Hace unos meses, la enfermera que me había estado
auxiliando por años, se lastimó una pierna y desde entonces ha estado en
convalecencia, en espera de que suelde completamente su tibia. Por ello me vi
en la penosa necesidad de colocar un anuncio en el periódico local, en el que solicitaba a una
persona calificada para ayudarme en el consultorio.
Sorpresivamente
respondieron varias a la convocatoria, entre ellas, una joven que además de
desbordar entusiasmo y capacidad, sobresalía por su belleza física. Yo sabía
que contratarla se vería con suspicacia, pese a su currículum, pero me arriesgué y le di el trabajo.
Se
llamaba Irene y era justamente lo que había estado buscando; ya que no sólo era
eficiente, sino además trataba con amabilidad a los pacientes, lo que hacía
mucho más amena la consulta, tanto a ellos como a mí. Recuerdo que incluso
llegué a agradecer el desafortunado incidente de mi anterior enfermera, y la
verdad ya no tenía tanta prisa para que se recuperara.
Todo
cambió el día que llegó mi esposa de visita al consultorio, para dejarme unos
expedientes que había dejado por distracción sobre el escritorio de la casa.
Entonces Irene me pareció otra persona; se movía con torpeza, tartamudeaba, en
fin, hasta derramó el café sobre mis zapatos.
–Esta
chica está muy rara, ¿seguro que era la persona adecuada para el trabajo, o
sólo te fijaste en su físico? –me preguntó mi mujer, con cierto tono
intimidante.
–La
verdad no sé qué pasa. Ella no suele ser así, de hecho ha sido mucho más
eficiente que la otra –le aclaré.
–Pues
yo creo que le incomodó que te viniera a visitar. Para mí que esta muchacha
tiene otras intenciones contigo –sugirió, con cierta molestia en el rostro.
–Pero
¿qué dices? Claro que no. Ya estás imaginando cosas –le respondí, tratando de
sonar convincente.
–No
seas necio, mira como nos ve, desde lejos, y parece no soportar ni mi mirada.
Sin duda mi presencia le molesta y eso tal vez te halague, pero a mí me
incomoda. Despídela –me susurró, con una sonrisa retadora, y se marchó.
Yo no
sabía qué hacer. Las sospechas de mi mujer me parecían ridículas, pero no podía
sacarme sus palabras de la cabeza y, como suele suceder, después de un rato,
también empecé a notar sospechoso el comportamiento de Irene, quien, como había
sugerido mi esposa, parecía esconder su mirada de la mía.
–Irene
–la mandé a llamar, y ella llegó tropezándose con todo lo que tuvo enfrente.
–Aprovechando que no tenemos pacientes, quiero preguntarte algo.
–Lo
que guste doctor –respondió tímidamente y refugiando su vista en las paredes y
el techo.
–Noté
que te perturbó un poco la presencia de mi esposa en este lugar.
–No
doctor, ¿cómo cree? –Dijo con una sonrisa nerviosa –sólo estoy un poco
distraída, nada más.
–No
te preocupes, yo sé que eres una excelente enfermera. Pero quiero que seas
honesta conmigo. No temas decir lo que piensas –le dije, pero ella se quedó
callada.
–Niña,
lo que sientes es normal, a veces las circunstancias nos hacen percibir cosas
que nos pueden incomodar, pero entiende
que es cuestión de química. No es porque le quiera quitar el romanticismo a la
vida, pero las hormonas suelen hacernos experimentar cosas que realmente no
aceptaríamos en otras circunstancias. Sólo quiero que sepas, que sea cual sea
la razón de tu torpeza espontánea, quédate tranquila, que se quedará entre
nosotros –le dije y ella pareció confortada.
–No
sabe lo que le agradezco sus palabras. Sin duda cada vez lo admiro más, no sólo
como médico, sino como ser humano. No creo que otro hombre reaccionaría así,
después de que notara que su enfermera se ha sentido atraída por su mujer –dijo
y yo me quedé helado. Después la despedí.
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