Para ser honesto, siempre me llamó la atención
participar en uno de esos concursos de la televisión. Pero no cualquiera, yo
quería involucrarme en uno que me pusiera al límite, que retara al máximo mis
capacidades. Por lo que tan pronto me enteré de que había uno en el que el
objetivo era permanecer el mayor tiempo posible en una selva tropical, no dudé
ni un segundo y me inscribí.
No le dije a nadie, ya había tomado
la decisión y sabía que ni mi esposa ni el resto de mis familiares estarían de
acuerdo en que expusiera de esa manera mi integridad. Ellos no entendían, nunca
quisieron entender que a mí no me era suficiente levantarme todos los días a
las seis de la mañana, desayunar lo de siempre y enfrentarme a la urbe, que
invariablemente me recibía con su cara de “vete al diablo”, para llegar a un
trabajo rutinario, que me pagaba una miseria, lo cual era demasiado para
compensar la tediosa tarea de acomodar los libros en sus estantes y etiquetar
los nuevos ejemplares. Algunos lo disfrutaban, lo hacían con amor, incluso
había quienes aprovechaban el tiempo y leían, cómo no hacerlo, teniendo a su
disposición toda la colección de la biblioteca estatal. Pero yo no. Yo no
quería leer lo que los demás habían hecho, es más, ni siquiera me era
suficiente inventarme mis propias aventuras. No, nada de eso, yo tenía que
vivirlas en carne propia; sentir el viento en mi pelo, el frío en la piel, la
humedad en mi ropa, el miedo en mis entrañas y el fuego en mi pecho.
Tal vez en el fondo pensaba que la
gente del canal jamás me escogería. Vamos, ¿a quién trataba de engañar? Sólo
era un “archivista”. Por lo que el día que recibí la confirmación de mi
participación en el programa, el más sorprendido fui yo.
Mi esposa y demás familiares, sin
excepción, actuaron como lo esperaba, me tacharon de loco, imprudente y
egoísta. Pero no me importó. Yo tenía cuarenta años, ya había vivido la vida
como ellos esperaban, por lo que ya era hora de empezar a “vivir” de verdad,
elegir equivocarme, y seguir adelante con las consecuencias de mis actos. Por
lo que acudí a la cita con la televisora, firmé los papeles correspondientes,
en los que aceptaba los riesgos, deslindando de toda responsabilidad al canal,
productores y demás involucrados, si algo no planeado llegaba a pasar.
Al día siguiente me volvieron a
citar en la televisora, para presentarme al resto de concursantes, y una semana
más tarde, después de una intensiva revisión médica, salimos en pos de la
aventura.
Éramos doce concursantes, casi
todos hombres, salvo por dos mujeres que de espaldas no parecían serlo. Sin
duda yo era el eslabón más débil, y ellos lo sabían. No decían nada, pero cada
vez que intercambiábamos miradas, se reían, más de mí que conmigo.
A cada uno nos dejaron en una
locación diferente; con una navaja suiza, una bolsa con una lona, para
construir nuestro campamento inicial, una caja de cerillos, con sólo tres
fósforos, un teléfono satelital, el cual sólo podíamos emplear para darnos por
vencidos o en caso de emergencia (lo cual venía siendo lo mismo), y una cámara
de video a prueba de agua, con baterías solares y varias unidades de memoria
(tal vez lo más pesado de la maleta), para que cada vez que lo consideráramos
pertinente grabáramos nuestros avances, desafíos más fuertes y reflexiones ante
la soledad y el constante peligro.
A través del teléfono nos
informaban la cantidad de días transcurridos y si alguien había abandonado el
juego. Lo cual ocurrió a los tres días, cuando ante mi sorpresa dos
concursantes renunciaron, por lo que al menos sabía que yo no sería el primero
en irme de ese lugar. Mi primer reto lo había superado.
