargo de sus pertenencias. Teníamos una relación muy estrecha, la veía más como una buena amiga que como un familiar. Recuerdo que a ella le gustaba contarnos historias; algunas moralistas, otras chistosas, aunque tampoco faltaban aquellas que nos espantaban el sueño, o hacían ver fantasmas en los sombríos rincones, que por demás abundan en esta casa.

            No había un lugar que no tuviera su propio relato o historia. Nos hablaba de los duendes que vivían entre los frondosos árboles, a los que semanalmente les preparaba un postre para que no se metieran a la casa a esconderle sus cosas. También nos contaba de las hadas que por las noches revoloteaban por la laguna, alumbrando la superficie cristalina con sus brillantes colores. O de las brujas que por las noches surcaban los cielos como grandes bolas de fuego.

En alguna ocasión nos platicó de la gente que vivía atrás de los espejos; bromistas que se hacen pasar por uno e imitan nuestra apariencia, gestos y movimientos con tal precisión, que llegamos a pensar que somos nosotros mismos. En su momento esa historia me pareció divertida, incluso un día me coloqué delante de un enorme espejo donde podía verme de cuerpo entero, para poner a prueba las habilidades de estos imitadores, o la veracidad de aquel peculiar relato. Por horas me la pasé haciendo muecas, agitando y estirando los brazos, o fingiendo un movimiento que terminaba inesperadamente, para tratar de engañarlos. Ese día quedé tan agotada que no tuve ganas ni de salir a caminar a la orilla del lago.

Casi como un sueño, recuerdo que exhalé un poco de aire y me quedé fija mirando mi reflejo. De repente, no sé si lo imaginé pero me pareció ver que la imagen en el espejo me había guiñado un ojo. Aún puedo verme saliendo de la casa despavorida, en pos de los brazos de papá y mamá. No volví a asomarme por ningún espejo de la casa en lo que duró ese verano. Anduve como una semana con los pelos alborotados, cual diente de león, y fui la burla de mis hermanas y primos, pero prefería eso a arriesgarme de nuevo.

            Mis padres se molestaron con la tía, sobre todo mamá. Le pidieron que nos dejara de contar ese tipo de historias. Yo estaba muy apenada, pero mis hermanas no. Ellas se veían aliviadas de no tener que volver a escuchar los cuentos de la tía Paulina. Esa vez incluso hubo un pequeño pleito entre mis padres. Papá decía que era la última vez que nos quedábamos con la tía, aseguraba que estaba loca y su demencia terminaría por trastornarnos a nosotras también. Por su parte mamá no le hizo mucho caso, porque decía que según papá toda su familia estaba loca, cosa que ella también creía, pero de la de él.

La tía nos dejó de contar historias, pero no renunció a platicar conmigo. A veces nos sentábamos en una banquita a la orilla del lago, y mientras mis hermanas y primos chapoteaban, nosotras hablábamos de todo un poco. Ella decía que su estación favorita del año era el otoño, porque no hacía tanto frío como en invierno, ni tanto calor como en verano, y los atardeceres eran mucho más hermosos que en primavera. Yo no estaba de acuerdo, pues prefería mil veces el verano, pues era entonces cuando acostumbrábamos ir a su casa de vacaciones.

Sobre todo lo demás, me gustaba cuando se ponía a hablar de cosas intangibles pero importantes para mí. Por ejemplo, la ocasión en que se puso a divagar sobre la sustancia de las que están hechos los sueños. Ella decía que estaban formados de estrellas porque son como una guía muy lejana, pero tan brillantes que sobrepasan la oscuridad que las rodea. Yo pensaba que de nubes, pues sólo están ahí flotando a merced del viento, esperando que una les encuentre forma y sentido.

Con ella compartí mis primeros bocetos de vida, proyectos a corto y largo plazo. Desde qué ropa me iría a poner al día siguiente, hasta si me convenía o no estudiar tal o cual cosa, o andar con tal o cual muchacho. De hecho, después de informarles a mis padres, ella fue la primera persona a quién telefoneé para avisarle que me habían aceptado en la Facultad de Medicina de la Universidad.

-II-

Al ver todos estos retratos de gente que probablemente ni la tía llegó a conocer, pero conservó en la casa, es inevitable pensar en la soledad que tuvo que haber vivido. Nunca se casó, ni se le conoció algún amorío. Era muy abierta en cuanto a sus relatos, pero reservada en varios aspectos de su vida.

Mamá decía que su hermana siempre había sido muy alegre, juguetona y emprendedora. Pero recién que se hizo cargo de la casa y se fue a vivir sola, todo cambió. Se volvió callada y misteriosa. No hablaba, ni se escribía con nadie. Se tornó fría y ajena. De repente, cuando levantó la barrera que la separaba del mundo, ella empezó a hablar de cosas que no contaba antes; gnomos, fantasmas y brujas. Mamá decía que tal vez la fantasía había sembrado su semilla en la soledad de su hermana, dando como frutos duendes, hadas y demonios.

-III-

La habitación de la tía permanece cerrada. No he tenido el valor de abrirla sin sentir que estoy profanando su espacio o violando sus secretos. Una vez de pequeña me atreví a husmear sin que ella estuviera presente. Yo no pretendía nada, sólo echar un vistazo. Tenía unos siete años y mis ojos estaban hambrientos de cualquier cosa que pudieran captar. Para mi sorpresa, a diferencia del resto de la casa que siempre ha estado a reventar de adornos, retratos, macetas y floreros, en su cuarto sólo había una cama y un ropero. Las paredes estaban desnudas y las cortinas cerradas, impidiendo el paso del sol, volviendo mucho más lúgubre la habitación. Ahí lo único que atrapaba mi atención y alimentaba mi curiosidad era el viejo ropero de madera.

Recuerdo que estaba a punto de abrirlo cuando ella me sorprendió. No me regañó, ni nada parecido. Simplemente colocó su mano sobre la mía y dijo que en ese lugar guardaba algo muy desagradable. Entonces mis ojos curiosos expresaron lo que los labios cerrados no se atrevieron a preguntar. Y ella, tan cálida y sincera me dijo:

–Ahí guardo el corazón de un demonio.

Una vez más yo salí corriendo de ahí, pero no dije nada a mis papás, por miedo a que me dieran una reprimenda por entrometida, y se molestaran con mi tía por asustarme así.

