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miércoles, 30 de noviembre de 2011

Familia

Quedé embarazada a los diez y seis años, de un hombre sólo un poco mayor que yo, quien juró velar por mí y no desampararme nunca, pero me engañó; pues tan pronto se enteró de la noticia, le perdí la pista, al grado de que me parecía más fácil encontrar a un político honesto en la Cámara de Diputados, que dar con él.

Recuerdo que pensé en abortar, pero no tuve valor, ni corazón para hacerlo. Por suerte mis padres me respaldaron y nueve meses después ya cargaba entre mis brazos a mi pequeña Marisol. Era un gusto tenerla conmigo, pero también sabía que su existencia implicaba muchas más responsabilidades de las que pudiera imaginarme.

Para sostenernos empecé a trabajar de mesera en un pequeño restaurante, pues aunque mis padres me apoyaban, no podía relegarles tal responsabilidad por mucho más tiempo. El salario era poco, pero el dueño y las demás meseras, consientes de mi situación, me daban facilidades para poder atender a mi pequeña el mayor tiempo posible, hasta que cumplió sus primeros dos años.

La inevitable pregunta sobre la identidad y paradero de su padre, sólo se demoró tres años más. Yo no sabía cómo explicarle y le di largas, hasta que al año siguiente el azar me echó la mano, llevando a Gabriel, su padre, justo al restaurante donde yo trabajaba.

Él me reconoció de inmediato, pero no le dio tiempo de reaccionar y salir corriendo, no le sería tan fácil esta vez. Entonces lo encaré. Le dije que no quería nada de él y por mí bien podría seguir escondido por siempre, pero que nuestra hija quería conocerlo. En un inicio me sorprendió su reacción, pues  pareció entender mi circunstancia, pero luego me enteré que Susana, otra de las meseras, era su nueva novia, por lo que no podía quedar como un desobligado frente a ella, y en ese mismo momento acordamos una reunión, a la cual yo estaba segura que no iría, pero me equivoqué.

Gabriel y Marisol parecieron hacer buena química de inmediato, de hecho debo admitir que me sentí hasta un poco rechazada y celosa, no por él, sino por lo amorosa que lucía ella, casi como si él hubiera estado pendiente de su persona por siempre y nunca le hubiese hecho falta.

Desde ese día la relación de los tres cambió; para bien y para mal. Gabriel no volvió a ser mi pareja, pero sí empezó a comportarse como lo que era; el padre de mi hija. Su respaldo era más bien simbólico, pero era mejor que nada. Por otro lado, Marisol empezó a usar a su padre como una arma para hacerme daño, al principio muy sutilmente, pero conforme fue creciendo, se volvió más recurrente, al grado de que no había discusión que no terminara con un “si yo estuviera con papá no tendría este problema” o “con papá estaría mejor” o “papá hubiera hecho esto o aquello”. Por supuesto que eso minaba la autoridad que yo pudiera tener sobre ella, y el hecho de que yo tuviera otra pareja no ayudaba en nada.

Cuando Marisol cumplió siete años, conocí a Gastón, un extraordinario zapatero y aún mejor ser humano, poco después me enamoré de él y nos volvimos pareja al año siguiente. A él no le incomodaba el que tuviera una hija, y de hecho era muy gentil, atento y considerado con ella, mucho más que su padre, pero Marisol no lo aceptaba, ni por accidente.

Ella sabía que su papá y yo nunca más volveríamos a estar juntos, pero quizás veía a Gastón como un obstáculo más entre nosotras. Hacía tiempo que Gabriel ya había formado su propia familia, pero eso no era un problema para ella.

Pasaron los años y cuando Marisol cumplió diez, mi pareja y yo decidimos que ya era tiempo de hacer crecer la familia. Gastón se veía renuente, pues temía que mi hija se sintiera desplazada por el nuevo integrante, pero ella tomó la noticia con mucha alegría. Eso me tranquilizó, hasta que después me aclaró que el motivo de su felicidad se debía a que entonces ella podría irse con su padre, ya que yo le había encontrado un “remplazo”.

Después de que nació Mariana, Marisol cambió de idea y decidió no irse con su padre, para ayudarme a criar a su hermanita. Para ella Gastón seguía siendo un extraño, pero Mariana no, ella era su hermana y la amó desde el primer momento en que la vio, a diferencia de los hijos de Gabriel, ellos eran “harina de otro costal”, solía decir ella.

