En la cámara real de la Fortaleza del Dragón,
entre tenebrosos pasillos, armaduras de héroes, esqueletos de cazadores,
saqueadores y aventureros, armas de distinto linaje, gemas, piedras mágicas, y
tesoros que van más allá de lo posible, un pequeño niño se acerca sigilosamente
a la reina de los dragones.
–Antes que nada, quiero decirte que
sin importar el contenido de tus palabras, esto no cambiará en absoluto lo que
siento por ti; para mí, siempre serás la persona más importante en el mundo, el
ser que me ha protegido, educado y velado, desde que tengo memoria. En pocas
palabras, siempre serás mi madre. Pero espero que entiendas que tengo que saber
la verdad. Es muy importante para mí, y no quiero que me mientas. Nada me haría
más daño que una mentira tuya –dice el pequeño.
–Bueno, tarde o temprano te ibas a
enterar, y qué mejor que sea yo y no otra persona quién te lo diga. No es nada fácil
para mí contarte al respecto, e ignoro la razón por la cual he actuado de esta
forma contigo. Te he criado desde que eras un bebé, te he visto crecer y
siempre he pensado en ti como “mi hijo”. Pero la verdad es que te encontré
abandonado en una de las ciénagas que rodean nuestro reino, y no tuve el
corazón de dejarte ahí, indefenso y a la merced de los lagartos, los cazadores
furtivos, o del inclemente tiempo. Sé que no debí haber procedido de esa
manera. Tal vez sólo me engañé pensando que no te importaría ser diferente a mí
–responde la reina, con una mirada triste y a punto de llorar.
–Con todo respeto madre, eso ya lo
sé –dijo el niño, ante el asombro de la reina.
Hubo un largo silencio, y después
prosiguió.
–Lo que realmente quiero saber es
¿por qué no puedo comer mi postre, hasta que los demás hayan terminado su
guisado?
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