            A partir de ese día su habitación se volvió un sitio vedado, el único en toda la casa. No me importaba que la puerta estuviera abierta o mi tía lejos de ahí, jamás intenté poner a prueba su dicho. No fuera a ser como con los espejos.

Ya en casa, veladamente le pregunté a mamá si era posible matar a un demonio y sacarle el corazón como en los cuentos. Ella se extrañó por la duda, pero regalándome una sonrisa y alborotándome el pelo, respondió que no, porque los demonios no existen, salvo en los relatos de miedo y cuentos de mi tía.

–No es de los seres fantásticos, de los que te habla mi hermana, de los que debes tener cuidado, sino de otras cosas, como la gente mala que sólo quiere molestarte o hacerte daño. Bueno fuera que todo aquello que pudiera lastimarte tuviera cuernos, garras y dientes, al menos los verías venir. Lo malo es que en ocasiones los verdaderos peligros no parecen tan amenazantes. Por eso hay que mantener los ojos abiertos, no aceptar nada de desconocidos, ni abrirles la puerta o marcharte con ellos. ¿Te quedó claro? –dijo y besó mi frente.

Yo aún era muy niña, pero lo dicho por mamá y la tía Paulina me había impactado tanto que nunca lo olvidé.

-IV-

Del miedo pasé a la incertidumbre y de ahí a la curiosidad nuevamente. Cada vez que volvíamos a este lugar, las ganas de que mi tía me platicara algo más de ese demonio crecían, pero nunca me atreví a sacar el tema. Además, ella le había prometido a mis padres no volver a contarnos ese tipo de cosas.

            Sin embargo, cuando cumplí trece me armé de valor y le pedí que me hablara del corazón que guardaba en el ropero. Ella se me quedó viendo extrañada, luego respondió que no.

–A tus papás no les gusta que les cuente este tipo de cosas, y no lo haré –dijo tajantemente.

Yo insistí, pero el resultado fue el mismo.

Una vez vencida, me senté a su lado algo decepcionada y me crucé de brazos. Mi tía me miró con esa ternura que sólo mamá y ella poseían, y prometió contarme todo, pero cuando cumpliera quince.

–Sólo entonces me sentiré libre de contarte hasta los detalles más desagradables de esa historia –dijo y se paró del sillón a tomar el fresco.

            Yo sentí haber obtenido una victoria, pero esperaba que no fuera pírrica y más adelante tuviera que arrepentirme de lo ocurrido ese día.

-V-

Cuando cumplí los quince y mis papás preguntaron qué quería de regalo, se sorprendieron cuando les respondí que me llevaran con la tía Paulina, y le permitieran volver a contarme sus historias.

–Sólo a mí, si mis hermanas no quieren, o ustedes consideran que no es prudente, no hay problema, pero ya no me cierren esa puerta –dije con firmeza.

Ellos lo discutieron unos cuantos minutos y aceptaron. Papá lo hizo a regañadientes, no le había gustado el tono de mi voz, pero mamá estaba orgullosa de mí.

–Mi niñita se está volviendo una mujer –agregó mamá y me abrazó con fuerza y los ojos humedecidos, pero no lloró, el que sí lo hizo fue papá, que para evitar ser visto salió de la habitación.

-VI-

Dos días después llegué a la cita pactada con dos años de antelación. A mí tía le extrañó ver el auto de la familia llegar a la casa, pero cuando me vio bajar emocionada, cruzó los brazos, dijo que no con la cabeza, pero me regaló una sonrisa.

–Lo prometido es deuda y ya es hora de que cosechemos juntas esa semilla de curiosidad que sembré hace tanto tiempo en tu joven jardín –dijo y me abrazó complacientemente.

–Ustedes pueden marcharse si quieren, yo se las cuido. Regresen por ella más tarde, que tampoco es tanto lo que tengo que contarle –les dijo a mis padres, quienes decidieron dejarme sola con ella y regresar al atardecer.

            Yo estaba ansiosa, y las manos me sudaban como cuando tenía que presentar algún examen o hablar en público. La tía preparó un poco de té helado y nos sentamos a platicar en la salita de la casa. Primero desvió el tema y me preguntó sobre la escuela, amistades, pretendientes y gustos musicales.

–Mis papás habrán de venir por mí en unas cinco horas, si te platico todo eso no tendrás tiempo de contarme sobre el demonio que vive en el ropero –dije y me sonrió al saberse descubierta.

–Muy bien, sólo tengo que aclararte algo, ningún demonio vive en esta casa… Al maldito lo maté hace mucho tiempo. Lo que guardo en el cuarto sólo es su corazón, ahogándose en alcohol y dentro de un frasco de conservas –dijo y la que dejó de sonreír fui yo.

–No sé cuál fue la impresión que te dí el día que te sorprendí en mi cuarto, pero la historia del corazón del demonio no es de aventuras, ni siquiera tiene un final feliz, sino sangriento. En el momento que tú me digas te contaré todo. De igual modo, interrumpiré el relato cuando así lo desees. ¿Estamos de acuerdo? –señaló y yo accedí con la cabeza y un tímido sí que no se animaba a salir de mis labios.

–Hace muchos años, cuando terminé la escuela y apenas me estaba haciendo cargo de esta casa, conocí a un ángel en el pueblo, o al menos eso me hizo pensar. Como una tonta me dejé seducir por sus encantos, y poco a poco me fui enamorando de él. Se presentaba como todo un caballero, un ser divino y hermoso como el sol. Era tal su brillo y candor que me tenía segada, y no pude percatarme de que en realidad ese ángel era un demonio –dijo con firmeza y sin dejar de mirarme a los ojos.

–En una semana yo ya estaba rendida a sus pies. Era presa de sus encantos y me sentía afortunada, bendecida. Hasta el día que me reveló su verdadera naturaleza. Recuerdo que lo invité a la casa a tomar un poco de té caliente. Era invierno y la tarde era tan fría como el amanecer, pero a su lado todo era mucho más cálido. Entre una taza y otra platicamos de todo, mas no recuerdo mucho del contenido de sus palabras o de las mías. Yo estaba en trance, hechizada por sus diabólicas artes. Entonces me besó en los labios. Cerré los ojos y me sentí flotar entre las nubes. Pero cuando volví a abrirlos ya no era un ángel quien me besaba, sino un demonio el que me tenía sujeta de los brazos y aprisionada contra el piso. Forcejeé, pataleé y grité mil veces que se detuviera. Pedí auxilio y dije que no. Pero el demonio me tenía sometida –dijo, luego sus manos empezaron a temblar y se le humedecieron los ojos.

