domingo, 15 de noviembre de 2015

Un típico sábado por la noche

Cuando Alejandro despertó esa mañana, lo más sorprendente que pensó que le ocurriría ese día, sería encontrar la cena servida y a sus hijos esperándolo en la mesa, sin reclamos ni quejas de su mujer o ellos. Él se asumía como un hombre responsable e incluso feliz, aunque se demorara un poco en reconocer esto último ante el espejo. Amaba a su esposa e hijos, pero a veces era insoportable aceptar que la vida no tuviera nada más que ofrecerle.
Trabajaba de ocho a ocho y de lunes a sábado, en una carnicería que surtía a puros restaurantes y mayoristas. Era bueno en lo que hacía, ya tenía más de doce años de experiencia y era capaz de efectuar los cortes más exigentes, con pulcritud y eficacia. Si bien el negocio no era suyo, su jefe; don Antonio, le tenía tanta confianza que no sólo le encomendaba la venta y los cortes, sino también las llaves y hasta el código de la caja fuerte. Alejandro era su mano derecha, aún así, él pensaba que no era suficiente, pero no alcanzaría nada más.
Aquel día era un típico sábado por la noche; habían tenido muy buena venta, y como cada mes, don Antonio se desocupó temprano y dejó en manos de Alejandro el resto del trabajo; guardar las ganancias en la caja de seguridad y cerrar el local antes de marcharse a casa.
Todo estaba listo, pero al poner el candado al cuarto de refrigeración, le pareció escuchar ruido, algo semejante a un gruñido, que emanaba del interior. Las posibilidades de que algún animal salvaje o un perro hubiesen ingresado eran muy remotas, pero ante la duda, decidió abrir la habitación para echar un vistazo, armado únicamente con una varilla de metal, que usaban para atrancar la puerta principal.
Adentro todo parecía estar en orden, salvo por unas pocas reses colgadas, que se balanceaban como si alguien las hubiese movido al pasar. Por lo que Alejandro siguió adelante, hasta que volvió a escuchar el mismo gruñido, ahora acompañado de una respiración profunda y agitada. Lo que provocó que se aferrara con fuerza a la varilla, y la pusiera en alto en tono amenazante.
Entre el frío de la nevera y el nerviosismo, Alejandro jamás había experimentado tanto miedo en su vida, hasta que lo vio; delante de él se erguía una enorme bestia cubierta de pelo, garras y hocico prominente. Su pelaje era gris y sus ojos tenían un brillo demasiado familiar, indiscutiblemente humano. Alejandro ya había visto esa mirada antes, cómo no, si había trabajado para él por más de doce años.
La varilla no sirvió de nada, ni los gritos de auxilio, o los intentos por escapar de la muerte helada que le esperaba entre las garras de la bestia, quien no demoró mucho en atajarlo y teñir de rojo su pelaje gris.
 Cuando Alejandro despertó esa mañana, lo más sorprendente que pensó que le ocurriría ese día, sería encontrar la cena servida y a sus hijos esperándolo en la mesa, sin reclamos ni quejas de su mujer o ellos. Lo cual ocurrió, pese a que él ya no pudo verlos.

Él jamás regresó a su casa, ni al trabajo el lunes siguiente a las ocho de la mañana, por lo que una semana después, don Antonio no tuvo más remedio que despedirlo por abandono de empleo. De cualquier forma ya no quedaba mucho de él, y sus pocos restos yacen procesados y confinados en un refrigerador, tal vez el del lugar donde fuiste a comer hoy. 

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