martes, 30 de octubre de 2012

Aridez


El cielo arde y el olvido es todo mío. No sé si fue un regalo que me dejara el tiempo o un presente de la muerte, a cambio de absolutamente todo, pero el caso es que esto es lo único que tengo. Se han desvanecido los colores, olores y texturas, sólo queda la aridez de la tierra, el humo en el cielo y el aroma de la sangre derramada, por nuestras propias manos. 

            Todo se desmorona alrededor mío, corrupto y sagrado; los edificios yacen disgregados como piedras, como huellas de un pasado que no llegó a ser futuro, al empeñar el presente al peor de los postores: “el dinero”. A cambio de nada, a costa de todo, incluso de lo que no era mío, de hecho, sobre todo si no era mío, entregué tu alma, pensando que era mía, sin saber que tú habías hecho lo mismo y, como nosotros, el resto.

            El cielo arde, nuestras arterias se quiebran, y de las venas brota la muerte, disfrazada de desastre, cobijada con la noche, eclipsando las estrellas, llevándose la vida que me fuera conferida, el mismo día que me entregaron mi mortalidad, en este envase de piel, carne, huesos y sangre, y me hicieron creer que había algo más que esto. 

Como verás, no supimos cuidar de lo único que teníamos, así como no cuidamos de lo único que importaba, y terminamos desgarrándonos las gargantas, y desollándonos entre gritos de locura y miedo, mucho más tuyos que míos, aunque tú pienses lo mismo, en un mar de silencios que terminó por ahogarnos en su sequedad y olvido.

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