–No sé cómo, pero logré liberar un brazo y lo golpeé con el puño cerrado en el estómago. Pero mi fuerza no fue suficiente para dañar su resistente piel. El golpe sólo consiguió hacerlo enojar, por lo que me regresó el presente más de una vez y en la cara. Me rompió la nariz y tiro unos cuantos dientes. Después sólo recuerdo el olor y sabor a sangre en mi garganta y perdí el sentido –dijo mi tía, bajando la mirada, acariciando suavemente su tasa de té.

–Cuando desperté estaba desnuda, ensangrentada y adolorida a muerte sobre la cama. La bestia estaba a mi lado durmiendo plácidamente. Las sábanas blancas y el colchón guardaban las huellas del ultraje. Apenas podía ponerme de pie, pero lo más doloroso era caminar. Un hombro me colgaba, pero la dislocación era el menor de mis problemas. Tenía miedo, quería salir corriendo pero no sabía con quién acudir. A pesar de mi estado, pensé que ninguna autoridad creería mi historia, ni yo misma lo podía hacer. Me sentía sola y a merced de un demonio que tal vez ya había hecho lo mismo con otras, bajo su disfraz de ángel. Había sido una ingenua hasta llegar a la estupidez. Eso me llenó de rabia y me dio fuerzas para exigir algún tipo de retribución, por el daño recibido –dijo cerrando los puños y encendiendo la mirada.

–Con cuidado de no hacer ruido, para no despertar a la bestia, fui a la cocina por el cuchillo más grande, pesado y filoso que pude encontrar, y regresé al cuarto. Ya había decidido que habría de cobrarme la afrenta con su vida –dijo serena y pausadamente, ante mi mirada atónita.

–Pero tía, ¿cómo mataste a un demonio con un simple cuchillo de cocina? –pregunté ingenuamente.

–Como se mata cualquier otra cosa, primero le cortas lo que más te haya hecho daño y luego, cuando esté retorciéndose de dolor, le atraviesas el corazón –respondió fría y dueña de sí.

–Su muerte fue más lenta de lo que había pensado. Pero yo no llevaba prisa. ¿Sabes lo difícil que es abrir un pecho con una sola mano? El caso es que cuando por fin tuve acceso a su corazón, éste seguía tibio y latiendo. Ya tenía mi paga, había un demonio menos sobre la tierra, uno extra en el infierno, y los muebles, cuadros y demás adornos de la habitación estaban rociados con su malévola sangre. Por eso me deshice de todo y no volví a decorar jamás ese cuarto. De hecho sólo duermo ahí cuando todos los demás están ocupados –dijo con tristeza en la mirada.

–Entonces guardé el corazón en una prisión de vidrio y alcohol, esparcí cal sobre el cadáver de la bestia, me vestí y caminé al pueblo a buscar ayuda. Por suerte un patrullero me encontró antes y me llevó al hospital. A nadie le hablé sobre el demonio que me había vejado. Mentí y aseguré que me había caído de las escaleras –dijo entre lágrimas.

–Con la nariz y hombro en su lugar, regresé a la casa para deshacerme de todo. No te daré muchos detalles de qué hice con el cuerpo, sólo te diré que desde entonces mis rosas han crecido más grandes y bellas que nunca. Luego cambié de cama, pinté los muros y lo único que conservo de la habitación original es el ropero, de donde decidí sacar toda la ropa, para guardar ahí mi diabólico trofeo, el resto lo tiré a la basura –concluyó, dejando escapar su mirada por la ventana abierta.

En su momento no sabía qué pensar. Ya no era una niña para seguir creyendo todo lo que se me decía, sobre todo si se trataba de ángeles y demonios, pero no cuestioné nada, ni pedí más explicaciones. Estaba claro que era un tema muy sensible para ella y yo no quería causarle más incomodidades.

-VII-

Nunca pensé que la tía estuviera loca como decía papá, pero sólo con el paso del tiempo fui descifrando las metáforas escondidas en las extrañas historias que nos contaba, hermanándolas con los eternos consejos de mamá. Quizás disfrazar los peligros tras las fachadas de demonios, duendes y brujas, le ayudaron a soportar lo ocurrido a ella. De hecho no sé si realmente mató y extrajo el corazón de su violador, o sólo lo hizo en su cabeza. Pero esa idea la ayudó a seguir adelante, aunque sólo parcialmente, porque nunca más le abrió la puerta de su vida a ninguna otra persona.

Por supuesto que no me la imagino abriéndole el pecho a nadie, para sustraerle el corazón y guardarlo como trofeo, o pago, pero quién sabe. En la Facultad de Medicina tuve que abrir más de un cadáver y no es nada fácil, aún con los instrumentos adecuados. Sólo puedo imaginarme lo difícil que tuvo que haber sido con un simple cuchillo de cocina y el hombro dislocado, si es que realmente pasó.

Después de tanto tiempo y parada en el portal de su habitación, todas sus historias se disipan como las sombras de la noche frente a la luz del día. Al entrar siento cómo esa inocencia infantil que aún quedaba guardada, se muere un poco o se aleja, como la magia, el miedo y las fantasías que se fueron gestando tras estas paredes y espejos.

Un paso más y el olor a humedad me habla del paso del tiempo, la soledad y el encierro.

La habitación está tan vacía como siempre, quizás un poco más, pues ya ni los fantasmas la habitan. Corro las cortinas y el sol se divierte husmeando en lugares donde ni la propia tía Paulina había asomado la mirada. Por un segundo y delante de aquel intimidante ropero, me siento como una niña llena de curiosidad y miedo. Pero sólo por un instante, porque de golpe vuelvo a ser una mujer a la que no le gusta vivir con la duda. Por lo que me detengo y busco entre un puñado de llaves, aquella que me permita develar sus misterios.

Me pregunto si aún servirá la cerradura, mientras contemplo la vieja llave encontrada y la inserto en la ranura del mueble. Pero me detengo, pues no sé si realmente debería estar haciendo eso.

Lo contenido en este ropero no es asunto mío. Tal vez sería mejor que cerrara la habitación y me ocupara del resto de la casa que ya es bastante. Quizás debería dejar todo tal y como está, regresar a la ciudad y olvidarme de este sitio. Pero no, no puedo hacer eso, la tía Paulina confió en mí, dejándome a cargo de todo, incluyendo lo contenido en su recámara. No puedo darle la espalda a esta responsabilidad, sería como ignorar o huir de una deuda que algún día habrá de dar conmigo.

