-I-
Este
pueblo está lleno de historias y leyendas, quizás demasiadas, considerando que
no somos ni veinte mil habitantes, pero parece que eso no tiene nada qué ver,
porque no hay callejón o túnel que no guarde entre sus tabiques un mar de
anécdotas; desde la infaltable historia de amor infructuoso o prohibido, que
irremediablemente termina involucrando a la muerte, hasta la no tan romántica leyenda
de la monja que hiciera un pacto con el Diablo y masacrara a todos los
feligreses y sacerdotes del rumbo.
Pero entre todas ellas, hay una que ha atrapado mi
imaginación desde muy niño. Es una leyenda que los mayores siempre negaron
afanosamente, pero que los niños conocían muy bien, es decir, cada uno tenía su
versión de la historia, y cada una de ellas era aún más grotesca que la
anterior.
Se cuenta que hace mucho tiempo
había un hombre que trabajaba como sepulturero en el panteón municipal. Se
hacía llamar Eleroy, aunque nadie sabe si en verdad ése era su verdadero
nombre.
La versión más simple de la
historia, cuenta que era un hombre maldito, que consumía la carne de los
malvivientes que murieran de frío o hambre a las orillas del cementerio, y después
arrojaba sus restos en la fosa común. Hasta que un día lo sorprendieron
mientras cenaba, y lo llevaron preso.
Dicen que los demás reos le tenían tanto miedo que no se le
acercaban. Pero hay otros que aseguran que él no sobrevivió ni una noche preso,
ya que los demás prisioneros lo destazaron y devoraron, con el beneplácito de
las autoridades del penal.
Otra versión cuenta que Eleroy no se
limitaba a comer los cadáveres de los malvivientes que encontrara por el rumbo,
sino que los asesinaba con sus propias manos, e incluso a media noche desenterraba
los cuerpos que hubiese inhumado ese día, para saciar su apetito.
Cuentan que comía la carne cruda, incluso con tierra. Pero
también he oído que él era todo un gourmet, que limpiaba y guisaba los
cadáveres de sus víctimas con hierbas aromáticas, y elaboraba sus cubiertos con
los huesos restantes. Sin embargo, una versión cuenta que era más bien burdo, y
si bien no consumía la carne cruda, desmembraba los cuerpos sin ningún tipo de
utensilio, incluso aún estando alguno de ellos con vida. Los ponía a hervir en
grandes ollas de aluminio, y consumía su jugo y carne aún humeantes, hasta
dejar los huesos, los cuales guardaba en el sótano, donde además yacía su
propia mano cercenada, clavada en la pared.
Según algunos, Eleroy suplía la
falta de su mano con una prótesis de aluminio, pero otros aseguran que
utilizaba un cuchillo, o un trinche para asar carne. El caso es que su
extremidad faltante nunca fue una limitante para su peculiar gusto culinario.
Sin embargo hay otra versión, que
dice que él no devoraba a los cadáveres, al menos por completo, ya que sólo consumía
sus órganos blandos, y lo demás lo reservaba para otros fines. Incluso cuentan
que las autoridades supieron de él, hasta que el párroco descubriera en la
bóveda de la capilla una representación de la crucifixión de Cristo, elaborada
con puros restos humanos.
Algunas versiones dicen que cuando
la policía rodeó el cementerio, sobre cada tumba había un cuerpo desollado, no
necesariamente del dueño de la misma; de hecho, la mayoría eran cadáveres
frescos que se exhibían ante el sol, aún escurriendo sus fluidos corporales, y
con los brazos abiertos.
Dicen que las autoridades no lo
llevaron preso, más bien abrieron fuego contra él, sin ninguna consideración y
lo hicieron pedazos. Pero también hay quienes cuentan que las balas no le
hacían nada; pues aseguran que Eleroy era un enviado del Diablo, si no es que Satanás
mismo.
También se ha especulado respecto a
su pasado; dicen que unos bandidos masacraron a su esposa e hija, y por ello él
cometía esos actos tan aberrantes, en venganza no sólo de la sociedad, sino de
Dios, por haber permitido eso. Pero también hay quienes piensan que él nunca
fue humano, sino un engendro del mal, que emergió de un charco de sangre que
fungió como un portal hacia el Infierno.
Son tantas las versiones, que lo más
probable es que ninguna de ellas sea cierta, y ni siquiera se acerquen a la
verdad.