Las cosas no han sido nada fáciles desde entonces, pero los cuatro nos hemos mantenido juntos, como una familia “normal”. Yo trabajo con Gastón en el taller de zapatos, y Marisol en ocasiones se nos une a inventariar los pedidos y cosas así, o simplemente se entretiene con la pequeña Mariana.

Pero hace unas semanas cambio algo de manera significativa. Marisol, que ya tiene diez y seis años, tuvo una fuerte discusión conmigo. Me pidió permiso para irse de fin de semana con unos amigos que yo no conozco, y evidentemente se lo negué. Ella no lo tomó muy bien, y lo menos que me dijo fue “intransigente”. Luego me amenazó con largarse con su padre, cosa que ya no hacía desde hace mucho tiempo, y entonces le dije que si eso era lo que quería, pues por mí estaba bien y le dije que se fuera con él. Ella no esperaba esa respuesta de mi parte, se puso roja, como si quisiera llorar, gritar o explotar, cerró los ojos y dijo: “muy bien, pues me voy con papá”.

–¡Que te vaya bien! Y llévate una chamarra y una sombrilla, porque parece que va a llover –le dije y sólo alcancé a escuchar cómo azotaba la puerta.

Al principio no me preocupó, su padre vive a sólo unas cuadras y Susana, su esposa, se lleva muy bien con mi hija, por lo que pensé que ella hablaría con Marisol y antes de que anocheciera ya estaría de regreso en la casa. Mientras tanto yo tenía mucho qué hacer; arreglando los útiles de mi pequeña Mariana, que estaba por ingresar a la primaria.

Con cada cuaderno forrado y uniforme listo para ser guardado, era inevitable recordar a mi otra pequeña, que aunque un poco mayor y rebelde, era mi otro tesoro. Pensé que quizás había exagerado o sobredimensionado las cosas, después de todo ella me había demostrado ser una joven responsable y sensata, mucho más que yo a su edad, por lo que si ella no veía ninguna duda con respecto a esos amigos, por qué habría de tenerla yo. Estaba en eso, cuando decidí hablar a la casa de Gabriel, para ver como estaba mi pequeña.

Me respondió Susana, muy amable como siempre, pero tan pronto le pregunté por mi hija, me dijo que Marisol no se había parado por su casa en todo el día. Entonces sentí que me habían arrojado una cubeta de agua helada y me quedé sin habla, sólo colgué el teléfono y salí corriendo de la casa, en búsqueda de… no sé qué cosa.

No sabía qué hacer y me sentía la peor madre del mundo, entonces regresé a la casa para hablarle a Gastón al taller, pero la línea estaba ocupada, entonces no se me ocurrió otra cosa, salvo tomar a mi pequeña Mariana y juntas ir por su padre, para que los tres buscáramos a nuestra hija. Yo estaba desesperada y el corazón parecía que se me quería salir por las orejas, incluso la vista se me nublaba.

El taller de Gastón no está lejos, por lo que llegamos en pocos minutos. Él estaba ahí, guardando sus herramientas y preparando todo para cerrar, cuando me vio llegar con el rostro desencajado.

–Pero Amor ¿qué tienes? Parece que has visto al Diablo –me dijo preocupado.

–¡Es Marisol! ¡Marisol no está! –le dije desesperada y me solté a llorar.

–Tranquila mi Amor, ella ha estado conmigo toda la tarde. Ahora mismo está terminando de apagar la computadora donde llevamos el inventario, ya ves que yo soy muy torpe con todo eso. Pero ella me ha estado enseñando…

Ya no dejé que siguiera hablando, cuando apareció Marisol. Entonces corrí hasta ella y la llené de abrazos y besos.

–¡Mamá! ¿Qué te pasa? ¿Estás loca o qué “bicho te picó”?

–Nada mi Cielo, lo que pasa es que no sabía dónde estabas, y temí lo peor.

–¿Cómo que no sabías dónde estaba? Yo te dije que me iba a ir con papá. Él sí me escucha y confía en mí, no como tú –me dijo volteando a ver a Gastón, quien nos veía con una sonrisa que no le conocía, sólo comparable a la que me enseñó cuando sostuvo por primera vez entre sus brazos a nuestra pequeña Mariana.

