Cuando
el mundo se pone en nuestra contra, podemos hacerle frente hasta perecer,
doblegar las manos y rendirnos, o tomar las riendas de nuestra vida y
enfilarnos al despeñadero, con tal de no dejar que sea él quien determine
nuestro final.
Un día de esos, en los que las preguntas iban más allá de
lo aceptable, y el destino buscado parecía cada vez más lejano y confuso, mi
percepción de la realidad cambió por completo. En ese entonces mi futuro era
más incierto que de costumbre, y la verdad no estaba segura de si me importaba
conocer el lugar dónde tendría que llegar, o si quería morir peleando, o
preferiría rebanarme las venas, hasta tocar el hueso.
Nunca había sido una mujer de fe, ni
en el sentido religioso o en la vida práctica. Después de múltiples traiciones
y engaños, había aprendido a no confiar en nadie, y no esperaba lo contrario
del resto. No sé si eso me había convertido en un ser despreciable, o sólo en
una superviviente más. Sin embargo, justo en el momento en que sentía que el
mundo se había empeñado en hacer de mi vida un pequeño infierno, no encontré un
lugar más acorde que una vieja iglesia, para descargar mi impotencia.
No creo en Dios, y nunca había orado
ante ninguna de sus representaciones, pero eso no fue ningún impedimento para que
me acercara a la imagen de la virgen, y me derrumbara a sus pies. No sé si lo
hice por desesperación, o porque vi en ella a una mujer que no me habría de
juzgar, ni me preguntaría nada.
El caso es que permanecí arrodillada
y en silencio, sin hacer algo para evitar que mis lágrimas se escaparan y
golpearan contra el suelo, como una cruel metáfora de mi lastimera existencia.
En eso, un sacerdote me tocó el
hombro, y yo volteé sobresaltada.
–No tengas miedo jovencita –me dijo,
con una voz grave y tranquila.
–Perdón Padre, no lo había visto –le
dije, mientras me incorporaba, tratando de secarme las lágrimas.
–No te preocupes hija. Estás en la
casa de nuestro Señor. Aquí es donde los perdidos encuentran la paz que tanto
han buscado, y no creo que tú seas la excepción. Mira a aquella mujer que reza
y besa su rosario. O aquel hombre que se arrodilla frente al Cristo. O los
demás que aguardan pacientemente que empiece la misa. Todos ellos han venido
acá en busca de consuelo, y lo han encontrado, como tú lo harás –me dijo con
una sonrisa.
–Padre…, no me asuste, en la iglesia
sólo estamos usted y yo… –le repliqué nerviosa.
–No hija, de hecho ni siquiera estás
tú –dijo y se desvaneció en el aire.
Desde entonces sigo aquí, como una
sombra más entre los rincones, sin más memoria de mi existencia pasada, que el
recuerdo de mis manos y rodillas temblorosas, en el momento en que decidí
terminar con mi vida.
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