De repente un día, sutil como una madrugada oscura
tornándose en amanecer, te das cuenta de que la persona a tu lado se ha ido;
emprendió un viaje sin retorno a un lugar al que tentativamente todos iremos
algún día. Entonces recuerdas el último beso, la última caricia, el último
abrazo, el último disgusto, la última bocanada de aliento que compartieron
juntos, en fin, esos últimos momentos en los que “lo último” que te pasó por la
cabeza fue que serían “los últimos”.
Hasta
ese momento es que todo toma sentido, te detienes un segundo, consciente o no
de que puede ser el último, y te das cuenta de que no nacemos para “cumplir”
con una “tarea determinada”, o “alcanzar” un “objetivo fijo”, o “llegar” a un
“destino” específico o espontáneo. Sino para vivir cada insignificante
instante, el cual cada vez puede ser “el último”, sin mucha consciencia de
ello, hasta que al final todo toma sentido.
Cada
latido, cada bocanada de aire, cada exhalación, cada imagen, cada sensación,
cada sueño, cada melodía, cada letra leída, escrita o escuchada, cada susurro
del viento, cada amanecer, cada ocaso, cada mordida, cada trago, cada vez que
alguien dijo “te amo”, cada instante. Todos ellos insignificantes, pasajeros y
efímeros. Hasta que se vuelven “los últimos”, hasta que de repente un día, te
das cuenta de que la persona que viaja a tu lado…
…se ha ido.
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