Tomando un respiro profundo, giro la llave y abro de par en par a aquel fiel guardián de madera…

Su contenido me deja muda y me obliga a retroceder, devolviéndole a la casa todos los fantasmas, duendes, brujas y demonios que yo creí muertos, enterrados y en el olvido. Lo que me había dicho mi tía no había sido una metáfora o una fantasía, pues frente a mí yace un corazón gigantesco, cinco o seis veces más grande que el de un ser humano común, y con más aurículas y ventrículos de los que posee cualquier otro ser vivo que conozca.

El músculo está encerrado en un envase de vidrio, ahogado hasta el tope, pero sigue latiendo sin descanso, aunque muy lentamente, como si aún no terminara de perecer, o sólo estuviera en reposo. El sol se oculta tras una nube y una repentina oscuridad se apodera de todo.

Estamos a más de treinta grados Celsius, pero tengo frío. Aquel corazón palpitante me llama. Me grita y pide que lo saque de su prisión de cristal y alcohol...

Yo no sé qué hacer…

Cierro los ojos y tapo mis oídos pero sigue gritando mi nombre. Siento como si se estuviera apoderando de mí. Es una presencia muy fuerte e intimidante. Mi cabeza se llena de imágenes violentas, muerte y sangre…

Es demasiado…

No puedo más…

Estoy a punto de tomar el frasco y estrellarlo contra el suelo…

Entonces una ventisca cierra de golpe el ropero y vuelve el silencio a mi cabeza. La razón y la cordura quizás no regresen nunca.

Aún siento que me falta el aire, pero tengo suficiente como para ponerle llave al ropero y salir corriendo a respirar un poco. Las piernas y brazos me tiemblan, la cabeza me da vueltas y siento el ambiente pesado, pero cualquier cosa es preferible a lo que viví hace un instante. ¿Qué diablos fue eso? Esta vez no creo habérmelo imaginado.
Las nubes se alejan y los rayos del sol alumbran, ahuyentando el frío de mi cuerpo. Quizás por eso a la tía le gustaba tanto estar afuera. La luz y el calor me relajan, pero sé que he de volver adentro. No voy a huir esta vez. Ya no saldré corriendo. Quizás nunca más vuelva a abrir la habitación de la tía, o mande a tapiar su puerta y ventana, pero no renunciaré a su legado. Sus fantasmas, demonios, duendes y brujas son míos ahora. Su locura… esa quizás siempre lo ha sido. Papá diría que eso es cosa de familia.    

viernes, 18 de noviembre de 2011

El fuego del dragón

La sirena

-I-

Por más años de los que he de estar dispuesto a admitir en público, he vivido entre gigantes, elfos, magos, dragones y enanos. Siendo estos últimos con los que más he convivido, por el simple hecho de que soy uno de ellos. Pero desde hace varias cosechas mi vida ha cambiado radicalmente. Nunca fui un enano aventurero, pero la primera vez que me embarqué (literalmente) en una, ésta me cambió la vida de un modo irreversible.

            Todo empezó hace algún tiempo cuando fui a la “Laguna de los susurros” a pescar algo sabroso que desayunar. Como cada día, tomé mi caña, la hielera, un botecito con carnada, mi inseparable anzuelo de la buena suerte y salí antes de que despuntara el sol. No había ni una sola nube en el cielo y la luna brillaba con todo su esplendor en lo más alto. El viento apenas despeinaba las copas más elevadas de los árboles y el crujir de las hojas secas me hizo compañía hasta llegar a mi destino, mientras los gigantes del bosque aún dormían y roncaba plácidamente a todo pulmón. 

            La laguna parecía un espejo de agua. Sólo las ranas se atrevían a romper su tranquilidad, brincando de un lado a otro sobre las hojas de los lirios. Era casi un delito romper con esa danza saltarina, pero si quería pescar algo bueno tenía que empezar temprano. Me acomodé sobre una roca en la orilla, engarcé un gusano al anzuelo, extendí la caña y me senté a esperar que algún pez cayera en la trampa.

            Pasaron las horas y las ranas parecían haber tenido más suerte con los mosquitos que yo con los peces, porque mi hielera seguía sin un solo pescado y con más agua helada que hielo. De repente algo sacudió el agua y me dio un susto que casi me tira de espaldas. Recuerdo haber escuchado una risa y volteé a ver de quién se trataba. Era una sirena. Yo nunca había visto una, aunque sí que había escuchado hablar de ellas. Estaba en la orilla atacada de la risa, conciente del susto que me había propinado.

–Así no vas a atrapar ningún pez. Se supone que debes permanecer callado y sin sobresaltos –dijo burlonamente.

Yo la ignoré y recogí la caña.

–No te enojes conmigo, no fue mi intención asustarte y tampoco quise reírme de ti, pero es que te veías tan gracioso que no pude resistirme. ¿Me perdonas? –insistió, pero seguí sin hacerle caso.

Quizás no había visto antes a una sirena, pero sabía que no había que confiar demasiado en ellas, por muy hermosas que pudieran parecer.

–No seas así, perdóname. Mira, como muestra de mi arrepentimiento te voy a dar un consejo para que puedas atrapar muchos peces –dijo y yo dudé por un momento, pero seguí recogiendo mis cosas como si no la hubiera escuchado.

–En la orilla de la laguna hay muy pocos peces o son pequeños y astutos. Pero en el centro los hay por montones y son extremadamente confiados. Bastará con que extiendas tu caña para que saques uno grande y jugoso –dijo.

Ya el sol estaba en lo más alto y yo tenía hambre, por lo que “grande y jugoso” eran atributos que no podía desconocer.

–Está bien, pero ¿cómo le puedo hacer para llegar hasta el centro de la laguna, si no cuento con ninguna embarcación y tampoco sé nadar? –pregunté.

Ella se sonrió y me dijo que le tuviera confianza y montara sobre su espalda.

–Sé que las sirenas no tenemos muy buena fama, pero no todas somos iguales. Dame solo una oportunidad de resarcir la mala impresión que pude haberte causado. Lo digo por el susto que te di, en verdad no quise hacerlo… al menos no tanto. Confía en mí y verás que no te arrepentirás de haberlo hecho –concluyó, y pese a que una vocecita en mi cabeza me decía que me fuera de ahí, acepté su oferta y me monté en su espalda. No cabe duda que una panza hambrienta no es la mejor de las consejeras.

