domingo, 15 de noviembre de 2015

La enfermera

Hace unos meses, la enfermera que me había estado auxiliando por años, se lastimó una pierna y desde entonces ha estado en convalecencia, en espera de que suelde completamente su tibia. Por ello me vi en la penosa necesidad de colocar un anuncio en el  periódico local, en el que solicitaba a una persona calificada para ayudarme en el consultorio.
            Sorpresivamente respondieron varias a la convocatoria, entre ellas, una joven que además de desbordar entusiasmo y capacidad, sobresalía por su belleza física. Yo sabía que contratarla se vería con suspicacia, pese a su currículum, pero me arriesgué y le di el trabajo.
            Se llamaba Irene y era justamente lo que había estado buscando; ya que no sólo era eficiente, sino además trataba con amabilidad a los pacientes, lo que hacía mucho más amena la consulta, tanto a ellos como a mí. Recuerdo que incluso llegué a agradecer el desafortunado incidente de mi anterior enfermera, y la verdad ya no tenía tanta prisa para que se recuperara.
            Todo cambió el día que llegó mi esposa de visita al consultorio, para dejarme unos expedientes que había dejado por distracción sobre el escritorio de la casa. Entonces Irene me pareció otra persona; se movía con torpeza, tartamudeaba, en fin, hasta derramó el café sobre mis zapatos.
            –Esta chica está muy rara, ¿seguro que era la persona adecuada para el trabajo, o sólo te fijaste en su físico? –me preguntó mi mujer, con cierto tono intimidante.
            –La verdad no sé qué pasa. Ella no suele ser así, de hecho ha sido mucho más eficiente que la otra –le aclaré.
            –Pues yo creo que le incomodó que te viniera a visitar. Para mí que esta muchacha tiene otras intenciones contigo –sugirió, con cierta molestia en el rostro.
            –Pero ¿qué dices? Claro que no. Ya estás imaginando cosas –le respondí, tratando de sonar convincente.
            –No seas necio, mira como nos ve, desde lejos, y parece no soportar ni mi mirada. Sin duda mi presencia le molesta y eso tal vez te halague, pero a mí me incomoda. Despídela –me susurró, con una sonrisa retadora, y se marchó.
            Yo no sabía qué hacer. Las sospechas de mi mujer me parecían ridículas, pero no podía sacarme sus palabras de la cabeza y, como suele suceder, después de un rato, también empecé a notar sospechoso el comportamiento de Irene, quien, como había sugerido mi esposa, parecía esconder su mirada de la mía.
            –Irene –la mandé a llamar, y ella llegó tropezándose con todo lo que tuvo enfrente. –Aprovechando que no tenemos pacientes, quiero preguntarte algo.
            –Lo que guste doctor –respondió tímidamente y refugiando su vista en las paredes y el techo.
            –Noté que te perturbó un poco la presencia de mi esposa en este lugar.
            –No doctor, ¿cómo cree? –Dijo con una sonrisa nerviosa –sólo estoy un poco distraída, nada más.
            –No te preocupes, yo sé que eres una excelente enfermera. Pero quiero que seas honesta conmigo. No temas decir lo que piensas –le dije, pero ella se quedó callada.
            –Niña, lo que sientes es normal, a veces las circunstancias nos hacen percibir cosas que nos pueden incomodar,  pero entiende que es cuestión de química. No es porque le quiera quitar el romanticismo a la vida, pero las hormonas suelen hacernos experimentar cosas que realmente no aceptaríamos en otras circunstancias. Sólo quiero que sepas, que sea cual sea la razón de tu torpeza espontánea, quédate tranquila, que se quedará entre nosotros –le dije y ella pareció confortada.
            –No sabe lo que le agradezco sus palabras. Sin duda cada vez lo admiro más, no sólo como médico, sino como ser humano. No creo que otro hombre reaccionaría así, después de que notara que su enfermera se ha sentido atraída por su mujer –dijo y yo me quedé helado. Después la despedí.                                      

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