A partir de ese día todo cambió, pues sólo entonces sentí que había logrado formar una verdadera familia.      

viernes, 28 de octubre de 2011

Por teléfono

Hace tres meses me separé de Karla. Después de quince años de matrimonio y tres hijos, de repente un día la mujer que creí amar ya no parecía ser la misma, y sin duda ella pensaba lo mismo de mí. Nos separamos antes de odiarnos, pero sin saber realmente por qué lo estábamos haciendo. Aunque también nos preguntábamos por qué no lo habíamos hecho antes, o por qué decidimos unir nuestras vidas en un inicio.

Además de aceptar la derrota de no haber podido salvar mi relación con la que por tanto tiempo fue mi compañera, lo más doloroso de todo ha sido separarme de mis hijos. Los veo cada semana y hablo con ellos todos los días, por lo que he podido mantenerme al tanto de sus vidas, sentimientos, amistades y estudios. Pero no es lo mismo vivir en la misma casa y compartir nuestra existencia todos los días, que comunicarnos sólo por teléfono y vernos únicamente los fines de semana. Como sea, lo hemos ido superando y sé que mi ausencia no ha implicado una verdadera separación entre nosotros. Eso siempre lo he sabido, pero desde hace algunas semanas esta preconcepción se ha hecho cada vez más tangible.

Desde que regresé a mi antigua casa, mi hogar previo a mi vida como pareja y padre, he tenido la oportunidad de reencontrarme con una parte de mí que había olvidado casi por completo, o simplemente pensaba que ya la había dejado muy atrás.

Todo empezó con una llamada telefónica. Eran las ocho en punto de la noche y me encontraba aún desempacando algunos libros, retratos y discos viejos, cuando el sonido del timbre del teléfono vino a romper con la silenciosa soledad que me venía haciendo compañía. Contesté esperando que fuera alguno de mis hijos, mi ex esposa, el banco, un número equivocado… en fin, cualquier cosa, menos escuchar del otro lado de la línea la voz de mi madre, quien estaba gratamente sorprendida de encontrarme en casa. De alguna manera se había enterado de mi separación y quería saber de mí. Yo no sabía qué decir, por lo que ella se encargó de llenar con su voz cada uno de mis largos minutos de silencio.

Me platicó de papá y su colección de estampillas, cada vez más polvorientas y pálidas como sus corbatas, camisas y trajes.  Me contó que el otro día, después de mucho tiempo sin salir a caminar, decidieron dar la vuelta por el parque. Les sorprendió ver todo tal y como lo recordaban, como si el tiempo no hubiera pasado. Aunque admitía que era posible que fuera tan grande su deseo de ver las cosas así, que tal vez de manera inconsciente hubieran omitido ver todos los cambios que en efecto han ocurrido.

También me habló de Cuco, mi perro.

–Lo llevamos con nosotros al parque, vieras lo feliz que se veía. Le ladraba a cada paloma, ardilla y gato que se encontraba en su camino. Hasta que una perrita mucho más pequeña que él le hizo frente, y de un ladrido lo hizo correr despavorido, hasta ocultarse tras las piernas de tu padre. Lo hubieras visto, estábamos muertos de risa al ver esa escena, y a Cuco se le quitó lo bravucón, al menos por unos días –dijo y mis ojos se llenaron de lágrimas.

Me contó que papá había tratado de persuadirla para que no me hablara, y así poderme brindar la oportunidad de superar la separación por mí mismo. Pero ella, como siempre, lo desoyó con el clásico argumento de “nuestro hijo nos necesita ahora más que nunca”. El mismo que utilizaba cada vez que desoía el “déjalo que se levante sin ayuda” o “él debe aprender a defenderse solo”, que solía decir papá. Yo me reí y agradecí el detalle. Sin duda me hacía falta hablarles y saber de ellos, aunque sólo fuera de esta manera.

Después de extenderme la mano, metafóricamente hablando, pasó lo que siempre ocurría con mamá, y vino el tan esperado jalón de orejas.

–Habla con tu esposa, no seas cabezón. Si habían podido estar juntos por tanto tiempo, ¿por qué tirar la toalla ahora? Si aún sientes algo por Karla, no seas testarudo y admite que todo fue culpa tuya. Lo sé porque siempre es así. Una llega al matrimonio llena de sueños y proyectos por cumplir con el ser amado, y ustedes; hombres insensibles, van matando cada uno de los sueños y proyectos compartidos, sustituyéndolos con ideales egoístas. Si lo sabré yo ¡Y tú no me contradigas, Ramón! ¡Que bien sabes que lo que digo es cierto! –le replica a papá, que a lo lejos escucho que dice… no sé qué cosa.

