domingo, 15 de noviembre de 2015

El gigante del teatro

Había una vez un gigante; un monstruo descomunal con múltiples brazos, piernas y rostros, que administraba un enorme teatro en el que montaba espectáculos grotescos, cuya única finalidad era aterrorizar a la gente, a cambio de oro, pan, tierras, carne y vino.
            Día tras día se presentaba un acto nuevo y el mismo; decapitados, ahorcados, torturados, desollados, en fin, secuencias repetidas en las que la única novedad era el nombre de los actores, que daban la vida en su debut y despedida.
            Nadie se atrevía a hablar mal del coloso, por temor a su voraz venganza, por lo que incluso algunos lo aclamaban en público, como su salvador indiscutible y sumo protector.
            El monstruo cada vez era más descomunal y su apetito crecía a la par que su ego, mientras en el teatro había más espectadores, que acudían sin falta cada tarde, por temor a irritar al gigante y terminar como uno más en su macabro espectáculo.
            Cada día la sangre bañaba las calles y el poder de la bestia crecía, como sus dimensiones, a tal grado que muchos llegaron a asegurar que ya era capaz de “tapar al sol con un dedo”. Hasta que una tarde en el teatro, en vez de miedo y zozobra, el gigante recibió risas, no sólo del público, sino incluso de aquellos que habrían de ser ejecutados.
            Las risas hicieron estremecer las butacas, los pasillos, las paredes y el telón, que terminó colapsando a los pies del monstruo, quien los veía incrédulo y encolerizado.
            –¡Nadie se ríe de mi! –señaló furioso, pero su grito palideció ante el estruendo de la risa de todos.
            Entonces ocurrió lo impensable; poco a poco el coloso fue perdiendo sus dimensiones, una a una se le cayeron las piernas y brazos, y hasta se le empezaron a borrar los rostros de su cara, hasta que sólo quedó un insignificante hombrecillo, que impotente y debilitado, lloró de rodillas hasta ser devorado por la misma tierra.
            A partir de entonces  ha habido muchos gigantes, y pese a que cada uno ha prometido ser diferente, terminan siendo lo mismo. Comienzan como hombres o mujeres sonrientes, pero poco a poco cambian sus dimensiones, les brotan brazos, piernas y rostros, hasta el día en que consideran necesario reabrir el teatro y sembrar el terror en los corazones de los que alguna vez confiaron en ellos. Incitando una vez más a que el ciclo se repita, y en vez de cosechar miedo y zozobra, broten de sus huertos risas de hombres y mujeres libres, hartos de dar la vida y recibir sólo muerte.

            Tal vez algún día dejen de brotar gigantes de estas tierras, y quizás ese día desmantelen por completo ese teatro de terror y engaños. Pero hasta entonces sólo resta soñar con un mundo de hombres y mujeres sonrientes, sin miedo del porvenir, libres y, sobre todas las cosas, iguales.

No hay comentarios:

Publicar un comentario