Esperanza remoja sus recuerdos en el café que se
enfría entre las hojas de otoño, perfumado de nostalgia y canela, endulzado con
miel espesa y uno que otro poema de primavera e invierno. Su sonrisa se dibuja
en el pensamiento, mientras su pelo y el viento juegan, acariciando su cuello
desnudo, como las gotas de lluvia que bañan a las piedras, como suspiros del
tiempo.
Más
allá de todo, el enjambre que hacía nido en su cabeza se disipa, se evapora y
se mezcla con las nubes negras que la ven desde lejos, estratos de muerte,
cúmulos de descontento, que eclipsan los cirrus de buenaventura, cada vez más
difusos, como nimbostratos de desolación y peste.
Del
otro lado del mundo, la muerte se ha vestido de odio, fuego y pólvora, mientras
en nuestros campos sigue en harapos de pobreza, miedo, sed y hambre.
Esperanza
remoja sus recuerdos en la sangre que se escapa, de los cuerpos sin vida, sin
nombre, sin Dios ni dioses, sin banderas ni credos, sin templos ni mezquitas,
sin hoy y sin mañana. Sólo el ayer, arrancándole a la historia un fragmento de
su vida, empapando de dolor la tierra y el agua, que hiede a odio y venganza.
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