Todo mi cuerpo temblaba de nervios. No podía dejar de pensar qué iba a hacer si la sirena me estaba engañando y sólo buscaba dejarme solo en medio de la laguna.

Para mi sorpresa ella cumplió su palabra y me llevó sano y salvo al lugar acordado. De igual modo, en ningún momento intentó deshacerse de mí, e incluso me ayudó a atrapar un robusto pez de piel lisa y aleta dorsal azul.

–¡Esto es lo más grande que he pescado en mi vida! –le conté emocionado.

Ella me sonrió y se dispuso a regresarme a la orilla.

En el trayecto me dijo llamarse Corazón, aunque prefería que le llamaran “Cora”.

–Así es como me decían de pequeña mis padres y amigos. No es que tenga o tuviera muchos. De hecho en esta región sólo tengo a uno. Aunque primero debí preguntar si querías serlo –dijo y un poco apenada se quedó callada, hasta que le dije que a los verdaderos amigos no se les busca, pues ellos aparecen solos, sobre todo cuando más se les necesita.

Ella sonrió complacida y siguió navegando conmigo a cuestas.

Ya en tierra firme me olvidé de la hielera y junté algunas ramas secas para encender una hoguera, secarme un poco y cocinar al pescado ahí mismo. Tenía mucha hambre.

Después de asarlo muy bien por todos lados, y aderezarlo con unas cuantas hojas de olor, compartí la pesca con mi nueva amiga. Ella dijo que nunca antes había comido uno de esa manera, pero se mostró complacida con su sabor.

Nos despedimos cordialmente y quedamos de vernos al día siguiente. Ya no para pescar, sino para conocernos mejor. Además prometí llevarle un pan de fresas que, modestia aparte, me sale exquisito.

-II-

Por varias lunas consecutivas acudí puntual a mi cita con Cora, hasta el día en que ella dejó de asistir. Primero no me preocupé, pensé que quizás se había entretenido en alguna otra cosa. Pero después de tres noches me consternó un poco su ausencia. Sobre todo porque empecé a tener unos sueños muy extraños, donde la veía varada con la aleta lastimada en una caverna oscura y fría. Sabía que no podía tratarse de una simple pesadilla. Tenía que ser un mensaje que me estaba enviando ella para que fuera a ayudarla. Pero no sabía por dónde empezar a buscarla.

            Lo primero que hice fue construir una pequeña embarcación. Sabía que Cora no salía del agua y que si estaba varada en alguna caverna, debió de haber llegado a través de la misma laguna. Por lo que tenía que buscarla ahí, así tuviera que surcarla por completo y en más de una ocasión. Era una superficie muy amplia, pero por una amiga valía la pena cualquier esfuerzo que se pudiera hacer por encontrarla.

            Desde que embarqué me dispuse a no volver a tierra hasta dar con Cora. Por lo que me despedí de la aldea y me abastecí con todo lo que mi pequeña embarcación pudo cargar.

-III-

De un extremo al otro recorrí cada rincón de la laguna, hasta llegar a aquellas salientes que no aparecían en mis mapas de navegación. En ese momento aprendí que en este mundo existen más cosas de las que se puede tener algún tipo de registro.

            Pasaron varias noches, pero encontré a Cora en una remota cueva que alimenta de agua a la laguna, a través de un río subterráneo. Ella estaba inconciente, apunto de perecer de hambre y frío. Pero logró reconocerme.

Como pude, la acerqué a la orilla, donde el agua apenas la golpeaba un poco, y empleando mi piedra de fuego logré que regresara el rubor a sus pálidas mejillas. Después le di de comer lo poco que me quedaba, y humedecí su cuerpo con una pequeña jícara que llevaba conmigo.

            Ya más recuperada, Cora me contó que la corriente la había atrapado y arrastrado hasta esa caverna. Estaba adolorida, confundida y con la aleta lastimada, por lo que no podía salir de ahí.

–Si no fuera por ti, seguramente habría muerto aquí mismo… y sola –dijo entre lágrimas y me dio un fuerte abrazo.

–Tenías razón, a los amigos no se les busca, pues ellos aparecen cuando más se les necesita...  –pronunció sollozando en mi hombro.

–¿Qué otra cosa podría hacer? Ni modo de resignarme a perder a mi mejor compañera de pesca –le dije y se rió conmigo.

            Su aleta aún estaba lastimada, por lo que no podía salir de ahí nadando. Entonces se me ocurrió inundar un poco mi embarcación, para que ella abordara y no se deshidratara demasiado, hasta llegar a un lugar más confortable.

Pero tan pronto abordamos los dos, la misma corriente que la había llevado hasta ese lugar, nos engulló y sin ningún control sobre el navío nos arrastró por todo el río subterráneo.

-IV-

Cuando recobré la conciencia estábamos encallados en una roca, entre dos corrientes y un enorme cañón. Cora estaba inconciente pero no lucía mal herida. Traté de hacerla volver en sí, cuando algo más llamó mi atención. No estábamos solos. Además de una vegetación que nunca antes vi por mi aldea, había algo más; unos lagartos gigantes. Tan grandes como un dragón, pero que a diferencia de ellos que sólo son unos cuantos, éstos se podían contar por millares.

            Por suerte, en ese momento despertó Cora y juntos fuimos testigos de ese sin igual espectáculo. Ninguno de los dos teníamos ni idea de qué eran esas criaturas o dónde estábamos, pero le rogábamos a las estrellas que estos lagartos fueran menos agresivos e inteligentes que sus parientes, y nos ignoraran por completo.

            Con cuidado desembarcamos y como en aquella primera ocasión, me subí a la espalda de Cora para que juntos nadáramos hasta la orilla más cercana. Nuestro objetivo no estaba muy lejos, pero con una aleta lastimada y mis brazos pequeños, llegar ahí fue una verdadera proeza.

            Estábamos asustados, ansiosos y maravillados al mismo tiempo. Nadie en la aldea me hubiera creído si les contara todo lo que había en ese sitio. Las plantas eran enormes, las flores hacían parecer a Cora como una enanita y a mí… bueno… a mí me hacían ver mucho más pequeño de lo que soy, y eso que entre los míos siempre fui considerado “el más alto de los enanos”.