-II-
Hace
años que nadie utiliza el viejo cementerio municipal, ya que prefieren el
nuevo, y por el aspecto, parece que los residentes tampoco reciben visitas de
sus deudos, lo cual podría afianzar la leyenda de Eleroy. Pero a juzgar por las
fechas de las lápidas, tal vez el verdadero motivo sea que el tiempo los ha
reunido para siempre.
La maleza está crecida, los árboles
muertos, y los cuervos me miran como guardianes de un imperio en ruinas. Admito
que tengo miedo, pero no tanto de encontrarme con un espectro o con el propio
Eleroy, sino de tropezar y lastimarme con las varillas oxidadas que delimitan
algunos de los mausoleos.
El sol se está escondiendo, y por un
segundo me detengo a pensar si lo mejor sería volver sobre mis pasos y regresar
mañana al amanecer. Pero después de un instante de indecisión, sigo la marcha,
después de todo, sólo un poco más adelante espera mi destino: “la casa del
enterrador”.
Por fuera no es muy diferente a una
bodega, o a una cripta. Entonces veo varios agujeros en las paredes, lo cual
podría validar, o dar un poco de sustento a alguna de las versiones que
conozco, pero tomando en cuenta el tiempo del edificio, no puedo descartar que
esto también sea obra de los años y el desgaste natural de los materiales.
La puerta está cerrada, pero no del
todo, ya que se encuentra una parte despedazada. Por lo que prendo mi lámpara e
ingreso, aunque aún no sé qué es lo que espero encontrar ahí.
Adentro huele a orín de rata, me
tapo la nariz y boca con un pañuelo, pero sigo mi marcha. El lugar es engañoso,
ya que por fuera parecía mucho más pequeño de lo que en realidad es. Pero hasta
ahora no he encontrado nada fuera de lo normal; hay un armario arrumbado, un
catre caído, una mesa hecha pedazos, un baño…, del cual lo mejor es salir,
porque el olor es nauseabundo, en fin, ni rastro de que en ese lugar hubiese vivido
un asesino serial, ni de la existencia de una habitación llena de huesos
humanos.
No sé, por un lado me siento
aliviado de no haber encontrado nada, pero también un poco decepcionado. Aunque
el hecho de que aún no he dado con ninguna evidencia, no quiere decir que él no
hubiera existido o no hubiese efectuado parte de lo que se le acusa. De hecho,
quizás hace décadas la policía se llevó todo, o no soy el primero en recurrir a
este sitio. Es más, en el suelo puedo ver huellas que se destacan del polvo, y
no son mías. Por lo que decido seguirlas.
Hasta me siento como un niño jugando
a “los detectives”. Pero dura poco la diversión, porque las huellas terminan justo
en la entrada, y sé que afuera me será imposible rastrearlas con esta
insipiente luz, por lo que desilusionado, cojo la única silla que aún se
mantiene en pie, y me siento. Entonces un temblor me sacude, el suelo se abre
por debajo de mí, y parece que la construcción se me viene encima, sin que me
dé tiempo a escapar. Algo me golpea…, y todo se vuelve negro.
III
La
cabeza me duele, no sé dónde me encuentro, pero por suerte la lámpara sigue
encendida y no está muy lejos. A gatas me acerco, y no logro reconocer el
suelo; parece que estoy en una pila de ramas que se quiebran con mi peso. Hasta
que alcanzo mi objetivo, y veo algo que me hace sentir como si me hubiesen arrojado
un balde de agua helada encima: ¡Estoy rodeado de huesos!
Intento no perder la calma. Tal vez caí en la fosa común,
eso es todo. Pero al alumbrar las paredes descubro algo más; clavada en una de
ellas yace una mano cercenada, la cual parece moverse, o tal vez sólo sea un
efecto visual provocado por las sombras y el haz de luz de la lámpara.
Pero lo que veo después no tiene
ninguna explicación. Justo delante de mí se encuentra parado un hombre; con el
rostro descarnado, la ropa hecha jirones, tiene por mano un cuchillo, y
sostiene con su otra extremidad una cabeza cercenada que chorrea sangre.
Las rodillas ya no me soportan, todo
me da vueltas, la vista se me nubla, a la par que las baterías de mi lámpara
empiezan a dar de sí, hasta que las sombras me rodean por completo.
Por primera vez en mi vida, pienso que quizás nunca debí
haber sido tan curioso.
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