La sanidad mental es un engaño; un baile de
máscaras, una puesta de escena en la que todos aparentamos ser lo que los demás
esperan que seamos, reteniendo en cautiverio nuestra propia naturaleza; los
apetitos salvajes, la locura, la sed de sangre, la bestia.
Pero
en privado somos como niños, dejamos aflorar nuestros gritos, risas, llantos,
gases y demonios. Tocamos lo que se nos había prohibido. Decimos lo que solemos
callarnos. Dejamos que nuestros pensamientos se vistan de voz y cuerpo, como
criaturas salvajes, conscientes de que no habrá más testigo que la mirada que
nos devuelve la sonrisa al otro lado del espejo.
Luego
retomamos la máscara, la careta social oculta la mueca demoníaca, la ropa y el
calzado cubren nuestras pezuñas, garras y pelaje, mientras tapamos con peinados
o sombreros nuestros cuernos de Sátiro.
Hasta el día en que se oculte el
sol en nuestro pecho y brille la luna en nuestras pupilas. Nos broten los
colmillos, cachos, garras y alas, perdamos la marcha y compás del concierto
social y nos volvamos dioses. O tal vez sólo reconozcamos al Dios que desde
siempre ha habitado en nosotros, pero se ha limitado a sonreírnos como un
demonio, al otro lado del vidrio.
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