            Aquello era descomunal, no me cabía en los ojos y Cora estaba tan maravillada como yo. Hasta que pasamos del asombro al pánico, cuando uno de esos lagartos nos descubrió y se acercó a nosotros. Cora se alejó nadando y yo de un chapuzón me fui con ella. Fue tanto el miedo que olvidé por completo que no sabía nadar, hasta que el agua que se me metió por la nariz me recordó mi falta de pericia. Entonces ella, al percatarse de mi situación me ayudó llevándome hasta la otra orilla.

Estábamos exhaustos, pero no teníamos tiempo para descansar. Por lo que tomamos una decisión; no nos íbamos a separar.

El problema era que yo no sabía nadar y Cora no estaba en condiciones para cargar conmigo. Por lo que decidimos que fuera yo quien cargara con ella, pero en tierra firme.

Arranqué una hoja gigantesca de la vegetación que nos rodeaba y Cora se puso encima. Yo no sabía nadar, pero sí correr y empujar. Por lo que a manera de una carreta sin ruedas, empujé el improvisado vehículo y nos alejamos de ahí lo más rápido que pude, casi sin mirar hacia delante, y procurando no prestar demasiada atención a las gigantescas pisadas que nos seguían por detrás. Hasta que no sé cómo, pero llegamos a un desfiladero y nos desbarrancamos.

La buena noticia era que la caída no nos había matado. La mala era que la razón de nuestra milagrosa supervivencia, se debía a que habíamos descendido sobre uno de los nidos de esos gigantescos lagartos. Pero lo peor era que la madre nos había visto y no parecía muy contenta de que estuviéramos ahí.

No sé cómo, pero cargué a Cora como si fuera un saco de papas y salí corriendo. Me dolían los brazos, las piernas y espalda, pero sabía que me dolerían aún más si no nos alejábamos rápidamente de ese lugar. Parecía como si todos los lagartos estuvieran detrás de nosotros, porque sus pisadas hacían temblar la tierra bajo nuestros pies, hasta que una densa niebla nos rodeo y poco a poco esas descomunales pisadas me parecieron menos inminentes.

Sin poder ver hacia dónde me dirigía, llegamos hasta un claro en un paso entre dos montañas. Ahí la niebla se disipaba y por fin nos sentimos a salvo. Pero algo nos había seguido hasta ahí; un enorme lagarto de quijada amplia, ojos pequeños y afilados dientes, estaba atrás de nosotros. Yo ya no tenía fuerzas para seguir corriendo y sólo atine a mirar a los ojos asustados de Cora y pedirle perdón por haberle fallado. Ella me miró apenada y se arrastró hasta donde yo estaba para estrecharme entre sus delicados brazos.

Había llegado nuestra hora, no teníamos ninguna esperanza contra esa criatura, y no se veía nada amistosa. Los dos contuvimos la respiración hasta que la bestia atravesó el paso y ocurrió algo que honestamente no esperábamos. La criatura puso un pie fuera de la niebla y tan pronto colocó el otro para lanzarse a atacar, se convirtió en polvo. Así, nada más.

Cora y yo sólo alcanzamos a exhalar el poco aire que nos quedaba y… Creo que me desmayé porque no supe nada más de mí.

-V-

Cuando recobré el sentido, Cora era la que me estaba cuidando ahora. Más o menos, porque no desaprovechó el tiempo y me usó como modelo de peluca, o algo así, porque terminé con todo tipo de trenzas, tanto en la barba como en el pelo.

–Lástima que no tengamos un espejo para que vieras lo “bonito” que te ves de esa manera –dijo y se echó a reír.

No se supone que los enanos nos debamos ver “bonitos”. Somos una raza de guerreros valientes y feroces, por lo que me le quedé viendo muy seriamente hasta que no pude más y también me solté a reír con ella.

            Me seguía doliendo el cuerpo, pero no podíamos permanecer ahí. Teníamos que comer y no sabía por cuánto tiempo más Cora podría permanecer fuera del agua. Por lo que hice acopio de fortaleza y volví a cargarla sobre mis hombros.

            No sé por cuánto tiempo caminé, pero al final encontramos una preciosa laguna donde la bajé. Ella estaba feliz y su aleta estaba mucho mejor. Me agradeció otra vez por haber ido en su búsqueda y se sumergió en pos de un suculento pescado que nos comimos asado, como aquella primera vez.

            Satisfechos y descansados, sólo restaba saber dónde estábamos. No lucía como ningún lugar que conociéramos o que hubiéramos escuchado antes, ni en los relatos de mis ancestros. Por lo que decidí explorar. Le pedí a Cora que averiguara lo que pudiera en la laguna, mientras yo hacía lo propio en tierra.

–Nos vemos aquí mañana. Cuídate mucho –dijo y se despidió de mí.

            El bosque era como el de la aldea, pero un poco menos silvestre. Había un camino de piedra roja que delimitaba el sendero a seguir. Entonces escuché que alguien pedía ayuda; una vocecita chillona que provenía del interior de un viejo árbol seco.

–¡Válgame, en esta región los árboles hablan! –pensé en voz alta, pero la vocecita del interior me sacó del error, cuando se identificó como Rotni “el duende inventor”.

–Entré en este árbol en búsqueda de unas cuantas alimañas para comer, pero creo que comí demasiadas, porque ahora no puedo salir por el mismo hueco –dijo y me pidió que hiciera algo para sacarlo de ese aprieto.

Entonces ubiqué la ranura por la que aquel duende había ingresado, e introduje mis manos para desgarrar la corteza del tronco y hacer más ancha la hendidura.

–Muy bien, eso es suficiente. Tampoco deseo que destroces el árbol completo –dijo y se dispuso a salir del atolladero.

–Gracias por venir a ayudarme. En estos días son muy pocos los que abandonan sus actividades para ayudar a un desconocido. Como ya te había dicho, mi nombre es Rotni y soy un duende muy ingenioso. Invento todo tipo de artilugios y reparo cualquier cosa, si es que no la descompongo antes. De hecho, justo en este momento estaba apunto de probar lo último que he creado, pero preferí comer un poco antes, y bueno… ya sabes el resto. –dijo al momento de sacar una especie de mochila plateada del interior de un costal mucho más pequeño.

–¿Cómo le hiciste para sacar esa cosa de esa pequeña bolsa? –pregunté.

Él respondió que no era un costal común y corriente, sino uno mágico.

