A
veces la vida me parece un sueño, no necesariamente de los lindos, sino de esos
absurdos y locos sueños, en los que no se entiende nada, ni siquiera al final
del mismo. La gente sin rostro, las calles sin nombre, las escaleras infinitas,
los pasillos interminables, y los andenes, fríos y hostiles. Las luces que
parpadean, las miradas que se pierden detrás de los cristales, o que se
reflejan en las carátulas de sus relojes, las voces que cuchichean. El ambiente
enrarecido, las prisas por llegar a ninguna parte, el cansancio en los hombros,
el hartazgo, como en un estúpido sueño que no deja de repetirse cada noche, y
que no llega a su fin, ni siquiera al sonar el despertador, ni al sentir sobre
la piel la calidez de los rayos del sol, los cuales rara vez son cálidos, y los
pocos destellos que logran atravesar esa pesada nata de contaminación que nos
rodea, no hacen más que calcinar y enceguecer nuestra mirada. En fin, como un
sueño, estúpido y angustiante.
Una vez más estoy en el andén,
rodeado de una multitud de personas sin sonrisa ni brillo en la mirada, que al
igual que yo, esperan que llegue el convoy, atestado de gente, como cada noche,
tan hartos de este estúpido sueño, como lo estoy yo. Neciamente, le hablo por
el teléfono móvil a mi esposa, aunque sé que no responderá. Nunca lo hace. Al
menos ya no, desde aquel incidente. Cierro los ojos, tomo un poco de aire y
vuelvo a perder la mirada en el cristal del celular, y le escribo un mensaje:
“Amor, ya voy para allá. Te amo”. Y apago el aparato. Sé muy bien que no me
contestará.
Mientras
tanto, la gente alrededor se aglomera como hormigas en su nido. Me asfixian. Me
envenenan con su aliento, sudor, humor y presencia. Pero no hago nada más que
guardar silencio. De reojo veo mi anillo de bodas y empuño la mano. Quisiera
golpearlos a todos, alejarlos de mí, tal como mi esposa se alejó de todo,
incluyéndome. Pero ya casi es hora. A lo lejos se escucha el tren, y ya se
vislumbran sus luces en el túnel. Muy pronto estaré en casa. En cuestión de
minutos terminará todo.
Ahí está, el gigante subterráneo ya
viene por nosotros. Desde que tengo memoria, lo he visto con desinterés, fatiga
y hasta cierto odio, pero hoy no. Esta vez lo espero con los brazos abiertos y
los ojos cerrados. Y me dejo caer delante de él, sobre sus rieles, sólo así,
como en un estúpido sueño, así como un día lo hiciera mi mujer.
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