domingo, 15 de noviembre de 2015

El camino

Recuerdo que la primera vez que me subí a un autobús podía sentir el camino en las plantas de los pies, por no hablar de mi trasero y espalda. Ahora ya no, más bien parecen volar sobre la carretera. Hoy en día, si el viaje va a durar más de dos horas, nos proyectan una película, nos ponen música, en fin, con el objeto de hacer más llevadero el camino. Antes la pantalla era la ventanilla y su película era el incansable transcurrir del tiempo, retratado en el follaje alborotado de los árboles ante la caricia del viento.
            En un inicio el camino ya era parte de la jornada, pero ahora parece que es sólo una contingencia y el verdadero “viaje” inicia hasta que alcanzamos nuestro “destino”. La mayoría no hace más que pensar en lo que harán al llegar; los compromisos pendientes, los lugares por conocer, las cosas por ordenar, en fin, como si el trayecto hacia “ese lugar” se quedara entre paréntesis, casi como si no hubiese ocurrido.
            Al menos que pase algo “inesperado”; un mareo, nauseas, una avería en la unidad, un bloqueo, o un accidente, el cual no necesariamente tendría que ocurrirnos a nosotros, sino a los “otros”, con los que compartimos el camino. Tal como está ocurriendo en este momento, que el tránsito se vuelve más lento a causa de un camión que se quedó sin frenos y terminó estrellándose contra el muro de contención, con consecuencias mortales. En este momento todo se transforma, sin importar qué era lo que estuviéramos haciendo, un impulso mucho más fuerte que nosotros mismos nos invita a asomarnos por la ventana, desviar la mirada de la película o del móvil, en pos de saciar cierta necesidad morbosa de meternos donde no nos llaman y en lo que no nos importa.
            Algunos tal vez lo harán con un genuino interés altruista, un sentido humanitario de hacer propia la desgracia del otro. Pero la mayoría sólo lo hace “por mirar”, tal vez a manera de exorcismo, expulsando al demonio de la muerte, mientras una vocecita en sus conciencias pareciera decir: “mejor a ellos que a mí, porque ése de allá, bien podría haber sido yo”.
            El silencio se confunde con los murmullos que tal vez sólo pueden imaginar y estremecerse con los gritos y crujidos del metal, que sólo lograron escuchar los que sufrieron en carne propia aquel incidente.

Quizás por un segundo pensamos en aquellos que no volverán a casa y detuvieron de golpe su reloj, en un instante perdido entre “paréntesis”.
            Entonces el viaje sigue, como aquella película que casi ya nadie mira. El camino vuelve a tomar relevancia; cada curva, cada recta, cada detalle de la carretera, cada vehículo de atrás, de un lado o de adelante, y cada latido. Porque por ese minúsculo instante, pareciera que la desgracia de los “otros”, fuera el gatillo que nos hiciera valorar nuestra silente y menospreciada fortuna.

            Tal vez el destino quiso que estas personas aprendieran esta valiosa lección, de una forma u otra. Lo cual me parece una ironía, ya que de haber sospechado que esto podría ocurrir, no hubiera cargado mi maleta con tantos explosivos, ni los hubiese conectado a un detonador automático que se accionará en menos de quince minutos. Lo cual también es una lástima, porque en está ocasión sí estaban proyectando una buena película.  

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