Cuando Alejandro despertó esa mañana, lo más
sorprendente que pensó que le ocurriría ese día, sería encontrar la cena
servida y a sus hijos esperándolo en la mesa, sin reclamos ni quejas de su
mujer o ellos. Él se asumía como un hombre responsable e incluso feliz, aunque
se demorara un poco en reconocer esto último ante el espejo. Amaba a su esposa
e hijos, pero a veces era insoportable aceptar que la vida no tuviera nada más
que ofrecerle.
Trabajaba de ocho a ocho y de lunes
a sábado, en una carnicería que surtía a puros restaurantes y mayoristas. Era
bueno en lo que hacía, ya tenía más de doce años de experiencia y era capaz de
efectuar los cortes más exigentes, con pulcritud y eficacia. Si bien el negocio
no era suyo, su jefe; don Antonio, le tenía tanta confianza que no sólo le
encomendaba la venta y los cortes, sino también las llaves y hasta el código de
la caja fuerte. Alejandro era su mano derecha, aún así, él pensaba que no era
suficiente, pero no alcanzaría nada más.
Aquel día era un típico sábado por
la noche; habían tenido muy buena venta, y como cada mes, don Antonio se
desocupó temprano y dejó en manos de Alejandro el resto del trabajo; guardar
las ganancias en la caja de seguridad y cerrar el local antes de marcharse a
casa.
Todo estaba listo, pero al poner el
candado al cuarto de refrigeración, le pareció escuchar ruido, algo semejante a
un gruñido, que emanaba del interior. Las posibilidades de que algún animal
salvaje o un perro hubiesen ingresado eran muy remotas, pero ante la duda,
decidió abrir la habitación para echar un vistazo, armado únicamente con una
varilla de metal, que usaban para atrancar la puerta principal.
Adentro todo parecía estar en
orden, salvo por unas pocas reses colgadas, que se balanceaban como si alguien
las hubiese movido al pasar. Por lo que Alejandro siguió adelante, hasta que
volvió a escuchar el mismo gruñido, ahora acompañado de una respiración
profunda y agitada. Lo que provocó que se aferrara con fuerza a la varilla, y
la pusiera en alto en tono amenazante.
Entre el frío de la nevera y el
nerviosismo, Alejandro jamás había experimentado tanto miedo en su vida, hasta
que lo vio; delante de él se erguía una enorme bestia cubierta de pelo, garras
y hocico prominente. Su pelaje era gris y sus ojos tenían un brillo demasiado
familiar, indiscutiblemente humano. Alejandro ya había visto esa mirada antes,
cómo no, si había trabajado para él por más de doce años.
La varilla no sirvió de nada, ni
los gritos de auxilio, o los intentos por escapar de la muerte helada que le
esperaba entre las garras de la bestia, quien no demoró mucho en atajarlo y
teñir de rojo su pelaje gris.
Cuando Alejandro despertó esa mañana, lo más
sorprendente que pensó que le ocurriría ese día, sería encontrar la cena
servida y a sus hijos esperándolo en la mesa, sin reclamos ni quejas de su
mujer o ellos. Lo cual ocurrió, pese a que él ya no pudo verlos.
Él jamás regresó a su casa, ni al
trabajo el lunes siguiente a las ocho de la mañana, por lo que una semana
después, don Antonio no tuvo más remedio que despedirlo por abandono de empleo.
De cualquier forma ya no quedaba mucho de él, y sus pocos restos yacen
procesados y confinados en un refrigerador, tal vez el del lugar donde fuiste a
comer hoy.
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