Mostrando entradas con la etiqueta sangre. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta sangre. Mostrar todas las entradas

lunes, 14 de enero de 2013

Sangre


En una sola gota de sangre reposa su vida y la mía; la suya en vilo, frágil y expuesta, y la mía sedienta de su color carmesí, deseosa de su aroma y dulzura escarlata, y hambrienta de su energía y calor.
            No es amor lo que siento por su persona, ni siquiera empatía; para mí, usted y su especie nunca han sido más que ganado; criaturas dispuestas por Dios, para saciar nuestro apetito y prolongar nuestra existencia. Pero usted es diferente.
            Podría usarla, llevarla al límite, y dejarla vivir hasta que su cuerpo aguantase. O conservarla como a una mascota; para cuidarla de los suyos y de los de mi clase, y usted de mí, sobretodo en esos largos días de verano. Pero sé que se marchitaría; perdería su libertad y belleza, y es eso lo que más me ha atraído de su sangre.
            Podría llevarme esa última gota de vida conmigo, pero eso sería matarla. Robarle al mundo al más bello de sus ángeles, y entregarle a la muerte un rubí que nunca más brillaría para mí. A cambio de unos días más de cacería, hasta que me encontrara con otra como usted. Pero lo dudo, porque no creo volver a encontrarme con alguien que siquiera se acercase a su naturaleza.
Dejarla ir sería conocer la muerte de primera mano, por omisión a mis instintos y “necedad”, dirían los míos; por optar por el sacrificio, como si un gato prefiriera morir de hambre antes que comerse a un miserable ratón. Pero en mi defensa, permítame decirle que yo no soy un felino, y usted dista mucho de ser un roedor.
No entiendo mi desconcierto, pero aún entiendo menos la razón por la que usted sigue a mi alcance, incluso ahora que me he revelado tal como soy, ante sus ojos mortales. No sé si su presencia es un reto, o será acaso el miedo el que le impide moverse con libertad.
No me tiente, se lo pido; no exhiba su cuello desnudo, ni humedezca sus labios en mi presencia, oculte su mirada de las sombras, y no vuelva a salir a estas horas de la noche, sobretodo sola. Porque no sé si tendré tanto carácter la próxima vez. La carne es débil, y lo es aún más si se tiene hambre y se está frente a un banquete.
Si bien hoy he preferido ser yo el que desaparezca de su vida, antes que ser la causa de su muerte, si es que antes del alba logro satisfacer mi apetito con otra, dudo que si nos volvamos a encontrar, usted corra con la misma suerte.   

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Luceros

Había muy pocas cosas que le produjeran más placer a la joven Paulina que ver el cielo al anochecer. Amaba los colores de la tarde al tornarse cada vez más oscura, hasta convertirse en noche, pero sobre todas las cosas, se quedaba hasta muy tarde para ver el brillo de las estrellas, pero de todas ellas, había una que cautivaba por completo su atención. Un lucero azul que conoció de pequeña, y que había sido una de las pocas constantes en su corta vida, pero una razón suficiente para mantener sus hermosos ojos verdes abiertos por las noches.

Era tal su adoración a este cuerpo celeste, que todos los días se desvelaba hasta muy tarde, con tal de ver su brillo en el cielo, al menos que hubiera luna llena; ya que a ella Paulina la odiaba con todas sus fuerzas, por opacar con su brillo la belleza de su lucero.

En más de una ocasión, la luz del día la sorprendió recostada aún lado de la ventana. Su cuerpo la afligía, pero para ella valía la pena cualquier sacrificio y soportar el frío de la madrugada, con tal de contemplar a su único amor.

            Cada tarde era lo mismo y al volver la oscuridad, toda su atención se las dedicaba a su amor celeste. Hasta que una noche sucedió lo que jamás pensó que llegaría a ocurrir. Mientras veía a su querido lucero azul, éste se desplomó, convirtiéndose en una hermosa estrella fugaz. Paulina estaba horrorizada, sabía que nunca más lo volvería a ver, y aunque había más de una estrella en el firmamento, para ella la noche se había tornado más oscura que nunca.

            Entonces Paulina se dio cuenta del poder de su mirada, por lo que decidió arrancarse los ojos con la punta de unas filosas tijeras. El dolor era indescriptible, paralizante, y la sangre inundaba sus cavidades, volviendo todo su mundo rojo y negro, hasta que la oscuridad se volvió lo único que fue capaz de distinguir. Pero ella prefería vivir una eternidad en las tinieblas, que aceptar volver a ver una noche sin aquello en lo que había puesto su mirada.

            Fabiola murió desangrada ese mismo día, pero se cuenta que a partir de esa fatídica noche, en el lugar donde antes brillaba aquel solitario lucero azul, ahora brillan soberbios, dos hermosos luceros verdes.