–Aquí es donde guardo mis inventos. De esta manera evito que me los roben. Ya sabes, hay mucha gente sin principios en estos días –contestó y me regaló la pequeña maletita plateada que había sacado.

–Ten esto es para ti. No te atrevas a despreciarme, porque soy capaz de echarte una maldición y no me gustaría nada maldecir al enano que me ha brindado su ayuda. ¿Qué dices? ¿Lo aceptas?

–Ya que lo pones de ese modo… lo acepto pero… ¿qué se supone que es esto que estoy aceptando? –pregunté.

–Es una mochila voladora. Te la pones en la espalda, amarras perfectamente sus tirantes y ya está. Basta con que des un pequeño brinco para despegarte del suelo y volar como las aves. Si quieres ir a la derecha, sólo tienes que jalar el tirante que está de ese lado. Si quieres ir a la izquierda, haces lo propio con el otro. Si quieres elevarte aún más, sólo tienes que subir tu barbilla, al hacerlo tu nuca activa un dispositivo que hace que asciendas aún más. Si quieres descender, sólo tienes que tirar de los dos tirantes al mismo tiempo y hacia abajo. A poco no es un regalazo –dijo y me puso el aparato.

–Te queda perfecto. Sólo te falta un detallito –agregó al tiempo que se inclinó para sacar de su pequeño costal un casco y unas gafas.

–El casco es para proteger tu cabeza de alguna contusión, y los lentes para que puedas ver por donde vuelas, y no se te vaya a meter algo en los ojos –dijo y me los puso en un santiamén.

Yo no sabía qué me hacía ver más ridículo; el casco, los lentes, aquella mochilita plateada o las múltiples trenzas de mi barba. Pero aún así pegué un salto y me elevé como el humo.

Todo iba bien hasta ese momento, podía ver como los árboles se hacían más pequeños y las nubes más cercanas, hasta que bajé la mirada y vi que Rotni estaba loco de contento; brincando y gritando: “¡Funciona! ¡Funciona! ¡En verdad mi aparato puede volar!”.

Eso hizo que me preocupara muchísimo y perdí el control. Mi vuelo dejó de ser tranquilo y pausado, y empecé a desplazarme como un meteorito.

Sin control sobre el vuelo me estrellé contra una estructura de cristal que detuvo mi marcha, pero de la peor forma. El casco protegió a mi cabeza del golpe, pero Rotni olvidó inventar un casco para el trasero, que fue lo primero que impactó contra el implacable suelo.

 -VI-

Estaba adolorido y un poco mareado cuando se presentó ante mí la criatura más bella que hubiera visto en mi vida. No era una enana, aunque sólo era un poco más alta que yo. Era un tipo de criatura que nunca había visto antes.

–¿Te encuentras bien? –preguntó y yo no supe si me gustaba más el sonido de su voz o su enigmática belleza.

–Que golpe tan fuerte te diste. No te muevas, voy a llamar a un médico para que te revise. Espero que no te hayas roto nada, porque estuviste a punto de atravesar el muro –dijo al tiempo que me quitó las gafas, el casco y empezó a acariciarme la cabeza.

Yo me quité aquel endemoniado aparato y de un salto me incorporé.

–Esa insignificante caída no es nada para un enano –dije para tratar de impresionarla.

Ella me miró extrañada y después se tapó la boca para ocultar su risa. Yo no sabía si le había hecho gracia lo que había dicho, o si se estaba riendo de mí y las trencitas.

–Bueno, ya veo que no tienes ningún hueso roto, pero aún así no te aconsejo que hagas ese tipo de movimientos tan bruscos. Tómatelo con calma. ¿Cómo te caería un poco de leche y pan para bajarte el susto? –preguntó y me tomó del brazo, para conducirme hasta el interior de la estructura de cristal contra la que me había impactado.

–Son bastante fuertes los muros para ser sólo cristal –comenté al entrar.

Ella sólo asintió con la cabeza y me sonrió.

El lugar era enorme y estaba lleno de cosas; jarrones, figurillas de cerámica, pinturas, piedras de muchos tamaños y colores…, en fin. Nos sentamos en una salita y le pregunté si ahí vivía.

–No… y sí. Deja te explico. Esta no es mi casa, la mía es mucho más pequeña, pero es aquí donde paso la mayor parte del tiempo. Esto es un museo y yo soy la encargada. Por cierto, me llamo Anya ¿y tú? –preguntó con una dulce mirada.

–Mi nombre es Ocnar y soy un enano. Mi aldea está muy lejos de aquí, pasando la densa neblina, la región de los lagartos gigantes y un río subterráneo –dije y ella se me quedó viendo extrañada.

Luego se puso de pie y sacó un enorme mapa que tenía doblado entre unos libros.

–Perdón, ¿dónde dices que está exactamente tu aldea? –preguntó y extendió su mapa.

Yo me fijé bien y después de un rato le hice saber que no aparecía en su pergamino.

–Ni siquiera está el cañón de los lagartos gigantes, mucho menos aparece la cordillera helada de los colosos de hielo –dije, pero ella sólo se me quedó viendo como si le estuviera diciendo puras incoherencias.

–Este mapa abarca todo el planeta, por lo que si no aparece aquí, significa que el lugar del que vienes, y todo eso de lo que hablas no existen –dijo con un gesto muy serio.

Debo aceptar que su comentario me enfadó un poco.

–Yo no miento, los enanos no mentimos y yo no soy la excepción –dije muy indignado.

Le conté la historia de mi pueblo: desde las piedras de fuego, pasando por el ascenso al trono del rey O´Khan y la reina Kim, hasta el día en que conocí a mi amiga Cora.

–¿Una sirena? Intentas burlarte de mí o es que ese golpe te ha hecho perder la razón –me interrumpió exaltada.

–No porque no conozcas algo o no esté en tu museo, eso deja de existir. Yo nunca había visto a las sirenas y arriesgué mi vida por una. Tampoco sabía de los lagartos gigantes y creo que ellos desconocían de mí, pero eso no impidió que varios intentaran probar el sabor de mi carne –dije enfadado.

–¿Quieres una prueba de lo que digo? Pues bien… te la daré –dije y le mostré mi piedra de fuego.

Ella la vio y se quedó sorprendida.

–Es… es como un sistema solar… pero atrapado en una esfera –balbuceó fascinada.

