Su
primera conversación ocurrió en el ciberespacio; ella desde la computadora de
su casa y él desde algún cibercafé de la calle; ella hizo una pregunta, y entre
las múltiples respuestas estaba la de él; no fue la más prolija ni interesante,
pero desde ese día, él jamás dejó de responder cuanta inquietud pudiera tener
ella.
Todo comenzó como un juego; ella preguntaba algo, cualquier
cosa, con el único afán de saber cuánto tiempo le tomaba a él responder su
interrogante. Por lo general no era mucho lo que demoraba, ni sólo él le
respondía, pero a ella sólo le interesaba lo que él tuviera que decirle.
Poco a poco el acercamiento fue mayor, aunque seguían sin
saber cuál era el tono de su voz, o si la foto y datos que aparecían en su
perfil eran los verdaderos. Se intercambiaban mensajes, música, bromas, ideas
al aire, gustos, y hasta sentimientos.
Sin darse cuenta, como suelen suceder las cosas, se
volvieron inseparables, aunque jamás hubiesen estado juntos, ni hubiera entre
ellos más relación que su pequeño universo. Ambos sabían que eso tenía sus
riesgos, después de todo, uno nunca sabe quién puede estar del otro lado del
teclado. Pero ellos creían saber la respuesta a esa interrogante, y en ambos
casos era: “el amor de su vida”.
Decían ser almas gemelas, aseguraban conocerse más que
nadie, aseveraban ser transparentes, auténticos: “reales”. Por lo que un buen
día decidieron dar el siguiente paso, y acordaron reunirse para conocerse de
frente; ella llevaría un vestido amarillo y una flor roja, y aunque él no le dijo
cómo iría, aseguró que ella lo reconocería de inmediato. Y así fue.
Ahora, lo que sigue de esta historia sólo dependerá de
ellos.
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