Había una vez un gigante; un monstruo descomunal con
múltiples brazos, piernas y rostros, que administraba un enorme teatro en el
que montaba espectáculos grotescos, cuya única finalidad era aterrorizar a la
gente, a cambio de oro, pan, tierras, carne y vino.
Día
tras día se presentaba un acto nuevo y el mismo; decapitados, ahorcados,
torturados, desollados, en fin, secuencias repetidas en las que la única
novedad era el nombre de los actores, que daban la vida en su debut y
despedida.
Nadie
se atrevía a hablar mal del coloso, por temor a su voraz venganza, por lo que
incluso algunos lo aclamaban en público, como su salvador indiscutible y sumo
protector.
El
monstruo cada vez era más descomunal y su apetito crecía a la par que su ego,
mientras en el teatro había más espectadores, que acudían sin falta cada tarde,
por temor a irritar al gigante y terminar como uno más en su macabro
espectáculo.
Cada
día la sangre bañaba las calles y el poder de la bestia crecía, como sus
dimensiones, a tal grado que muchos llegaron a asegurar que ya era capaz de
“tapar al sol con un dedo”. Hasta que una tarde en el teatro, en vez de miedo y
zozobra, el gigante recibió risas, no sólo del público, sino incluso de
aquellos que habrían de ser ejecutados.
Las
risas hicieron estremecer las butacas, los pasillos, las paredes y el telón,
que terminó colapsando a los pies del monstruo, quien los veía incrédulo y
encolerizado.
–¡Nadie
se ríe de mi! –señaló furioso, pero su grito palideció ante el estruendo de la
risa de todos.
Entonces
ocurrió lo impensable; poco a poco el coloso fue perdiendo sus dimensiones, una
a una se le cayeron las piernas y brazos, y hasta se le empezaron a borrar los
rostros de su cara, hasta que sólo quedó un insignificante hombrecillo, que
impotente y debilitado, lloró de rodillas hasta ser devorado por la misma
tierra.
A
partir de entonces ha habido muchos
gigantes, y pese a que cada uno ha prometido ser diferente, terminan siendo lo
mismo. Comienzan como hombres o mujeres sonrientes, pero poco a poco cambian
sus dimensiones, les brotan brazos, piernas y rostros, hasta el día en que
consideran necesario reabrir el teatro y sembrar el terror en los corazones de
los que alguna vez confiaron en ellos. Incitando una vez más a que el ciclo se
repita, y en vez de cosechar miedo y zozobra, broten de sus huertos risas de
hombres y mujeres libres, hartos de dar la vida y recibir sólo muerte.
Tal
vez algún día dejen de brotar gigantes de estas tierras, y quizás ese día
desmantelen por completo ese teatro de terror y engaños. Pero hasta entonces
sólo resta soñar con un mundo de hombres y mujeres sonrientes, sin miedo del
porvenir, libres y, sobre todas las cosas, iguales.
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