–Cuéntame más…, por favor –agregó y yo encantado complací su curiosidad.

-VII-

No sé bien cómo le hizo, pero en unas cuantas horas Anya ya había asimilado todo el conocimiento que a mí me había tomado años acumular y comprender. Sus ojos estaban humedecidos y su sonrisa estaba tan amplia que apenas le cabía en su pequeña cabeza. Luego y sin decir nada me regaló un beso que siempre llevaré conmigo. En ese momento supe que quería permanecer con ella por el resto de mi vida y eso que los enanos vivimos mucho tiempo.

            Después de aquel mágico momento y apunto de amanecer, la tomé de la mano y salimos de ese lugar. Me volví a poner la mochila voladora y le pedí a Anya que se colocara el casco, los lentes y se aferrara con fuerza a mí, para que pudiera volar conmigo.

–¡Vamos! Te voy a presentar a Cora. Ya casi amanece y ella ha de estar esperándome en la orilla del lago –dije y de un salto despegamos los dos del suelo.

            Sobrevolamos palacios, torres y monumentos antiguos, así como cerros, arboledas, ríos y puentes de piedra. Yo aparentaba ser todo un experto y aquel percance anterior, no parecía más que un pretexto del destino para poder presentarme a Anya, mi compañera de vuelo.

Ese sería el principio de otro tipo de aventura. Ella podría no ser una enana o sirena, pero nadie es perfecto. Pero para mí, ver esos enormes ojos llenos de curiosidad y asombro era suficiente para no querer dejar de verlos nunca.

-VIII-

Lo que pasó después ya lo saben. Me quedé con ella y formamos una familia. Bien pude habérmela llevado de regreso a mi aldea. Ahora con la mochila voladora no creo que el cañón de los lagartos pudiera haber sido un problema, salvo que ellos también hubieran aprendido a volar. Pero preferí quedarme en su mundo, con vehículos ruidosos y altos edificios. Opté por permanecer a su lado y enseñarle a ver de frente su propia realidad, pero con otros ojos. Demostrarle que aún en su cotidianidad más simple y mundana existe lo fantástico y maravilloso. La vida está llena de magia, incógnitas y entidades fascinantes de múltiples formas, colores y costumbres.

Conforme fueron pasando los años construimos nuestro propio museo, con toda cantidad de objetos comunes para mí, pero enigmáticos para todos los demás. Tuvimos tres hijos; dos hermosas damitas y un varón. Ellos a su vez, tuvieron los suyos y eso es lo que son ustedes.

–¿Qué pasó con Cora? –pregunta Zil, la más pequeña de mis cinco nietas.

Pero antes de que pueda responderle, Iki (la mayor de ellas) les dice:

–No sé cómo le puedes creer esos cuentos tontos al abuelo. ¡Los gigantes, elfos, duendes o sirenas no existen, mas que en su cabeza!

 –¿Es verdad abuelo? –pregunta Nok, mi único nieto.

–No, no lo es. Los enanos no mentimos nunca y yo soy…

–Tú  no eres un enano –interrumpe otra vez Iki.

–Sí, eres el más bajito de mis abuelos, pero eso es por tu edad y ascendencia genética, pero no por tu supuesto origen “mitológico” –agrega y se cruza de brazos enfadada.

–Vengan conmigo, les quiero enseñar algo –les digo a todos.

Ellos acceden y me siguen hasta el jardín.

Podría convencerlos como lo hice con su abuela. Pero mi piedra de fuego la tiene ella desde que nos casamos, tal como lo indica la tradición enana, y Anya no se encuentra en casa. Por lo que tomo de la mano a la mayor y les pido a los demás que hagan lo propio, de tal manera que formamos una cadenita de manos entrelazadas.

–Vamos a entrar al bosque y no quiero que se pierdan. No sé que me harían sus madres y abuela si les llegara a pasar algo –les digo muy serio y los siete nos internamos entre los árboles.

            A la orilla de un hermoso ojo de agua, le aprieto sólo un poco la mano a Iki y grito:

–¡Cora! ¿Dónde estás bribona? ¿Qué no ves que tienes visitas?

La mano de mi nieta suda. Está nerviosa, pero no dice nada. Es muy orgullosa para demostrar algún tipo de debilidad. Sin duda alguna, la sangre guerrera de los enanos corre por sus venas aunque no lo quiera aceptar.

Pasa un minuto y luego dos.

–Ya ven, el abuelo dice puras mentiras –les dice a sus primas pequeñas y hermano.

Ellos agachan la mirada decepcionados, e Iki levanta su barbilla llena de orgullo y se dispone a emprender el camino de regreso a casa, cuando se detiene al escuchar un chapoteo en la orilla. Entonces regresa sobre sus pasos y muy tímidamente voltea la cara.

Seis pares de ojos no dan crédito de lo que ven. Las cuatro pequeñas y el niño se sonríen entre sí, mientras que la mayor no sabe qué decir y sólo balbucea algo que no logro entender del todo. Cora se ha hecho presente, tan hermosa y juguetona como siempre; como aquella madrugada en la laguna de los susurros.

Iki se le acerca muy despacito, como si no pudiera creer en lo que ven sus ojos.

–No temas, lo único que te puede pasar es que te quiera hacer unas cuantas trenzas –le digo e invito a acercarse un poco más.

            Cora permanece quieta, casi como si no notara nuestra presencia, hasta que Iki ya está muy cerca… entonces la pícara sirena le grita: “¡Bú!”.

Mi nieta corre a esconderse atrás de mí, mientras los demás se ríen y Cora les secunda descaradamente.

–No has cambiado nada, amiga mía. Sigues disfrutando asustar a los que son más pequeños que tú. Déjate de cosas que te quiero presentar a mis nietas y nieto –digo y ella se sonríe un poco apenada por su comportamiento.

-IX-

De regreso, las pequeñas risas me acompañan sin descanso. Están tan complacidos que no quieren esperar a llegar a casa para que les cuente otra historia, incluso Iki insiste más que las pequeñas y Nok.

–Paciencia, criaturitas juguetonas y pequeña escéptica. Aún tengo historias que contarles. Por cierto ¿Ya les hablé del rey de los enanos? ¿O de la cazadora elfa? ¿O sobre el espejo mágico? ¿O el desolla…? No… mejor me espero a que crezcan un poco más antes de contarles esa historia –les digo a punto de entrar a la casa y sus ojitos me ven llenos de emoción y curiosidad.