Con forme fueron pasando los días,
las inclemencias del tiempo y la soledad fueron minando mi espíritu de
competencia, pero con solo recordar lo que me esperaba en casa; una mujer
enojada, el tráfico, las multitudes, en fin, todo, mis ganas de no volver
fueron mucho más grandes que mis deseos de darme por vencido.
A los veintiún días sólo quedábamos
tres concursantes; un explorador experimentado, una guardabosques y yo. Mi ropa
estaba hecha jirones, mi barba parecía estropajo viejo y olía peor que estación
del metro a las cinco de la tarde. Ya no podía más y estuve a punto de avisar
mi retirada, cuando los otros dos concursantes se me adelantaron, primero la
guardabosques y luego el explorador; yo había ganado. Toda una lluvia de
emociones bañó mi cuerpo. Me había puesto al límite y fui más allá de lo
esperado. Ya podía imaginar el rostro de mi esposa, su orgullo en los ojos, y
el de todos los demás.
Estaba absorto en mis pensamientos,
cuando recibí la llamada que confirmaba mi triunfo. Entonces se me indicó a
dónde dirigirme, para que el equipo pasara por mí y me llevara de regreso a
casa, con un cheque de varios ceros bajo el brazo, y la satisfacción de haber
llegado más lejos que el resto.
Camino al lugar acordado, me
sorprendió una tormenta eléctrica, la más fuerte que jamás hubiese vivido.
Recuerdo que pensé que si ésta hubiese caído el primer día de nuestra aventura,
quizás sí hubiera sido el primero en rendirme. Pero eso ya había terminado.
Estaba cansado y pedí ayuda a la producción para que fueran a mi encuentro,
pero no respondieron mi llamada, por lo que seguí adelante, con la poca energía
que me quedaba. Hasta que al fin llegué al lugar acordado.
Para mi sorpresa, ahí no había
nadie, sólo un vehículo todo terreno, una maleta y un mapa. En ese momento
pensé que eso significaba que el juego aún no había terminado. Lo cual, admito,
me emocionó muy poco. Harto, me subí al automóvil, y seguí adelante, hasta
reencontrarme con la civilización. Jamás pensé que añoraría verme rodeado de
gente.
Conduje por horas, hasta que llegué
a una vieja carretera. Ese trozo de urbanización me devolvió el alma al cuerpo,
y seguí mi camino, según las indicaciones del mapa y los pocos avisos
vehiculares. Fue hasta que llegué a la ciudad que me di cuenta de que algo no
estaba bien. La carretera estaba vacía, ni una sola alma se podía ver u oír,
los autos estaban detenidos, los edificios lucían vacíos y las calles
abandonadas. Estaba solo.
Seguí manejando, con dirección a mi
casa, pero el escenario fue el mismo durante todo mi recorrido, y no cambió en
nada al llegar a mi barrio. La noche me sorprendió detrás del volante y la
oscuridad me abrió sus brazos, dejándome sin más luz que los faroles del
vehículo, que parecían crear el camino a su paso. Hasta que llegué a mi hogar.
La puerta estaba abierta, la llave del agua goteando, la comida quemada en la
estufa, ya sin flama porque el gas se había agotado, quién sabe hace cuánto.
Estaba solo, sin rastro de mi mujer, sin línea telefónica o Internet. Y sigo
así, como un fantasma que deambula sin parar, sobre la calle mojada y el frío
penetrando hasta mis huesos, como si el mundo quisiera dejarme bien claro que
sigo vivo, en cuanto al resto…, no lo sé, tal vez aún espero que un día el
teléfono satelital responda mi llamada y me haga saber que no soy el único.
Mientras tanto, no sé si por
inercia o necedad, no hay día que no prenda al menos en un momento la cámara,
para dejar testimonio de mi experiencia y soledad, quizás en espera de que
algún día alguien la encuentre y las vea. ¿Quién sabe? Igual y el juego aún no
ha terminado.
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