Recuerdo que la primera vez que me subí a un autobús
podía sentir el camino en las plantas de los pies, por no hablar de mi trasero
y espalda. Ahora ya no, más bien parecen volar sobre la carretera. Hoy en día,
si el viaje va a durar más de dos horas, nos proyectan una película, nos ponen
música, en fin, con el objeto de hacer más llevadero el camino. Antes la
pantalla era la ventanilla y su película era el incansable transcurrir del
tiempo, retratado en el follaje alborotado de los árboles ante la caricia del
viento.
En
un inicio el camino ya era parte de la jornada, pero ahora parece que es sólo
una contingencia y el verdadero “viaje” inicia hasta que alcanzamos nuestro
“destino”. La mayoría no hace más que pensar en lo que harán al llegar; los
compromisos pendientes, los lugares por conocer, las cosas por ordenar, en fin,
como si el trayecto hacia “ese lugar” se quedara entre paréntesis, casi como si
no hubiese ocurrido.
Al
menos que pase algo “inesperado”; un mareo, nauseas, una avería en la unidad,
un bloqueo, o un accidente, el cual no necesariamente tendría que ocurrirnos a
nosotros, sino a los “otros”, con los que compartimos el camino. Tal como está
ocurriendo en este momento, que el tránsito se vuelve más lento a causa de un
camión que se quedó sin frenos y terminó estrellándose contra el muro de
contención, con consecuencias mortales. En este momento todo se transforma, sin
importar qué era lo que estuviéramos haciendo, un impulso mucho más fuerte que
nosotros mismos nos invita a asomarnos por la ventana, desviar la mirada de la
película o del móvil, en pos de saciar cierta necesidad morbosa de meternos
donde no nos llaman y en lo que no nos importa.
Algunos
tal vez lo harán con un genuino interés altruista, un sentido humanitario de
hacer propia la desgracia del otro. Pero la mayoría sólo lo hace “por mirar”,
tal vez a manera de exorcismo, expulsando al demonio de la muerte, mientras una
vocecita en sus conciencias pareciera decir: “mejor a ellos que a mí, porque
ése de allá, bien podría haber sido yo”.
El
silencio se confunde con los murmullos que tal vez sólo pueden imaginar y
estremecerse con los gritos y crujidos del metal, que sólo lograron escuchar
los que sufrieron en carne propia aquel incidente.
Quizás por un segundo pensamos en
aquellos que no volverán a casa y detuvieron de golpe su reloj, en un instante
perdido entre “paréntesis”.
Entonces
el viaje sigue, como aquella película que casi ya nadie mira. El camino vuelve
a tomar relevancia; cada curva, cada recta, cada detalle de la carretera, cada
vehículo de atrás, de un lado o de adelante, y cada latido. Porque por ese
minúsculo instante, pareciera que la desgracia de los “otros”, fuera el gatillo
que nos hiciera valorar nuestra silente y menospreciada fortuna.
Tal
vez el destino quiso que estas personas aprendieran esta valiosa lección, de
una forma u otra. Lo cual me parece una ironía, ya que de haber sospechado que
esto podría ocurrir, no hubiera cargado mi maleta con tantos explosivos, ni los
hubiese conectado a un detonador automático que se accionará en menos de quince
minutos. Lo cual también es una lástima, porque en está ocasión sí estaban
proyectando una buena película.
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