–Tal vez olvidaste que ella también tiene sus necesidades. Cuando eran novios, seguramente eras de los que le abría la puerta, cargaba con sus cosas o incluso a ella misma, para que no se cansara al caminar. Pero después de quince años de matrimonio, de seguro le has de haber cerrado la puerta en la nariz en más de una ocasión, sin importarte que tuviera los pies hinchados, estuviera cargando todas las bolsas del mandado ella sola, o tuviera a la familia entera sobre sus hombros. Está bien, entiendo que ya no se vea tan joven ni hermosa como cuando se casaron, pero tú tampoco eres ningún “Adonis”. Perdona que te diga todo esto, pero recuerda que soy tu madre y me preocupo por ti, siempre lo he hecho y eso no habrá de cambiar nunca –dijo sin que pudiera contravenirla en nada.

–Una cosa es que el trabajo te mantenga ocupado y te quite mucho tiempo, y otra es que no hagas nada por dedicarle un minuto de tu vida a aquello que verdaderamente debería ser lo más importante para ti. ¿O acaso crees que tu padre y yo no teníamos nuestros problemas como pareja, o nada más qué hacer? Pues sí, pero tú eres más importante que cualquier pequeñez o grandiosidad que tuviéramos en mente –dijo mientras yo seguía sin palabras.

–Habla con Karla, recuerda que es la madre de tus hijos. Trata de arreglar tu relación con ella hasta donde puedas, luego insiste un poco más. Si después de todos tus intentos, las cosas siguen igual… bueno, ya no habrá quedado por ti y tendré que admitir que toda la culpa ha de ser de la “bruja” con la que te casaste… perdón… Pero piénsalo, ya me cuentas mañana que te vuelva a hablar –dijo y colgó la bocina.

Al día siguiente, a la misma hora volvió a sonar el teléfono y de nueva cuenta era mamá, y así ha sido desde entonces.

Cada noche me consuela y regala un sermón, que en cualquier otra circunstancia hubiera implicado que me inventara alguna excusa para no estar en casa a la hora en que habrá de efectuarse su llamada, pero el caso es que las cosas son distintas, y tan pronto llego por las noches, después de trabajar, me siento frente al teléfono a esperar que timbre y del otro lado de la línea esté ella.

Sé que Cuco murió cuando yo aún cruzaba los primeros años de la educación superior. También soy consciente de que a papá lo enterramos hace tres años y que mamá se reunió con él sólo un mes más tarde. Pero eso no me importa o incomoda de alguna manera. No sé si me hablan desde el más allá o si lo hacen desde una dimensión alterna, otro tiempo o… yo qué sé. El caso es que la vida me ha regalado la oportunidad de volver a escuchar las voces de mis padres y el ladrido de mi perro.

No sé por cuánto tiempo más me seguirán hablando todos los días, pero espero que sea por siempre, aunque mamá me regañe y a papá apenas le preste la bocina para hablar conmigo.

Como sea, he seguido sus consejos y ya hablé con Karla. De hecho hemos vuelto a salir al cine y al teatro, tanto como pareja como con nuestros hijos. Incluso creo que la empiezo a ver como cuando sólo éramos dos locos que querían permanecer juntos por siempre. La verdad no me puedo imaginar la vida sin ella y nuestros “diablillos”.

Hace dos días Karla me preguntó por qué decidí buscarla de nuevo y yo no sabía qué decir, pero no quise inventarle nada y opté por contarle la verdad. Le dije que mamá me había convencido.

–Ya sabes lo difícil que siempre me ha sido decirle que no a ella –contesté.

Karla me miró con ojos incrédulos, pero al final me sonrió complacida.

–Recuérdame entonces comprarle un gran ramo de flores, la próxima vez que vayamos a visitarla al cementerio –dijo y me regaló un beso.

Aún seguimos separados, pero no creo que esto dure por mucho tiempo. Lo cual me da gusto aunque no deja de confundirme un poco. Por un lado quiero estar con mi familia, pero tal vez eso implique que las llamadas de mamá y papá terminen tan repentinamente como empezaron. En fin, de ser así no significa que tenga que dejar de hablar con ellos, aunque ahora sean mis padres los que guarden silencio y se limiten a escuchar mi voz.